“Pero fíjate en la palabra misma
‘interés’: viene del latín inter esse, lo
que está entre varios, lo que pone en
relación a varios”.
(Fernando Savater... Etica para Amador)
Soy de los que piensan que la psicoterapia psicoanalítica es la propuesta del psicoanálisis para el nuevo milenio y que, por ello, permanentemente tenemos que renovar y comprender mejor nuestros instrumentos técnicos, a la luz de un mejor entendimiento de la patología, que cada vez más nos muestra nuevos ángulos y formas de organizarse, como en el caso de las llamadas patologías de déficit y en los trastornos narcisistas.
El lugar del entorno, el difícil reto de la globalización, el individualismo como falla de la individuación, el crecimiento irracional del poder en el mercado, la pérdida de valores, etc. nos sumergen cada vez más en una sensación de vacío, de incertidumbre, de cosificación e impotencia. Abandonamos la posición de sujetos y nos convertimos en objetos de una estructura que nos rebasa, privándonos de una perspectiva de futuro con sentido personal. Perdido el sentido, perdemos también el interés.
Elegí, así, un tema muy sencillo en apariencia pero muy complejo y delicado en sus implicancias, tanto en su ubicación en el terreno de la teoría de la técnica como en la mismísima metapsicología de los elementos en juego. Me refiero al tema del “interés”. Quiero hablar del tipo de interés que comprometemos en nuestro trabajo, ese interés que involucra, ineludiblemente, el interés por nosotros mismos; interés por la comunicación, por la intimidad, por el sano juego “a la verdad” y al riesgo del descubrimiento; ese interés en trascender las diferencias a favor del encuentro en lo común, en lo semejante, a distancia del anhelo engañoso de lo idéntico.
Leyendo hace poco el libro “Etica para Amador”, que Fernando Savater le dedica a su hijo, encuentro, de casualidad, esta cita sobre el “interés”. Le dice: “Cuando hablo de ‘relativizar’ tu interés quiero decir que ese interés no es algo tuyo exclusivamente, como si vivieras solo en un mundo de fantasmas, sino que te pone en contacto con otras realidades tan ‘de verdad’ como tú mismo. De modo que todos los intereses que puedas tener son relativos (...) salvo un interés, el único interés absoluto: el interés de ser humano entre los humanos, de dar y recibir el trato de humanidad sin el que no puede haber ‘buena vida’. Por mucho que pueda interesarte algo, si miras bien, nada puede ser tan interesante para ti como la capacidad de ponerte en el lugar de aquellos con los que tu interés te relaciona. Y, al ponerte en su lugar, no sólo debes ser capaz de atender a sus razones, sino también de participar de algún modo en sus pasiones y sentimientos, en sus dolores, anhelos y gozos”. Y, más adelante, escribe: “... ser capaz de experimentar en cierta manera al unísono con el otro, no dejarle del todo solo ni en su pensar ni en su querer”.
Comoquiera que hace un par de meses se me requirió un resumen sobre este artículo (que empezaba a diseñar), propuse una nutridísima agenda basada en lo que se me vino a la mente, en asociación libre, respecto a lo que podría escribir sobre este tema. La realidad me ha ido demostrando que me excedí en el entusiasmo y que sería imposible ceñirme a la propuesta de dicho resumen; es más, me fueron surgiendo tantas variables de enfoque del tema, que me ha costado trabajo poner en orden las ideas que voy a compartir con ustedes sobre el interés.
En la metapsicología Freudiana encontramos tempranas referencias sobre el interés: en contraposición con las investiduras libidinales, de origen sexual, el interés sería la expresión de los instintos de autoconservación, los entonces llamados instintos del Yo. Freud juega con esta dualidad durante la mayor parte de su ejercitación teórica y, si bien de alguna manera integra estas dos mociones en su segunda teoría pulsional, no deja de mantener su sentido, en particular en los avatares del entendimiento de la problemática narcisista.
