Pedro
Morales y Juan Paz Soldán
II Congreso de la Sociedad
Peruana de Psicoanálisis “El múltiple interés del psicoanálisis 77 años después”. Lima, 1991.
Publicado en el libro:
Lemlij, Moisés (compilador)… El múltiple interés del psicoanálisis – 77 años
después. Lima, Biblioteca Peruana de
Psicoanálisis, 1991.
Quisiéramos empezar
señalando que este trabajo es un intento de lectura, dentro de varias otras posibles,
de la compleja gama de fenómenos que se produjeron entre profesores y alumnos
de la Escuela del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima, centrado en el
problema de la identidad y que abarca el largo proceso de evolución que se ha
ido dando desde su fundación, hace cerca de 8 años.
Para los fines de nuestra
exposición, es necesario aclarar que tanto los fundadores como el cuerpo
docente, base de dicha escuela, son psicoanalistas. Que, si bien se han ido integrando profesores
de otras disciplinas y también graduados de las primeras promociones de la
escuela, dicha actividad es realizada aún por una mayoría de profesores
psicoanalistas.
La tesis que vamos a
desarrollar postula que en el encuentro docente se producen fenómenos de
idealización, con lo que el mayor riesgo es no lograr consolidar la identidad
como psicoterapeuta y esto tendría que ver en buena medida con la dificultad de
los analistas profesores para des-idealizar su propia identidad o su quehacer.
El deseo de profundizar el
tema surgió en el seno de las jornadas internas de la escuela del Centro de
Psicoterapia Psicoanalítica de Lima, realizadas en el mes de julio último. En éstas, se utilizó la modalidad del trabajo
en pequeños grupos. Uno de dichos grupos
era el de los profesores analistas, mientras que los restantes estaban
conformados por una mixtura de miembros de las diferentes promociones de la
escuela (alumnos y exalumnos). De los
temas abordados, fue cobrando preeminencia el de la identidad del
psicoterapeuta psicoanalíticamente orientado.
Todos tuvimos la sensación de que, paulatinamente, los psicoterapeutas
del grupo podrían sostener tanto la discriminación como las identificaciones
provenientes de la relación con sus mentores psicoanalistas. Estas posibilidades permitieron, inclusive,
resolver in situ el reto
descalificador de uno de los analistas presentes, quien, tomado por la
dinámica, explicitó puntos de vista que remitían la labor del psicoterapeuta a
un ejercicio bastardo del psicoanálisis.
La respuesta de los confrontados con esta imagen se limitó a un deslinde
del campo de acción, exento de ataques o expresiones que denotaran angustias
primarias o de desestructuración persecutoria.
Parecía que, por primera
vez, estábamos frente a la asunción de un lugar propio, de un real acercamiento
a la propia identidad como psicoterapeutas.
La verdad es que sentimos una gran satisfacción y una suerte de
alivio. Las vivencias llegaron a su
clímax cuando, en la reunión final, desde el fondo de la experiencia vivida y a
manera de un insight, alguien propuso
crear la Asociación de Psicoterapia Psicoanalítica. Ante esta convocatoria, algunos de los
analistas expresamos nuestro deseo de pertenecer a la misma, connotando así no
solamente el reconocimiento que ellos mismos estaban haciendo como tales sino,
también, permitiendo desde el fondo de nosotros la identificación con el
emergente logrado, que concitaba nuestra propia identidad como psicoterapeutas.
Valga decir que, hasta ese
entonces, no había sido lo más frecuente recoger expresiones de valoración por
su formación, por la pertenencia a la escuela o por la identidad como
psicoterapeutas. Más bien, teníamos
registrada algo así como una resistencia a reconocerse como tales, con
tendencias recurrentes a encontrar motivos para sostener que su práctica es el
psicoanálisis, colocándose, por tanto, en dificultades para decidir si son o no
son psicoanalistas.
En este sentido, encontraban
apoyatura en algunos psicoanalistas que expresaban su opción por la no
diferencia, basados tal vez en el sentido de la aplicación de la técnica.
