Setiembre de 2010
Hay tantas cosas que recordar, tantas cosas que pasaron en la época en que fundamos el Centro…
Para empezar, todos estábamos de regreso del extranjero, luego de un gran esfuerzo para formarnos como psicoanalistas. Digamos que habíamos pasado por el “rito iniciático” de demostrar cuán firme era nuestra vocación: migrar, sacrificarlo todo -o casi todo, incluido nuestro patrimonio económico-, enfrentar las incertidumbres e inestabilidades del entorno elegido, lidiar con nuestros demonios interiores…
Durante el período de formación, tuvimos tiempo suficiente como para darnos cuenta de que éramos muy diferentes, por lo que era todo un reto emprender un proyecto en común. Era distinto, también, enfrentar las adversidades de la formación como analistas a sostener un lugar paradigmático como profesores o maestros de profesionales en formación.
Pero… nos entregamos con todo. Fue una oportunidad para compartir experiencias y dificultades personales, lo cual nos generó sentimientos de solidaridad y confianza. Esto hizo que nos sintiéramos fortalecidos y bien dispuestos para emprender la tarea de crear una institución.
Pronto, sin embargo, surgió entre nosotros una gran sinergia; tanto así que todo nos parecía fácil. Era sencillo ponerse de acuerdo y llevar las cosas a la acción; tan sencillo como corregir, una y otra vez, los desvaríos de cada quien en relación a lo tan fácilmente acordado.
Así fue que generamos un modelo peculiar, siempre cambiante, casi caótico, que al principio estuvo atado a nuestras formaciones de origen, pero que, más bien pronto, se fue enriqueciendo con la experiencia de campo. De esta manera, el aparente caos inicial fue logrando un rostro de creatividad y consistencia. La sinergia y el clima de confianza en el equipo fueron configurando una de las más preciadas características de la institución.
Cabe aclarar que, el que diga que se nos hizo fácil la tarea, no significa que no tuviéramos que dedicar muchísimas horas de trabajo y sentir, durante mucho tiempo, la necesidad de reunirnos dos a tres veces por semana para compartir instantes, problemas por resolver, entrampamientos emocionales, necesidades de apoyo, chismes… etc.
Hubo mucha necesidad de sostenimiento entre nosotros. No solíamos criticar las flaquezas del otro; simplemente las cubríamos, llenábamos el vacío... hasta que el otro, el emergente en problemas, pudiera hacerlo por sí mismo.
Nuestro primer reto fue el deslinde de nuestra posición respecto a la naciente Sociedad Peruana de Psicoanálisis. El crear una institución diferente ¿correspondía a una necesidad narcisísticamente cargada?, ¿era producto de una fantasía maniaca? o ¿se trataba realmente del deseo y la necesidad de asegurar un espacio de desarrollo creativo, fuera del contexto, acartonado aún, de las exigencias de una sociedad psicoanalítica en su propio proceso iniciático?
La fantasía maniaca existió y la idea era agruparnos para enfrentarnos al “establishment” psicoanalítico. Primero, surgió la propuesta de formar “otra” sociedad psicoanalítica, sobre la base de duros cuestionamientos a la idoneidad y a la rigidez de la institución oficial, personificada en uno de sus líderes fundacionales.
Sin embargo, consideramos que si optábamos por esta ruta, esta posición denotaría una notoria tinción emocional agresiva y tendría el carácter propio de una escisión.
Luego de evaluarlo, nos dimos cuenta de que se trataba de una propuesta especular. Nos realizaríamos a partir del derrocamiento del “padre de la horda” para, en realidad, instalar un régimen similar al cuestionado.
Ayudó mucho en estos inicios, el poder interpretar psicoanalíticamente nuestra dinámica grupal y decidir a partir de ello.
El otro riesgo suponía una realización narcisista que provenía de la, por entonces, sobre-idealización del psicoanálisis y, por supuesto, de los psicoanalistas, clima por demás atrapante. “Es psicoanalista…” o “Está siendo psicoanalizado por fulano…”, se murmuraba con admiración, tentando al falso self.
En paralelo, al interior de la institución analítica se exigía la máxima sumisión a las jerarquías y a los dogmas entonces vigentes, los que, por cierto, tenían dimensión y aval internacional. El modelo “identificatorio – persecutorio” era detentar el poder y poco menos que convertirse en “el ideal”.
Por aquella época, regresar laureado de una formación psicoanalítica lo convertía a uno en una suerte de héroe a la vuelta de su respectiva odisea, la de la formación en el exilio. Es cierto que habíamos hecho tremendos sacrificios para estar en el punto en el que nos encontrábamos, pero uno de los primeros gestos necesarios era justamente el de rescatarnos del lugar de “héroes”, sin perder la vida o la identidad en el intento.