El interés al que me voy a referir lo ubico como una función Yoica, una capacidad que evoluciona en el camino de la diferenciación del sí mismo en la relación con el mundo y, en particular, con lo que solemos llamar “objetos”, es decir, en la relación con el otro. Dicha capacidad puede existir en grados diferentes, siendo susceptible de patología, desde la carencia hasta el exceso.
En este terreno podemos ubicar tanto al paciente como al psicoterapeuta. En el caso del segundo, el psicoterapeuta necesitará observar los movimientos de su interés en la relación con su paciente. La premisa fundamental a preservar es que nunca el interés del terapeuta debe alejarse de los objetivos de la cura, que son los intereses de su paciente. El interés (terapéutico) siempre tendrá que ver con el desarrollo humano de su paciente.
El interés estará expuesto constantemente a los avatares de la relación, tanto como a las circunstancias particulares de cada uno de los participantes de la díada terapéutica. Allí juega el movimiento transferencial – contratransferencial, que nutre de manera singular nuestro entendimiento e interés. Si bien (el interés) forma parte importante de la alianza terapéutica, lo relaciono más con la dinámica interpersonal en el encuentro con el paciente, con la disposición activa del terapeuta.
El interés supone la esencia misma del vínculo. Es el signo de que el vínculo existe, es su expresión.
Muchísima gente viene a la consulta porque no encontraron a alguien que se interesara por ellos en momentos importantes de su pasado. Esto deja huellas de vacío, de falta de experiencia, de organización defensiva (falso self), lo que suele reeditarse en el presente como una falla en la capacidad de vincularse, de generar interés por el otro o de poder ser “interesante” de manera no sintomática. El interés por el otro supone la posibilidad de entenderlo en su singularidad.
Pero en personas que han tenido déficit de experiencias de interés por sí mismos en la temprana infancia es particularmente importante que en su psicoterapia la palabra "interés" se escriba con mayúsculas. El sustento simbólico y las posibilidades de introyección, precarias en el paciente, pueden requerir que dicho interés se manifieste de una manera más definida y concreta. Requieren verificar, una y otra vez, que estamos con ellos, incluso bajo las formas en que el repudio constante a nuestra presencia nos plantea el reto a entender la paradoja de que “se están haciendo los interesantes”, única manera en que les es posible mostrarnos su dificultad para confiar.
La expresión de nuestro interés paulatinamente va dando lugar al reconocimiento de lo que estamos dando en “gratuidad”, aquello que “no se cobra”. El “valor agregado”, como lo llamaba un paciente. La inclusión de lo espontáneo, de lo sincero, de lo personal, encuentra lugar en esta manifestación del interés, que incluye, a su vez, grados variables de apertura en confianza.
Pero el interés del analista, del psicoterapeuta, es un interés complejo, es un interés que incluye la lectura de la totalidad de la persona, totalidad que integra de manera importante a su propio inconsciente. A los pacientes les toma más o menos tiempo integrar esta variable, no siempre tenida en cuenta.
Al terapeuta tampoco le es fácil aproximarse con interés de una manera integral, total, como persona, además de terapeuta. Están de por medio todas sus teorías, sus mandatos técnicos, sus temores, sus dificultades, su falta de confianza en poder salir indemne, que no es poca cosa, en el encuentro con el otro. Se requiere de mucha experiencia para transitar en ese nivel de cercanía.
Paradójicamente, en los comienzos de nuestra actividad, cuando sabemos poco o nada de teorías y técnicas, solemos comprometernos más personalmente, lo cual nos depara gratas y amargas consecuencias. Es la experiencia y el proceso de análisis personal lo que nos permite, alguna vez, estar de vuelta en ese punto de encuentro, pero ya no de la misma manera.
