VIII
Congreso de FLAPPSIP “Clínica Psicoanalítica en el Siglo XXI. Desafíos a la
escucha." Lima, 22, 23 y 24 de mayo de
2015
El eje
propuesto para esta mesa es el de “intervenciones terapéuticas” y, desde allí,
trataré de orientar mis reflexiones sobre estas dos premisas que encontramos en
el psicoanálisis: la de los inicios, centrada en la tarea de hacer consciente
lo inconsciente y una tendencia actual del quehacer analítico, sostenida por un
amplio sector de psicoanalistas, quienes centran su enfoque terapéutico en el
vínculo y la interacción implícita con el paciente.
Grosso modo, la
idea de “intervención psicoanalítica” tenía que ver con favorecer la regresión
y el desarrollo de la “neurosis de transferencia”, apoyados en una condición de
neutralidad y abstinencia para, desde allí, revertir la trama removida por la vía
de la interpretación del contenido reprimido y el favorecimiento del “insight”.
Por otro lado,
la “intervención terapéutica”, se aproximaría más a tratar de favorecer la
resolución sintomática y lograr la restitución del equilibrio perdido. La
visión de la trama sintomática para su resolución podría apelar a una gama de
intervenciones, en general más activas, que van desde el apoyo al yo y el
trabajo con las defensas centrándose en el aquí y ahora hasta las más interpretativas en consideración
al allá y entonces.
Con las
investiduras de un psiquiatra dinámico, que eligió la escuela del Dr. Carlos
Alberto Seguín para formarse como tal, puedo decir que primero me formé como
psicoterapeuta. Seguín era un maestro encantador, de mente brillante y fresca,
que había tenido una formación básica en psicoanálisis y psicosomática, pero
con una visión amplia de los distintos factores gravitantes en la organización,
tanto de la patología como del abordaje terapéutico. El basamento
psicopatológico en que nos amparábamos para la comprensión de la problemática
mental era la psicodinamia psicoanalítica.
Sin embargo, su
servicio de psiquiatría tenía una serie de peculiaridades. En principio, estaba inserto en un hospital
general, lo que generaba un interesante diálogo con las otras especialidades,
permitiéndonos estudiar no solo al paciente psiquiátrico sino también toda la
gama de concomitancias y gravitaciones del factor psicológico en las enfermedades médicas, con
posibilidades amplias para la complementación terapéutica.
Por otro lado,
el sistema de trabajo de su servicio se inscribía en la forma de una comunidad
terapéutica; es decir, todos participaban por igual en la búsqueda del objetivo
terapéutico: pacientes, enfermeros, psicólogos, psiquiatras, etc., nos reuníamos
en asambleas en donde emergía el material que nos comprometía a alguna forma de
comprensión, contención y búsqueda de soluciones. Todos tenían voz y voto; en
ese lugar el paciente era un agente terapéutico más.
Teníamos a
nuestro cargo la psicoterapia de los pacientes que se nos adjudicaran, cuyo
número iba creciendo, de acuerdo a nuestra evolución en la formación. Éramos supervisados
no solo individualmente sino, también, por la realimentación que surgía de las
asambleas y de los otros instrumentos que manejaba el servicio, en especial el
trabajo de psicoterapia grupal y el psicodrama.
Como escuela,
Seguín, más que proponer su modelo de “eros terapéutico” (amor humano por el
paciente), era muy riguroso en observar el compromiso que asumíamos con el
paciente. Su lugar privilegiado de observación eran las presentaciones clínicas
semanales de cada caso. No era muy afecto a aferrarse a una teoría y, menos
aún, a una técnica. Sostenía fehacientemente que lo que en realidad producía el
efecto terapéutico era la calidad de la relación que el terapeuta estableciera
con su paciente.
El eros
terapéutico, aplicado por un terapeuta empático y sólidamente formado en los
principios de la ética médica, era la garantía de éxito en el emprendimiento.
Su apertura a las variables, en las que cada cual amparaba sus recursos
personales, favoreció que de su escuela surgieran las más variadas tendencias
de orientación dinámica: la terapia gestáltica; el análisis transaccional, que
lo tuvo como introductor; y, por cierto, el psicoanálisis, la gran vedette que
captó los mayores apasionamientos. A
todos los apoyó por igual, con gran entusiasmo y respeto.
A partir de
esta versatilidad de abordajes terapéuticos, de este semillero de integración
del saber, es que yo migro a la formación psicoanalítica. Ya había tenido
largos años de psicoterapia analítica y psicoanálisis, participado en grupos de
estudio y mantenido un gran compromiso con las actividades del grupo analítico
local, en el que prevalecía un rigor especial respecto al cumplimiento de las
normas técnicas del proceso. Eran los comienzos y el sentido de la intervención
psicoanalítica estaba totalmente superpuesto con la identidad misma. ¡Pero
éramos psicoterapeutas!