Salir de este entorno implicaba una confrontación generacional, romper con el ideal. Existía, además, el antecedente de que todos los intentos previos de organizarse como institución en psicoterapia psicoanalítica (fuera de la sociedad de psicoanálisis) habían sucumbido a la interdicción de los representantes de la misma. Se trataba, entonces, de una transgresión no exenta de posibles condenas.
Nos propusimos no pelear con nadie, tan sólo evitar el sentimiento de “pecado original”. Muy a la manera de Edipo, intentábamos salvar de la condena al hijo indeseado. Sublimando la “sombra del pecado original”, derivamos hacia la posibilidad de “ser” originales o simplemente diferentes.
De alguna manera, quedamos en la condición del bastardo que se atreve a nacer, desafiando con su monstruosidad deforme a la perfección de una realeza que no cesaría de repudiarlo por mucho tiempo… quizás hasta el presente.
Optamos, entonces, por una apuesta más terrena: hacer camino al andar. Ir viendo qué podíamos – o qué sabíamos, si sabíamos – acerca de esto de formar psicoterapeutas psicoanalíticamente orientados. Partimos con la mochila llena de Freud y de psicoanálisis y con la cantimplora rebosante de ilusión y creatividad, felizmente renovables.
Más allá de la motivación ligada a la docencia y formación de terapeutas, hubo, desde el principio, una total coincidencia en la intención de difundir el pensamiento psicoanalítico, así como en llevar la praxis psicoterapéutica a los sectores menos favorecidos (en todo sentido) de nuestra sociedad. Es así como consta en nuestros estatutos de entonces.
La integración con el personal, con los colegas que se fueron uniendo en la tarea docente, con los alumnos, fue mostrando los frutos propios de una estructura viva. Los congresos, jornadas, revistas, libros, cursos, talleres, cine fórum, participación en medios, etc., fueron otorgándonos identidad y autoridad. Nos hicimos institución haciendo, creando, atreviéndonos al cambio, a ser diferentes.
El tiempo nos permitió largamente realizar nuestro anhelo de servicio a la comunidad, apoyados, por cierto, en el capital humano de nuestra población de alumnos y exalumnos con vocación de servicio. Se fue logrando el reconocimiento, quizás más “desde fuera” (desde los psiquiatras, los colegas extranjeros, los pacientes, el público en general…).
Si algo nos acompañó, a lo largo del largo camino que compartimos, fue la absoluta convicción de que nos necesitábamos, de que el protagonismo de cualquiera de nosotros pudiera ser una necesidad transitoria que jamás debía poner en cuestión la intención compartida. Así, el liderazgo siempre estuvo a distancia de las fantasías maniacas originales.
En eso nos ayudó sobremanera el ir declinando cualquier logro personal en favor de la institución. Por ejemplo, si participábamos en medios, era en tanto miembros del Centro; si presentábamos trabajos, si teníamos iniciativas innovadoras, etc., era a nombre de la institución. Gratamente, pronto vimos que nuestros alumnos tomaban iniciativas similares, por ejemplo, organizando, con su propio esfuerzo, el primer congreso peruano de corte psicoanalítico.
Se generó un sentimiento de pertenencia operativo, no atrapante. El clima de libertad y acogimiento permitía que cada quien, en la medida de sus posibilidades, encontrara su realización a través de la experiencia formativa y participativa.
Podríamos aseverar que el Centro nos ha permitido canalizar nuestra disposición paterna. Esto es cierto. Pero es también cierto que nos ha permitido crecer, creer en nosotros mismos, mirándonos en el espejo de nuestra creación. Somos, podemos. Nada hubiera sido posible si no nos hubiéramos juntado en la disposición fertilizante, en el aprecio y en el respeto, tanto por los potenciales de cada quien, como de sus debilidades.
El sostén del conjunto, la integración bien avenida, ha sido y será nuestra garantía de realización. No nos regateamos nada. Todo tenía ese grato sabor que hace ligera la tarea. No hubo nada que no estuviéramos dispuestos a poner a la hora de jugarnos cartas difíciles, siempre pensando en la salud y fortaleza de la institución, que se convirtió en el gran continente que nos permitió trascender hacia cercanías creativas y gratificantes.
Creo que el Centro ha sido como el hijo que sostiene la ilusión, que motiva para el esfuerzo, que crece y se hace fuerte, que anima a seguir, que es generoso y agradecido desde su sola presencia. Miren, si no, las cosas que nos regala como una realidad tangible.
El Centro es fruto del amor. No pueden existir institución, mística ni renuncia en lo personal, si no hay una dosis importante de amor. Desde el lugar que nos toque en nuestra necesidad evolutiva -como hijos, como padres, como abuelos- siempre hay un espacio para sostener y ser sostenido, para aprender en la experiencia de “pertenecer”, de disfrutar del “nosotros”.