Existen, sin embargo, una serie de riesgos a partir de mostrar nuestro interés por el paciente; en primer lugar, el desencadenamiento de una transferencia que los lleva a aferrarse y a depender, con una actitud de succión que no entiende fácilmente que el interés también implica poder frustrar y configurar los límites. Una suerte de aprendizaje en la experiencia resuelve esta coyuntura, que es la que más frecuentemente encontramos en nuestra labor. Entonces, ni tan cerca que se queme el proceso, ni tan lejos que pierda su calor. Debemos confiar que hay alguna forma de final que integra la tolerancia a la frustración, en medidas que no nos está dado prever.
Otra consecuencia frecuente es la movilización erótica que pone en “jaque” el interés terapéutico, difícil prueba si consideramos que el interés que ponemos en juego, en tanto personas totales, nos expone también a dichas movilizaciones. Considero que “lo sublime” de nuestra actuación no es tanto la transformación de una moción sexual a favor de un objetivo más “elevado”. Lo que pienso es que, el mejor manejo de las demandas pulsionales, propias y ajenas, favorece la expresión y el desarrollo de los potenciales yoicos (del paciente y del terapeuta) en cuyo trámite tiene un lugar importante la renuncia y la creciente capacidad de postergación, tanto como el desplazamiento realista en la búsqueda de gratificación objetal.
También ocurre que el paciente se puede sentir amenazado por el interés del terapeuta. De hecho, el riesgo a una intimidad moviliza el temor a la reedición de un engaño y deriva en confusión. Es lo que pasa con Marlene, una paciente con una organización escindida en tres personajes: una niña pequeñita, siempre amenazada por un desamparo aterrador; una adolescente rebelde y omnipotente, que se encarga de la tarea de organizar las defensas - entre las cuales siempre está el plan de eliminar a la niña -; y, un tercer personaje que, a la manera de un adulto, relata de manera muy racional y distante las ocurrencias de su vida.
Desde el comienzo de nuestras sesiones, hace más de un año, me somete a las mil pruebas para llegar por fin a traerme a la niña a la sesión, a quien acojo con gran afecto y la protejo de sus otros personajes. Le fue muy difícil integrar mi interés por ella, ya que le movilizaba mucha confusión, sintiéndome como cualquiera de los personajes que la poseyó sádicamente a lo largo de su vida: su madre, luego sus hermanos, su padre, finalmente su esposo y sus hijos. Creo que pude sobrevivir a todas estas adjudicaciones en base a un sincero interés y un especial compromiso con ella, lo que me llevó a una serie de variables en el manejo del encuadre. Como, por ejemplo, tener comunicación conmigo vía llamadas telefónicas o mensajes de texto en los que “a distancia” podía mostrar los sentimientos y vivencias relacionados con sus sesiones.
Así, se fueron notando progresos en sus posibilidades de cercanía. Uno de los últimos mensajes que me envía, dice: “Si confío en ti, me vas a ayudar a confiar en mí a través de ti...”. Formo parte de ella y ella de mí, algo va introduciendo las posibilidades de confianza, empezando simplemente por estar allí, acogiéndola en sus cambiantes momentos.
Sabe que le respondo aunque no la llame, porque a veces la llamo, cuando siento que lo necesita, como cuando en un mensaje anterior me dice “Ayer sufrí todo el día, sentí que me mentías.....” Interpreté que se estaba sintiendo mal, no había podido venir a su sesión por una fuerte gripe (recomendé que guardara cama) y que la inundaban sus fantasmas de abandono y desamparo en un momento de fragilidad, así que la llamé para acompañarla con unas breves palabras que la ayudaron a rescatar nuestra relación y a tolerar el tiempo que faltaba para la siguiente sesión. La idea es que, más allá de lo que le haya dicho, está el hecho de que la haya llamado, que le haya otorgado importancia a su sentimiento de desamparo, que le haya creído, etc.
