XI
Congreso del CPPL y I Congreso de la Asociación Peruana
de Psicoterapia Psicoanalítica de Grupos. Setiembre de 2005.
Este trabajo tratará de
ubicarnos en la dimensión clínica de la terminación como el límite de un
capítulo que puede ser, por cierto, el final de algo. Contrasto el sentido de
límite con el de meta, de objetivo, elementos propios de la orientación de la
determinación de la búsqueda y de evaluar la consecución -o no- de la finalidad
propuesta. Mientras que la terminación puede quedar circunscrita al parámetro
tiempo, la determinación vehiculiza el esfuerzo hacia el logro de un objetivo
en ese espacio temporal.
Un objetivo importante a
tener en cuenta en la labor terapéutica es, justamente, el de integrar “tiempo
y sentido”, “tiempo sentido” y “sentido del tiempo”. Es decir, ayudar a
consolidar la temporalidad, allí donde suelen entramparse las vivencias en el
“sin tiempo” del pretérito omnipresente que anula toda posible ilusión de
futuro. Es allí donde es necesario instalar el final, para poder escribir la
historia, ensanchándola esta vez con una cabal comprensión del sentido de la
trama.
Esta terminación, como
veremos, tiene especial importancia en la precisión del objetivo terapéutico.
El paciente suele tener una idea, una expectativa, a veces realista y clara,
sobre lo que espera de la terapia. Esto supone un trabajo de tiempo y objetivo
limitados en donde el final está planteado desde el vamos, sea en función de un
tiempo o el del objetivo propuesto. No siempre el terapeuta está
suficientemente atento a lo que el paciente está dispuesto a comprometer en el
trabajo terapéutico. Muchas veces se cruzan sus propias expectativas o su idea
de lo que debe ser un tratamiento. No es ajena la posibilidad de que el
terapeuta tenga temor al final “prematuro”, al abandono del paciente. Freud
comentaba que, en sus comienzos, mientras más se esforzaba por que los paciente
se queden, más se le iban y cuando se invirtió la situación, cuando su lista de
espera llegó a ser nutrida, más se quedaban.
Es claro, entonces, que en
la finalización de tratamiento se conjugan las variables del paciente y del
terapeuta que facilitan o dificultan el registro del “timing” para el final, es
decir, qué lectura tiene uno u otro de lo que implica y qué podemos tener en
cuenta para considerar si es lo adecuado.
Veamos primero algo de la
variable terapeuta. Aprovechemos la oportunidad para echar una ojeada a las
implicancias de la finalización en la formación como psicoterapeutas y el peso
de los objetivos logrados en cada uno de sus pilares: teóricos, clínicos y
personales; inquietud que, sospecho, anima a nuestros alumnos del último año,
que han tenido a su cargo la organización de este congreso.
Para ello, voy a compartir
con ustedes algunos pasajes de la reflexión del final de mi propia formación,
escritos en un artículo que titulé: “Psicoanálisis: Mito y Realidad”.
Culminé mi formación el año
1982. En esa época, además de aprobar los seminarios, había que presentar y
sustentar una monografía, supervisar individualmente dos casos por dos años y,
no sé si aún se mantenga este criterio, había que contar también con el “alta” del análisis didáctico. En lo
personal, a esto se sumaba el haber pasado la difícil experiencia de haber
hecho la formación en un país extranjero. Con gran esfuerzo y sacrificio, había
perseguido sin desmayo aquello sin lo cual no sentiría completa mi formación
profesional. Y... lo había logrado!, había llegado al final, creo que no hay nada
que nos dé más satisfacción que aquello que nos ha costado un gran sacrificio.
Estaba feliz...creo, o tal vez sentía en ese momento la descompresión propia
del llegar a la meta.
Ocurrió que, llegando a
Lima, el año 83 del siglo pasado, los colegas del Seguro Social, mi alma mater,
donde había trabajado unos años como psiquiatra dinámico - léase psicoterapeuta-, me invitaron
a presentar una ponencia en un congreso de Psiquiatría. Tenían expectativas de
escuchar al nuevo analista. Por entonces acá éramos muy pocos los
psicoanalistas - siete, creo- y uno
tenía la sensación de tener un aura especial, como la de un súper héroe. Fue
allí, entre ese final de formación y el nuevo comienzo de mi ejercicio profesional,
que preferí hablar de la elaboración del duelo, de mi duelo por la terminación
de mi formación analítica.
Escribiendo el artículo, me
di cuenta que distaba mucho de sentirme o creerme como se suponía que iba a estar en ese final
de formación: como un ideal de psicoanalista o como un psicoanalista ideal.
