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2014 11 21 La falla del analista y la regresión al estado informe

XXIII Encuentro Latinoamericano sobre el pensamiento de D. W. Winnicott “La transicionalidad. La necesaria dimensión de la ausencia”, Lima,  21 – 22 de noviembre, 2014

Si con algún autor psicoanalítico guardo especial sintonía, es con Donald Winnicott; y,  una de las intenciones de este trabajo es rendirle un testimonio de gratitud por sus enseñanzas, por su valentía en proponerse aprender en el día a día con sus pacientes, por crear una teoría abierta a todas las variables posibles, que surgen de la creatividad resultante del encuentro entre analista y paciente, condición que se genera a partir de la mutua y cotidiana recreación de uno y otro protagonista.

Por otro lado, desde diferentes vertientes de aproximación comprensiva, he estado siempre interesado en aprehender mejor la naturaleza y funcionalidad del espacio analítico, de la diada “asociación libre – atención flotante”, como una aproximación de los inconscientes de los protagonistas; integrando, más recientemente, la noción de la misma como un escenario de comunicación límbica y, por tanto, de naturaleza emocional e implícita, orientada al logro, en el presente, de una mejor regulación emocional por vía de la generación de fenómenos de sintonía y sincronía, similares al modelo preverbal de la relación madre-bebé. Factor que, siendo un importante elemento estructurador, permite que una nueva historia pueda emerger en el presente o, mejor dicho, desde el presente, desde las nuevas experiencias emocionales facilitadas por la relación analítica.

En esta oportunidad, a partir de una experiencia singular de proceso analítico, en la que me reencuentro con una situación definible desde Winnicott como “regresión al estado informe”, me doy cuenta que es posible entender esta resultante como consecuencia de una actitud similar en el analista, quien, al incluir en su labor una amplia apertura para expresarse en un sentido intuitivo y espontáneo, aporta su propia condición “informe”, sostenido, claro está, por una decantada observación de la situación de campo desde un funcionamiento en “disociación operativa”.

Este caso en particular me hace tomar consciencia de que mi manera de trabajar ha cambiado totalmente, que mi actuar en sesión es cada vez más un fluir desde mí mismo en resonancia con el encuentro con mi paciente. Una gama amplia de expresiones de afecto son plasmadas en el encuentro, la mayoría de las veces a iniciativa mía.

El “enactment” forma parte de mi cotidiano y, al comentar o presentar esto en algún trabajo previo, noto que ha movido comentarios en relación a que se trata de “fallas cuestionables” o “desviaciones riesgosas hacia la transferencia erótica o hacia la sugestión”. “Nada que ver con el psicoanálisis”, me diría alguna vez un colega… Respeto su opinión pero no la comparto.  En mi caso, hacerlo de otra manera sería equivalente a apartarme de la esencia de mí mismo. Es simplemente que he asimilado el psicoanálisis a mi manera y no tengo que impostar para ejercer mi labor como tal.  

En los últimos años, he podido percibir en una serie de colegas de todo el mundo, aperturas similares hacia lo que lo que se tiende a llamar psicoanálisis interpersonal, vincular, relacional, etc.  En general, el común denominador es llegar a esta postura como producto del ejercicio del psicoanálisis, decantando y procesando desde la propia experiencia los paradigmas originales de la propuesta freudiana.

Volviendo al tema que motiva el artículo, sabemos que, desde las profundidades de lo informe surge  -prefiero decir “fluye”, término que vengo empleando en los últimos años para describir el resultado de la aproximación terapéutica así aplicada-  fluye el gesto espontáneo, como una respuesta de interacción que evoca el winnnicottiano concepto de “presentación del objeto” que, como sabemos, conlleva la noción de una sincronía que está fuera del área de control consciente y que transita más bien en la dimensión de la intuición sintónica.

El fluir del gesto espontáneo, desde el terapeuta, va a influir en el otro, en el paciente, estimulando respuestas en el mismo orden, en el mismo nivel.  Podemos pensar que, en tanto se trata de una expresión auténtica, una expresión del “verdadero self”, desde la entraña misma del  ser, expresada en el gesto espontáneo, contribuirá a generar un sentimiento creciente de presencia, de disponibilidad, de contacto, de confianza, de apertura, sin la urgencia de control por parte del paciente. Ciertamente, por esta vía es posible activar el ingreso a la fenomenología de lo transicional y recreativo, haciéndole cada vez un mayor espacio a las expresiones del verdadero self  de los protagonistas, con las variables de regresión que esto pueda conllevar.

A continuación, les presentaré algunas viñetas de un proceso analítico en el que se logra un giro explícito hacia manifestaciones que podemos catalogar como de “regresión al estado informe” como punto de ruptura de una estructura de carácter cimentada en el control emocional y una exacerbada necesidad de autoafirmación, que habían logrado un equilibrio adaptativo disociado, bastante efectivo en lo funcional, pero precario en lo afectivo.