Desde estas anécdotas y circunstancias, podemos interrogarnos sobre la naturaleza del interés que comprometemos en la tarea. En mi caso, creo que en las vías más o menos transitadas de mi contratransferencia y mi propia transferencia hay lugar para pensar en un aprecio particular, personal, en cada caso, y un interés que permite integrar las bondades de la apertura sincera con el paciente, dentro del marco de lo coherente y pertinente a su evolución terapéutica.
Muestra de interés es responder en la medida de la necesidad, lo cual no implica necesariamente la devolución de una llamada pero sí la posibilidad de acogerla, sin olvidar que también la puesta de límites interesa. Lo peor que puede pasar es que "ninguniemos" al paciente al amparo de argumentos que ignoren la particularidad de cada circunstancia.
Una apoyatura teórica en la que he centrado mi interés tiene que ver con la fenomenología de lo transicional, específicamente con la construcción y o mantenimiento del interés en el espacio de lo potencial a la manera de una madre suficientemente buena, como lo sugiere Winnicott. Así, el interés tendrá en algún momento el carácter de “devoción”, para ir atenuándose hacia los linderos de una relación en la que la intimidad es posible, más allá de la presencia del terapeuta, porque ha sido integrada en su experiencia de vida.
Otra viñeta a compartir: Eugenia me dice al teléfono: “Pedro, gracias por devolverme la llamada, no sabes lo bien que me hace sentir el saber que estás allí”. Eugenia es una paciente que viene a la consulta muy de vez en cuando; no puede asumir el costo de un tratamiento pero suele llamar cuando la actualización de sus carencias la aproximan a una sensación de confusión. Es, entonces, cuando necesita de “alguien que se interese por ella”, como alguna vez lo verbalizara en sesión. Es el tono de voz o el contenido del mensaje en la grabadora lo que me da la pauta de la urgencia de devolverle la llamada; pero, en general, noto que basta con que la llame para que recupere la confianza en sí misma y en su constancia objetal.
“Alguien se interesa por ella”. Alguien “la mira”. Esta situación evoca la idea del niño que necesita constatar que la madre está allí, dispuesta, sólo eso, para poder seguir jugando, siendo.
Encuentro de una dependencia atenuada, reencuentro de naturaleza ansiolítica, allí donde fracasa la individuación, donde es insuficiente la capacidad de estar a solas, donde amenaza el sentimiento de ser absorbido por el sistema, por el mundo y sus demandas, donde se pierden los límites del sí mismo, cuando se hace necesaria la reconexión de esa presencia “gratuita” que nos permite la sensación de ser reconocidos, escuchados, sin ser invadidos, sin respuestas “preocupadas” o reactivas.
Tan sólo un poco de sostén, un punto de apoyo, para emprender otra vez el camino de la construcción del sentido, de la construcción del sí mismo en un mundo de experiencias renovadas, que exigen la impronta de la experiencia de separación y la tolerancia a la pérdida.
El asunto es que la llegué a conocer y a aceptar, aceptación que implica sus limitaciones de economía tanto interna como externa. Por otro lado, ella me ubica en el punto necesario como para confiar en que el sostén ofertado implica también el reconocimiento de los límites, lo que la remite a la simultánea aceptación de sus posibilidades y capacidades para seguir sola... nunca se sabe cuando podrá del todo sola. Aún así, creo que me seguirá llamando, como a veces lo hace, para saludarme o expresarme sus recuerdos y buenos deseos; lo cual, al fin y al cabo, es el remanente natural de una relación de interés mutuo.
Tal vez importe saber, como dice un colega, que lo que paga el paciente es nuestro tiempo... y que el resto es gratuito. Creo que todo paciente aspira a recibir en gratuidad. De esa manera, el terapeuta no estaría allí solamente porque se le paga. Creo que todos necesitamos que alguien se interese en nosotros así. Es una experiencia fundante de la confianza en sí mismo y de la relación con el otro. Alguien que no responda reactivamente y pueda preguntarse sobre lo que uno quiere decir y sobre lo que uno puede estar sintiendo o pensando.