Entonces fue
que decidí enfilar mis naves hacia la formación en la Asociación Psicoanalítica
Argentina, la APA, junto con otros entusiastas a los que nos sobraba mística y
ganas de realizarnos en la identidad de ser psicoanalistas.
La APA me
mostró que, si bien había un compromiso importante con el estudio y revisión de
la visión freudiana, era posible elegir, también, del menú de los post
freudianos. Flotaba aún una fuerte presencia de la teorización kleiniana, con
la que tenía alguna afinidad, así es que elegí supervisar uno de mis casos de
formación con una reconocida –y
convencida- kleiniana; el otro caso lo supervisé con un
riguroso filo lacaniano.
Aún recuerdo la
reprimenda de mi supervisora cuando en una ocasión en que mi paciente se sintió
especialmente removida en la sesión, me pidió al final que la tomara de las
manos, a lo que accedí… “¡Eso es un ‘acting’; el proceso es en la fantasía
inconsciente…”, me dijo. Yo tendría que
haber interpretado… Ésta era una visión de proceso bastante estricta a la que
traté de adaptarme….
Mi preocupación
era poder llevar las dos supervisiones a término, lo cual era un contaminante
de mi libertad en la tarea. La mirada de
los supervisores no dejaba de aparecer en mi trabajo, pero digamos que salí
airoso del reto de incluir sus claves en mi quehacer.
Ya sobre el final de la formación, conocí la obra
de Winnicott. Tenía una visión del
psicoanálisis que fue enraizando en mí, sin mayor presión. Me identifiqué mucho con su manera de
trabajar, con aquello que planteaba… ¡y vaya si me sirvió para rescatarme a mí
mismo!
Ya de vuelta en
Lima, entré a formar parte de la incipiente Sociedad Peruana de Psicoanálisis
que, por entonces, gestaba su reconocimiento como tal por parte de la IPA, la
Asociación Internacional de Psicoanálisis. Había que demostrar, ante los varios
supervisores internacionales designados, que cumplíamos a cabalidad con los
requerimientos teóricos y técnicos de la tradición analítica; no había margen
para “desvaríos psicoterapéuticos”; las intervenciones y el trabajo exigido a
analistas y candidatos en evaluación debía ceñirse a los estándares dispuestos
para el psicoanálisis vigente.
Como anécdota
de aquellos tiempos, recuerdo que cuando fui invitado a un congreso de psiquiatría, escribí un artículo que titulé “Psicoanálisis, mito y
realidad”. Propuse leerlo después en la Sociedad de Psicoanálisis, pero no encontraron
una fecha disponible para que lo hiciera.
La lectura se fue postergando y yo no insistí. Quizás no era el momento. Con el tiempo, el
trabajo se perdió.
Fue entonces
que acepté apoyar a unos colegas que estaban echando a andar el CPPL, el Centro
de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Me uní a ellos, quizás buscando un espacio más
distendido en donde hubiera lugar para las “intervenciones terapéuticas” y para
contar con mayor soltura para experimentar y crear a partir de la experiencia.
Fue en el CPPL donde,
poco tiempo después, creamos un servicio de atención para personas de menores
recursos, en donde la aplicación técnica se adecuara a la realidad de sus
circunstancias culturales y económicas. Muchos
pacientes provenían muy motivados por el programa radial de Fernando
Maestre.
Creamos,
también, el espacio de Cine Fórum y, tiempo después, un sistema de talleres vivenciales
de abordaje de patologías variables.
Paralelamente, se generó un lugar
especial para el psicodrama y el
“Espacio Abierto”, donde era bienvenido el público que quisiera participar de
estas actividades.
Posteriormente,
instituimos “El día de la Consulta”, una actividad que venimos repitiendo
anualmente, en la que salimos todos los miembros del Centro -alumnos,
exalumnos, profesores y personal administrativo- a la calle, al parque para ser
más precisos, para dar atención gratuita a quien se acerque a solicitarlo. Esto
es algo que, sin mayor duda, podemos tipificar como “intervención terapéutica”. Estas consultas, indudablemente, son
atendidas por personas con formación psicoanalítica, enfrentadas al reto de dar
respuestas en un encuentro de una sola vez.
Durante unos
años mantuve la disciplina correspondiente a mi formación analítica. Sin
embargo, tenía claro el criterio técnico cuando atendía a pacientes en
psicoterapia y a pacientes en análisis, los cuales eran los menos frecuentes.
Dadas sus características, con algunos me acercaba más al modelo analítico
tradicional y con otros manejaba distintas variables, de acuerdo a su
accesibilidad.