Había escuchado y leído mucho sobre
psicoanálisis sin llegar a la erudición. Tenía maestros y compañeros que
recitaban a Freud o a Lacan con una fluidez impresionante... hasta la letra
chica!. Freudianos a ultranza, Kleinianos, Lacanianos... un furor más parecido
al de las barras bravas. Con convicción excluyente, remitían todo saber a lo
dicho por sus mentores. Virtudes y defectos que me enseñaron mucho.
De hecho, nunca fui
religioso y definitivamente no encajaba en este modelo identificatorio. No iba
conmigo, no tenía los talentos para ello; sin embargo, en medio de esa
variopinta oferta de aprendizaje, podía elegir con libertad aquello con lo que
más sintonizara, tanto en lo que respecta a profesores como a los temas de mi
interés. Sólo un 50% de los seminarios era obligatorio, pero en ellos se
revisaba con amplitud la obra de Freud.
Trabajaba, mientras tanto,
en un centro de atención psicoterapéutica, similar a nuestro programa de
proyección social y había escrito trabajos de reflexión teórica a partir de la
clínica; incluso, había ganado allí un par de premios en el concurso anual de
la institución, en la que trabajábamos alrededor de 70 profesionales.
Bueno, volviendo a la
finalización de mi formación psicoanalítica en Buenos Aires... Me sorprendió
que no me dieran ningún “cartón” de reconocimiento como psicoanalista. Eso no
existe, y es así hasta el presente, lo que había era una oscura compensación
dada por una “constancia de pertenencia” en el sentido de que la identidad como psicoanalista
la otorga el ser miembro de la IPA, a través de la filial local, en este caso
la APA. O sea que, además, no tenía elección: ser, dependía de pertenecer....
Ya de vuelta, otra cosa que
observaba en mí era que no me iba “la impostura del frac”, que prevalecía en mi
entorno. Sin embargo, dentro de mí, en el ejercicio clínico, encontraba al
analista que había querido ser, junto con el psicoterapeuta de siempre,
enriquecido ahora por los recursos del psicoanálisis.
Las reflexiones de entonces me permitieron
sedimentar un objetivo más profundo y liberador: el de lograr una saludable
castración, alejándome así de la tentación mítico – omnipotente que yo mismo
había anhelado. Lo valioso de la formación surgió, entonces, a mis ojos: no
hubiera podido hacerlo sin haber integrado la disciplina de
analizarme-en-el-campo, con poco margen de confusión. Así, entendí que lo
propio, “mi campo”, siempre fue la clínica, el encuentro con el paciente, la
técnica y la necesidad tremenda de sentirme en libertad para crear a partir de
la experiencia. Todo ello despertó en mi un renovado sentimiento de gratitud
por la formación recibida y, simultáneamente, me alejó de todo sentimiento
subalterno de deuda.
Cada quien, al final de la
formación, tendrá que lograr aplicar en sí mismo lo aprendido, evaluar si se
logró el objetivo. El trabajo de la finalización de la terapia con sus
pacientes tendrá que encontrarlos en un punto de elasticidad suficiente como
para no retenerlo ni “dejarlo ir” si esto no es lo que corresponde.
Un final requiere tener un
sentido, digamos que tiene que haber una finalidad del final. En el tratamiento
psicoanalítico este final tiene que ver con una serie de logros que esperamos
que se vayan dando a lo largo del proceso. Una de las primeras cosas que
necesitamos tener en cuenta es que este sentido sea compartido con el paciente.
Sólo sobre esta base podremos llegar a tener un tiempo compartido, una
posibilidad de considerar el final o la terminación como coherente o
consistente con los fines propuestos en el acuerdo de trabajo.
Suele ser que algún aspecto
importante de la vida personal del paciente ha quedado entrampado y su vida
carece del sentimiento de completud. En la experiencia terapéutica, su historia
adquiere paulatinamente una nueva configuración en la que el final es posible.
Este final tendrá que ver, también, con la posibilidad de relacionarse con los
demás sin confundirse (derivando a la empatía las primigenias y excluyentes
proyecciones, las trampas de la subjetividad).
En la construcción de la
nueva historia será posible ser dueño y responsable de sus decisiones, en
particular de la decisión de estar bien (es determinante tomar esta decisión,
es la que sostiene el proceso y le da sentido a la finalidad). Esto incluye la
posibilidad de participar en la decisión de
terminar dicho proceso.
Solemos basar el criterio de
terminación en la incorporada capacidad del paciente de mirarse a sí mismo, de
relacionarse consigo mismo de manera objetiva; en otras palabras, de poder
manejarse analíticamente sin necesidad del analista. Implícita está la noción
de haber superado las ansiedades de separación – individuación, las que
justamente pueden reaparecer en las instancias finales del proceso, ante la
inminencia de la separación “definitiva”
del analista.