Necesitamos, desde el inicio de nuestras vidas, de alguien que nos interprete adecuadamente, que nos acompañe en el reconocimiento de nosotros mismos. Este acompañamiento no es ajeno a que se den fenómenos de interés identificatorio. El estímulo, el aliento y los buenos deseos del terapeuta son valiosos si no son invasivos, si no constituyen una exigencia narcisista. En él la esperanza es como la del buen maestro, que inspira en su discípulo la posibilidad de superarlo. En todo caso, trasciende a través de él, pero sin que exista otra deuda que no sea la de poder reproducir la experiencia, que en el caso del paciente es el poder ser en la vida desde su propia subjetividad, con posibilidades amplias de realización en el espacio del interjuego simbólico.
Es necesario que el interés derive, en la psicoterapia y en la vida, a ese espacio intermedio, que es el espacio potencial, en donde la extensión resultante del mutuo interés, devenga en creatividad simbólica, en organización de sentido con variaciones cambiantes, que evocan gratamente las vicisitudes del desencuentro y la búsqueda, en el juego interminable que construye la razón del “ser en la vida”, que estimula el mantenimiento del interés y la tolerancia al vacío, al no saber sin desconocer.
De esta manera, se atenúan el horror de la carencia y las consecuencias de la falta. Es más, como dijera previamente, se hace grata la falta dada la posibilidad creativa de partir de ella hacia la sensación siempre evasiva de alcanzar la completud; entretanto, se alienta el interés.
Es así que el interés se nutre tanto por la amenaza de la angustia ante el vacío, como por el refuerzo de la experiencia en el encuentro placentero con el otro y con uno mismo, en la confianza en la no integración sostenida. Esta no integración sostenida supone una suerte de “escisión operativa”, en la que siempre una parte de sí sostiene la ruta, en el ínterin de un juego de intereses que alimentan una experiencia que, a su vez, la retroalimenta... salvo que se pierda el interés.
Eugenia ha logrado una relativa integración pero la pierde, como se pierde el interés cuando nos abandona... o cuando faltan los reflejos del entorno, sea por un hipo del pasado, que nos desconecta, o por habernos enganchado en demasía en vínculos que reeditan las relaciones carenciales. Se configura, así, una suerte de realidad que se confunde fácilmente con el vacío de las vivencias tempranas, porque también es carencial... o porque presenta dificultades para mostrarse “interesante” debido a las necesidades defensivas de las que hemos hablado, con lo cual se pierde con facilidad el interés.
Esto ocurre con Eugenia y su pareja, en la que ambos sostienen demandas de ser interesantes para el otro, en una suerte de “quién afloja primero”, en un “si tú me das, te doy..”, donde casi siempre uno de los dos rompe el juego con algún reclamo de proporciones, que interrumpe el fluir “en confianza”. Alguien reclama altos intereses, ya no hay gratuidad, se pierde la confianza, se ausenta el interés. Se diluye la relación, se presenta el vacío y la dificultad de sostener el sentido de la búsqueda o del encuentro con el otro. La angustia amenaza ante la sensación de soledad sin sostenimiento.
Por un momento, a veces largo, Eugenia pierde los referentes de la experiencia, la presencia objetal interna, el sentimiento de confianza en la presencia de lo ausente. Entonces, recurre a la búsqueda de su objeto confiable, su objeto “usable”, con garantías de verdadero interés en ella; objeto que no reclama la deuda ni permite el endeudamiento (porque cobra por su sesión), que regula la experiencia de gratitud.
Gratitud y gratuidad puede ser una dupla con la que se puede jugar. Los excesos de gratificación pueden hacer que el sentimiento de deuda se incremente, no sólo por las fantasías del paciente sino por la realidad del “desprendimiento” del terapeuta, quien puede llegar a dejar partes de sí en una fantasía omnipotente, en vez de contribuir a construir, o reconstruir, el espacio potencial del “como sí”, de recurrir a lo simbólico que siempre implica una renuncia a lo omnipotente. Es la percepción de la regulación de la respuesta lo que, además, demuestra el interés centrado en el otro, en que el otro se sostenga en su lugar, allí afuera, y no en el espacio de nuestras proyecciones ni tampoco nosotros quedarnos en el lugar de lo proyectado.