Es posible que
la paulatina mayor experiencia me permitiera ir “aflojando” los parámetros a
favor de una mayor fluidez en el desarrollo de la alianza y la riqueza
asociativa. En ello, indudablemente, influyó Winnicott. Cada vez tenía más “gestos espontáneos” y una
fluidez asociativa que compartía con los pacientes de manera creciente.
Observaba lo positivo de sus respuestas y, en tanto así, me estimulaba más el
seguir esa línea de trabajo.
Escribí muchos
trabajos como intento de teorizar y reflexionar sobre mi trabajo clínico. Todos
-o casi todos- abogaban por una mayor cercanía personal y afectiva con el
paciente.
En los últimos
años he tenido la oportunidad de enriquecer el entendimiento de mis
experiencias como psicoterapeuta analítico desde la aproximación a la teoría
del apego, no solo en su vertiente observacional y fenomenológica sino, también,
desde extensiones y aportes provenientes de las neurociencias.
Las impactantes
experiencias de laboratorio de Harlow con chimpancés, los estudios de Bowlby y
Ainsworth sobre el apego temprano, han tenido continuidad y se han enriquecido
con el mejor entendimiento de la configuración del cerebro emocional.
El estudio de
la memoria, por parte de Kandel, aportó
conocimientos esenciales acerca del funcionamiento de la configuración cognitiva
a partir de las experiencias emocionales básicas y su sedimento en la memoria
implícita. Otros autores, como Allan Schore, han profundizado en esta línea y
nos procuran, cada vez más, información sobre la comunicación de los cerebros
derechos de la madre y el bebé en los inicios de la “configuración” del cerebro
afectivo del infante.
Estas
vertientes -las del psicoanálisis y las
neurociencias del desarrollo emocional- han coincidido con la creciente aparición de
propuestas de trabajo psicoanalítico que reformulan los paradigmas de origen,
en el sentido de otorgar una mayor importancia a la relación o vínculo del
paciente con el terapeuta. La resultante terapéutica es vista más como producto
de esa particular interacción interpersonal que del levantamiento interpretativo
de un contenido reprimido, labor que, sin embargo, sigue teniendo sentido y
aplicación.
Las expresiones
no verbales cobran mayor importancia y la dinámica de un acercamiento emocional
similar a las circunstancias tempranas de la relación madre–bebé comprometen de
una manera diferente la participación del analista. La diada “atención
flotante”–“asociación libre” supone ahora el acercamiento de los inconscientes
afectivos del paciente y del terapeuta, con atención a su resonancia relacional
afectiva, promoviendo la emergencia de un flujo asociativo y de potenciales emocionales
que no tuvieron oportunidad en la infancia temprana por fallas en la respuesta
del ambiente.
Es así como
vengo trabajando desde hace ya un tiempo, encontrando ahora la oportunidad de
comprender mejor lo que hago; las nociones de memoria implícita, de impronta,
del trabajo en sintonía, con sincronía, la regulación afectiva y el potencial
transformacional que de ésta deriva, del proceso terapéutico como fenómeno de
campo, de la importancia de los enactments en la sesión, de la responsividad (respuesta oportuna), del nuevo lugar que podemos otorgarle
al concepto de disociación, etc., cobran sentido alrededor de la noción de
conexión cerebral emocional límbica y de generación de nuevas sinapsis, lo que
se traduce en una ampliación de la capacidad asociativa.
En lo personal,
siento que trabajar de esta manera es una forma de fluir con el paciente, de
abrir mi subjetividad a una resultante que amplía mi experiencia de ser, en
este caso, con el paciente. Tengo la sensación de que, así, el proceso me
resulta más ligero y a la vez más profundo; no tengo que inhibir emociones,
éstas se adecúan solas en la dinámica de la sesión. Siempre, por cierto, con la
salvaguarda de una atención operativa que contempla la escena y corrige o
aporta las posibilidades para el entendimiento o la mentalización.
Bibliografía
Seguín,
Carlos Alberto… Amor y psicoterapia. Lima, Paidós, 1962.
Winnicott, Donald... El gesto espontáneo. Barcelona, Paidós, 2000.
Winnicott,
Donald W.... Realidad y Juego.
Barcelona, Gedisa, 1982.
Morales, Pedro… Del Espacio Potencial al Espacio
Potenciado. Lima, IX Congreso del CPPL:
"Subjetividad e Intersubjetividad", 6 - 8 Setiembre 2001
Morales,
Pedro… Fluir para Influir. Lima,
XIII Congreso Peruano de Psicoanálisis: “Los Afectos: versiones y
subversiones”, organizado por la
Sociedad Peruana de Psicoanálisis, Octubre 2013.
Schore,
Allan… The science of the art of psychotherapy.
Nueva York, Norton, 2012.
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