Aún así, algunas personas
necesitan vivir la experiencia por su cuenta, para terminar de darse cuenta de
algunas de las observaciones que pudieran surgir en el tratamiento. Tenemos que
creer en ello. Por cierto que las motivaciones pueden surgir de resistencias,
de la emergencia de temores y fantasías propias del proceso. En estas
circunstancias, caben dos posibilidades: que el paciente tenga potenciales como
para lograrlo solo o que considere la eventualidad de retomar el proceso cuando
reconsidere su pertinencia.
Poder construir el final,
participar del sepultamiento de la fantasía omnipotente, de la fusión primitiva
que atrapa y condena a la inmovilidad impotente, supone quizás la misión más
importante en el proceso de análisis. Algún autor, no estoy seguro cuál, se
refería a ello como el caminar en busca de nuestro ideal, para poder hacerlo
pedazos al encontrarlo... ¿Qué hacemos pedazos al final?: las imágenes
idealizadas del registro infantil entrampado, las idealizaciones de sí mismo,
las expectativas de cambiar el allá y entonces en favor del ser en el aquí y
ahora, como si esto fuera posible. Todo ello implica un final en el que estemos
en capacidad de tolerar el duelo, la pérdida, la separación. Esto incluye, por
cierto, la declinación de las fantasías transferenciales y la aceptación del
analista como persona real.
Algo a tener en claro en el
ejercicio de nuestra disciplina es la finalidad terapéutica definida en el caso
de cada paciente. Una cosa es lo que creemos que requiere el paciente y otra es
la que deriva de su propia motivación y necesidad. Así, la terminación breve
del proceso resulta pertinente a los objetivos de un proceso en donde no hay
tiempo para más.
Su finalidad puede estar
circunscrita a un objetivo puntual que le permita resolver alguna coyuntura o
dificultad sintomática. Es allí donde la finalidad requiere del buen acuerdo de
los participantes de la experiencia. Es una visión distinta de la finalidad,
propia de las formas de la psicoterapia, más operativa y a la vez más delicada,
que necesita mucho de que el terapeuta confíe en la continuidad de la cura en
el proceso de vida del paciente.
En ambos casos, la
finalización no tiene por qué significar un hecho irreversible, es decir, que
el analista o terapeuta no vuelva a ver a su paciente, salvo que esto conlleve
una necesidad del proceso, porque se agotó o surgió un impasse importante.
Quiero decir que es necesario que, después del final, el profesional mantenga
el vínculo en la distancia – cercanía convenientes ante la eventualidad de ser
requeridos en algún momento posterior. La alianza terapéutica se nutrirá con la
evolución del paciente en la vida.
En cualquier caso, es
importante elaborar las transferencias e identificaciones a favor de
motivaciones adultas y actuales, saludables para la vida de la persona del
paciente. Por cierto, en el trabajo del final, el analista necesita estar
atento a posibles movimientos de retener a su paciente o no favorecer la
separación, cosa que en oportunidades aparece como una continuación del trato
parentalizado, viendo al paciente como “el hijo”, siempre infantil, como pasa
con las mamás que se niegan a ver su crecimiento.
No debiera espantarnos
tampoco el análisis “sin final”. En muchos casos lo comparo con el ejercicio
físico que uno hace yendo al gimnasio. La finalidad en estos casos tiene que
ver con el “mantenerse en forma”. Digamos que, como en una empresa, no se
despide al gerente de finanzas una vez que se logró el punto de equilibrio (que
sería la capacidad de tener un juicio financiero adecuado).
Otros casos de terapia
requieren procesos sin final, como única manera de caminar en la vida. Ocurre
en trastornos severos con necesidad de un trabajo permanente de apoyo y sostén. Es imprescindible para estos pacientes
saber que uno siempre “está allí”, disponible. No siempre las características
del proceso son como las convencionales; puede éste transcurrir con una
frecuencia mensual, quincenal, semanal. Incluso el vínculo puede transcurrir en
medio de un acuerdo de permanente final, con posibilidad abierta de
reencuentro.
Por último, quisiera decirles, pensando también en la finalización de
vuestra formación en la Escuela, que
terminar supone guardar en la esencia del sí mismo las huellas de lo vivido,
aquello que ha pasado a ser parte de nosotros mismos, sin otra deuda que una
gratitud liberadora, sin otra atadura que la posibilidad de compartir la
ilusión creadora que reinstala el vínculo desde las posibilidades de una
alteridad no entrampante, sin obligaciones, quizás con compromisos, pero sin la
incondicionalidad angustiada de las necesidades primitivas.
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