Yo reconozco para ella el ser indispensable, en ese minuto de necesidad omnipotente, a la vez que le recuerdo que soy prescindible, a favor del sostenimiento de sí misma, de lo que contribuyo a integrar en su campo de experiencia. Es sencillo, en tanto tengo un real interés en que ella resuelva su situación de manera que no ocupe demasiado mi espacio. Es obvio que mi interés por ella tiene una garantía en el contrabalance de mi siempre vigente interés por mí mismo.
Aún así, si fuera necesaria una mayor ayuda, ella pone el espacio, paga su hora de sesión, se las agencia y viene. Este agenciarse algo tiene, también, que ver con el reconocimiento de sus posibilidades anaclíticas y de la necesidad de ser rescatada de su experiencia simultánea de vacío y de necesidad omnipotente. Una buena acogida le permite volver al mundo de las relaciones objetales. La integración surge accesible y reinstala su completud, con la dosis necesaria de omnipotencia que “generosamente” declina en mi favor (y el suyo, por supuesto).
Hay que estar bien afirmado en nuestro desarrollo personal y profesional como para tolerar las expresiones de “desinterés” de nuestros pacientes. En algún momento ellos sólo esperan recibir, que les prestemos atención. Necesitamos recordar que, usualmente, el interés por el otro ha transcurrido por experiencias de entrampamiento, distantes de la gratuidad propia del interés verdadero, que implica el reconocimiento del otro como tal, como un diferente “interesante” que encuentra un “interesado”.
Es en la práctica de la relación de uso objetal que el vínculo integra el interés, en un más allá del otro, a favor del espacio intermedio de experiencia.
Nuestros pacientes han sido motivo de similares expresiones de demanda por parte de los padres o de personajes del entorno que los han cargado con sus vacíos a los que se sometieron o, lo que es lo mismo, que los llevaron a organizarse en una eterna rebeldía que no los deja ser. Por tal razón, suelen tener desconfianza en los motivos del interés ajeno y, más bien, nos plantean el reclamo de una deuda que no saben definir, es difícil para ellos arriesgar un pedido verdadero.
Solemos advertir que muchas veces los padres tienen un interés “en” el hijo y no “por” el hijo, lo cual, desde diferentes lecturas, genera lo que solemos llamar “un déficit narcisista” o una falla en la confianza básica, que altera el sentido de la función yoica que implicamos en el ejercicio del interés. No hay un lugar claro en la relación con el otro y cunde la confusión respecto a si podemos resultar “interesantes”, sin darnos cuenta que tampoco podemos verdaderamente estar “interesados” en el otro, a quien no aprendimos a encontrar.
Cómo no esperar que nuestros pacientes padezcan de “falta de interés”, de un vacío en sus relaciones básicas en donde el interés original de la madre o del padre era por ellos mismos, no por el hijo; un interés que casi siempre remitía, además, a un sentimiento de deuda, de esas deudas para con el vacío narcisista de los padres “que se preocupan tanto por nosotros”, por lo que “hay que pagar, nomás”.
Como me he excedido en el tiempo, a estas alturas de la presentación, creo que puedo estar dejando de contar con vuestro interés, así es que lo dejamos allí; y, a ver si el interés se retoma desde sus preguntas o comentarios.
Bibliografía
Freud, Sigmund... Introducción al narcisismo. En: Obras Completas. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1980.
Freud, Sigmund... Lecciones introductorias al psicoanálisis. En: Obras Completas. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1980.
Savater, Fernando... Etica para Amador. Barcelona, Editorial Ariel, 2002.
Winnicott, Donald... Realidad y juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.
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