Voy a tomar como punto de partida un capítulo que se abre luego de aproximadamente tres años de proceso de análisis.

Hay un momento en que necesito cambiar los horarios de las citas de mi paciente, que eran en las noches, por horarios de la mañana. En realidad, yo no tenía otra opción. Vimos sus disponibilidades y  las mías, procediendo luego a tomar un acuerdo. Todo transcurrió sin mayor resistencia aparente de su parte; en ella siempre fue notoria la dificultad de mostrar enojo o protestar; simplemente “comprendió” y se adecuó a mi requerimiento, digamos, de una manera sumisa.

No tardó, sin embargo, en aparecer una creciente sensibilidad relacionada con situaciones de su trabajo, en  el que subordinados, jefes o clientes motivaban frustración y enojo en ella.  Entre una cosa y otra, lo que más pareciera enojarla era percibirse sensible, lo que sentía como una debilidad que escapaba a su control y la avergonzaba. Se pasó, así, unas dos semanas, llorando en casi todas sus sesiones; lo hacía quedamente, como rebalsando algo que aún intentaba contener sin lograrlo.

Mientras ella estaba en el diván, le hablaba con ternura, con la ternura que yo en realidad sentía por ella en ese momento. Percibía que la comprendía en su dolor.  Trataba de apaciguarla, de calmarla, pero no con la intención de que dejara de llorar.

En algún momento, compartí con ella la observación de la coincidencia entre la aparición de esta sensibilidad, de este llanto, y el cambio de horarios. Traté de explorar hasta qué punto estábamos reproduciendo situaciones (que conocíamos en parte) de su relación infantil con su madre, quien siempre disponía de cualquier cosa sin tener en cuenta lo que ella pudiera sentir. Por este motivo, ella había optado, desde muy pequeña, por “no sentir” o, más bien, por “sentir en secreto”.  Aquello había generado correlatos sintomáticos muy peculiares, en cuyo trasfondo se vislumbra una “rebelión pasiva”, la cual, hasta el momento, se mantiene activa.

Por supuesto que la paciente negó toda relación con el cambio de horarios, señalando que “simplemente estoy más sensible y eso me da cólera”.  Sin embargo, al comenzar la semana siguiente, me sorprendió con un sueño muy diferente a los que solía tener (en donde abundaban explosiones, situaciones de destrucción o muy persecutorias). Relató lo siguiente: “Soñé que yo era agua hirviendo; sentía que no tenía cuerpo, pies ni manos… nada…; estaba como dentro de un perol…; no tenía cuerpo, pero no sentía que estaba hirviendo…”

Le dije que su llanto de esas dos semanas probablemente era una expresión de su acostumbrada forma de sentir, “tratando de no sentir”;  pero que, en este caso, estaba acompañada de una suerte de confianza que no la obligaba a mantener las formas, permitiendo que la contenga, como el perol, pudiendo darse cuenta de que no se desparramaría. El hervir, en su sueño, parecía el bullir de muchas emociones no expresadas, que empezaban a emerger después de permitirse sentir su pena aquí, conmigo.

Aunque no sentí su expresión como un rechazo, me respondió que mi actitud de consuelo la incomodaba, que ella no debía buscar consuelo, que eso la avergonzaba… Recordó que su padre la consolaba, pero que le decía palabras que no demostraba sentir...

Al salir, me dice que se siente contenta y le respondo, que sí, que la siento contenta. Parece estremecerse de temor cuando agrega, “y… qué pasa si de tanto hervir desaparezco…”  Quedo sorprendido, digamos, fascinado por este sueño en que ella es “agua hirviendo”.  Pienso en la regresión al estado informe y en esa honda satisfacción por el nivel de encuentro que surgía.

Estoy contento por mí, por apostar al gesto espontáneo todos estos años, no solo con ella. Estoy contento por ella, por sentir que cada vez se atreve más a confiar en que puede ser contenida, aunque evidentemente me pide que no deje de controlar la llama, que esté atento al riesgo de caer en el descuido.  Imagino, entonces, alguna historia de su madre a la que se le secó la olla por haberse disociado, lo que era frecuente.

Quedo pensando en lo oportuno que fue mencionar que quizás mi cambio en los horarios fue un equivalente del descuido o de una sensación posible de abandono. En todo caso, me permitió compartir con ella que estaba atento a los cambios y a sus consecuencias, que estaba, así, en disposición sensible de comprender su estado.

Fue después, releyendo cosas para este artículo, que encontré una nota sobre la regresión como producto de la falla del analista, semejante a las fallas necesarias de la madre para instalar el registro de sí. En este caso, fue para dar comienzo a nuestra relación desde otro punto de partida.

Pensando en la regresión al estado informe, puede uno evocar la angustia de desintegración promotora de la necesidad de control, de la detención del devenir natural del ser, de la organización de un falso self controlador disociado. La importancia de volver al punto de inicio, a las circunstancias de una no integración que puede mostrar ahora el sentir que hace un llamado y la confianza en obtener la respuesta sostenedora de la necesidad de estar no integrado.