Siento que le debo a esta institución mis mejores recuerdos como profesional: nada grandioso, cosas sencillas, simplemente la posibilidad de ser y hacer con libertad. Le agradezco, también, ese espíritu libre que se fortaleció en este espacio de encuentro paradojal.
Ahora, desde el lugar de abuelo, siento que hace mucho que esto ocurrió y, sin embargo, resurgen frescas las emociones y el entusiasmo cuando nos reencontramos, aquí en la institución, en clases, o en cualquier actividad -sea con ustedes o en el espacio circunscrito de los abuelos, donde aún nos prodigamos caricias de reconocimiento.
Ya que hablamos de las fantasías fundacionales, no hay que olvidar aquella propia de la fratría, que, como todas las anteriores, nunca declina, y que nosotros, también, tuvimos que superar. Me refiero a la fantasía de la eliminación del hermano rival, del protagonismo omnipotente, del resurgimiento de la tentación maniaca o narcisista, que siempre estará al acecho, esperando un nuevo procesamiento.
La unidad lograda estará siempre en riesgo de perderse. Lo hecho y lo dicho hasta aquí son la manera en que logramos mantener a raya dichos riesgos. Gracias al análisis de la dinámica grupal, a la declinación trascendente en favor de la institución y gracias a la entrega generosa de nuestros potenciales a favor de la misma, es que pudimos y podremos seguir recogiendo, enriquecida, la esencia de nosotros mismos.
Tengo la convicción de que todos los que se han acercado y participado de nuestras actividades, en grado mayor o menor, lo han hecho desde el afecto. Al inicio, por ejemplo, muchos colegas contribuyeron con participar en el dictado de clases, estrictamente en base a la amistad. Nuestra estructura misma es un germen de amor, de afecto, de buena disposición y acogimiento.
He sentido muy de cerca el aliento solidario de nuestro personal y el compromiso total con la gesta. Martita, nuestra secretaria ejecutiva, nació con la institución, lo mismo que sus hijos… a veces a mitad de un congreso… En ella veo reflejado ese amor incondicional que sólo podemos comparar con el de una familia bien avenida.
Los seres míticos, nuestros héroes paradigmáticos, esos héroes que nos propusimos no ser, sólo podrán serlo en forma transitoria, en la medida en que nos podamos ver todos como paradigmas, como participantes de una gesta con muchos vientres, con múltiples inseminadores, rescatados permanentemente del riesgo protagónico o la omnipotencia prescindente.
Nos necesitamos todos. Nos debemos todo a todos, en una paradójica gratuidad. Cualquiera puede ubicarse en el lugar de paradigma. Nuestra pretensión es que el paradigma sea el de la vocación de servicio y el de la modestia antes que el narcisismo alzado o arrogante. El paradigma que queremos es aquel que esté basado en el amor, que nos permita mirar a nuestro entorno, interactuar con él. Nuestro paradigma es el de la creatividad en oposición a la impotencia resignada o estéril de las quejas y las críticas sin propuesta de solución. Nuestro paradigma es el compromiso, la confianza en que contamos con el compañero, a quien nos debemos en reciprocidad.
¿Alguien hubiera creído que podíamos sacar adelante un programa de proyección social, como el que tenemos, sin contar con apoyo externo? Pues, sí. Bastaron el apoyo afectivo, las ganas y, más que nada, la unión en la gestión. Ha sido una de las grandes satisfacciones derivadas de habernos juntado, de haberlo deseado y actuado en el momento oportuno.
Pero, no es sólo cosa de haberlo echado a andar. Es, también, como todo, cosa de recrearlo en el día a día, de sostener la mística y el amor que trasunta, de no olvidar lo que hay detrás de lo que ahora nos aparece graciosamente disponible.
Cada rincón de la institución palpita desde su historia, invitando a integrarse, a identificarse, a participar. Incita a crecer, a ponerle “nuestro toque”.
El reto innovador está con nosotros, siempre lo estuvo. Esperamos seguir liderando en el terreno de la psicoterapia. Comprobamos que, en muchos aspectos, teníamos una visión de avanzada respecto a las fórmulas clásicas de la técnica. La terapia se ha consolidado alrededor de una mayor atención al vínculo, a la relación interpersonal como herramienta efectiva. Los viejos mitos han ido declinando, enriqueciéndose con la investigación y el desarrollo de otras disciplinas, como las neurociencias.
La tarea fundacional subsiste, nos reta desde el día a día, nos invoca a ser los nuevos héroes, los nuevos paradigmas. En realidad, nada que signifique algo nuevo, simplemente es el reto de sostener la llama del amor, la mística de la renuncia en favor de los demás. Las formas pueden cambiar pero no el espíritu.
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