La falla del analista aparece propicia luego de haber instalado los lazos suficientes de una relación confiable, que reformula la experiencia original, de manera que la reacción ahora no fue un cierre defensivo sino esa eclosión jubilosa del agua que “revienta en hervor”, que encuentra el punto de calor que es propicio para cocinar…

Bueno, el hervor de su sueño y la activación de su estado informe, dieron paso a una serie de recuerdos, a nuevos sueños y a más recuerdos, en una secuencia tal que daba la impresión de una intensa elaboración, sostenida por la eclosión recreativa de su espacio onírico, que hasta entonces solo tenía lugar para la expresión de escenarios traumáticos de bombas, explosiones o situaciones intensamente persecutorias.

De vuelta de aquella sesión, me dice que un rato después no se sintió bien, que verse débil la hacía sentir falsa, que entonces no era verdadera como ella se muestra ante los demás... 

Recordó que de niña le cayó en los pies una olla en que mamá cocinaba lentejas. “Me puse a llorar de dolor y ¿sabes lo que hizo mi madre? ¡Empezó a frotarme…!  ¿Te imaginas el dolor?... Lloré desesperada, pensando ‘¿por qué me haces esto…?”

“Juzgaba mucho a mi madre en silencio… Me avergonzaba pensando que los demás la podían considerar una loca… La hermana de papá nos atendía bien y yo lo tomaba con cólera porque pensaba que lo hacía para que se notara la diferencia con mamá…”

Vemos que, entre otras cosas, desde niña parece haber temido que ser ella misma podía tener el efecto de que mamá “se evaporara”.  Le digo esto, a lo que responde: “Mamá siempre decía: ‘me van a matar de la cólera’…”

Luego, tiene una serie de sueños más.  En la sesión siguiente, cuenta que soñó que nadaba sola en una piscina.  En otra sesión, me habla de “un sueño sin forma… Estoy en un cuarto de un castillo, dedicada a abrir ventanitas y a descubrir cosas.  Hay unas personas que conozco, que comen queques de diferentes colores… Yo estoy allí, parada, hablando con todos. Estaban contentos y yo también… Afuera había un jardín oscuro, como de noche...”

En otro sueño, está en la cocina de un barco y le piden que haga una sopa.  Había un chef.   Ella me dice; “Me pongo a hacer la sopa, pero me robo los ingredientes.  Pongo una zanahoria, un apio… ¡que sopa tan fea…!”   Agrega que siente que a la sopa le  faltaría sabor, quizás carne.

“Siento que los sueños son ahora como estar nadando placenteramente…”, me comenta en algún momento. Me dice que no es lo que le pasaba con sus sueños anteriores…  Imposible resumir la cantidad de sueños y contenidos que surgieron después. Pero creo que un fragmento de uno de sus sueños más recientes puede graficar el sentido de transformación recreativa que va apareciendo en ellos.  Está en el carro de papá; éste era rojo.  Resalta que está encimada al timón, como una niña lo estaría si papá la llevara en sus rodillas… El ambiente es cálido. Luego, el escenario es que está en una tienda comprando una muñeca, una Barbie.  Pide la más bonita, pero parecen ser todas iguales. Elige una Barbie diferente, que no era dura y flaca como las originales; ésta era gruesita y blanda.  Afuera está oscuro y frío.

La migración hacia la mejor integración de lo femenino importa de manera particular ya que la madre veía en ella a “un muchachito” y exigía que se comporte como tal y nuestra paciente se había esmerado en no contrariarla, manteniendo oculta a la niña utilizando recursos disociativos, a la espera de “tiempos mejores”.

Me resulta inevitable no recordar el tipo de elección femenina de juguetes del que nos habla Winnicott.  Siento que va mejorando las huellas de su relación con papá, con el que jamás tuvo nada que se pareciera a la imagen del sueño. Ella lo crea, ella lo reformula. Por cierto, considero que es también la expresión de una serie de cambios cenestésicos que se van instalando, quizás en relación a nuestro contacto afectivo y a la adecuada regulación de la temperatura emocional de las sesiones. Cada vez lo oscuro y lo frío tienen una presencia menor, pero, ahí están aún.

La falla del analista –en este caso, el cambio de horario- desencadena una regresión a la situación informe, expresada en el espacio onírico. Es posible pensar que otra “falla” en el analista, al incluir actitudes afectivas, la expresión de emociones no verbales en la relación terapéutica, haya facilitado que la regresión al estado informe sea posible, que su fragilidad afectiva ceda a la confianza de ser contenida. El gesto espontáneo se acrecienta a partir de entonces y es mucho más fluida la comunicación desde el verdadero self.

La disociación se atenúa y el descongelamiento de la multitud de emociones y recuerdos nos hace crecer en optimismo.  Por lo pronto, hay una mayor confianza en que alguien no se va a evaporar si ella disfruta de tener forma, de ser quien es o, mejor dicho, de ser quien quiere y puede ser.

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