Por el contrario, otros
psicoanalistas movilizaban en ellos una sensación de horror cuando señalaban no
sólo la diferencia sino que, como en el caso citado de la dinámica grupal de
las jornadas, abrían un abismo de diferencia, restando valor al quehacer del
psicoterapeuta, a quien veían como un psicoanalista a medias, en tanto
consideraban que se es o no se es psicoanalista y si no se es no sirve o es
pobre la resultante de su actividad.
Por cierto, desde propuestas
de este tipo, la identidad del psicoterapeuta psicoanalíticamente orientado es
poco apetecible si no es que resulta vergonzosa.
La historia de una lectura
descalificadora de la labor del psicoterapeuta y su técnica viene de muy
antiguo. Freud, en 1918, decía (1):
En
la aplicación popular de nuestros métodos, habremos de mezclar el oro puro del
análisis con el cobre de la sugestión directa… Cualquiera sea la estructura y
composición de esta psicoterapia para el pueblo, sus elementos más importantes
y eficaces continuarán siendo, desde luego, los tomados del psicoanálisis
propiamente dicho, riguroso y libre de toda tendencia.
Con esta idea coincidieron
otros autores, modificándose con el tiempo la actitud frente a la psicoterapia. Eso sí, prevalece hasta el presente la idea
de que solo el psicoanálisis es capaz de originar cambios profundos, es decir,
estructurales. Cabe anotar que, al
respecto, Wallerstein, en su artículo Psicoterapia
y Psicoanálisis (2), reivindica ampliamente las posibilidades de lograr
dichos cambios también desde la aplicación de técnicas propias de la
psicoterapia, lo que ocurre, por ejemplo, con la psicoterapia de apoyo.
Volviendo ahora sobre el
tema propuesto, el de las vicisitudes de la identidad del psicoterapeuta
psicoanalíticamente orientado, quisiera contar una pequeña anécdota,
proveniente de la supervisión a un egresado de la escuela. Me contaba que estaba mucho más suelto en el
trabajo con sus pacientes y que, en realidad, esto no era una novedad; que,
antes de entrar a la escuela tenía una actitud similar, más espontánea, pero
que, al recibir tantas indicaciones sobre la técnica psicoanalítica, se había
sentido inhibido. Lo mismo le pasaba en
la confrontación con compañeros que mostraban sus habilidades en el uso de
jerga psicoanalítica. Ellos le
originaban tal sentimiento de “no saber” que se la pasaba la mayor parte del
tiempo callado y sin preguntar.
Vemos, aquí, cómo las
exigencias ideales puestas en la formación promueven una sensación de parálisis
y una dificultad para acceder, en principio, al reconocimiento de las propias
capacidades y, en sucedáneo, al procesamiento de los elementos proyectados
del ideal.
Quiero remarcar que una de
las dificultades que se le presenta al psicoterapeuta en formación, para
procesar su identidad como tal, es la de la idealización de la identidad del
analista, de la técnica psicoanalítica o de su teoría.
Este problema no encuentra
solución cuando, teñido por las urgencias propias del Yo ideal, la relación con
el ideal del Yo no puede derivar en una saludable identificación a la par que
con un encuentro consistente con la propia identidad.
Para que este problema sea
resuelto, es menester que aquél sobre el que recae la proyección del ideal -por ejemplo, el padre- haya resuelto en sí mismo el problema. Esto lo ayudará a no colocarse en el lugar
del ideal que el otro busca encontrar en él.
Tendrá, igualmente, que estar a la altura de reconocer a su hijo como
real y no como el que quisiera ver.
Ciertamente, lo mismo vale para el psicoterapeuta o para el
psicoanalista. La manifestación más
frecuente de este tipo de dificultad en los terapeutas y analistas sería el uso
estereotipado de su propuesta técnica idealizada. Grados mayores de este
compromiso se darán en el interjuego de la relación
transferencial-contratransferencial en el proceso de la cura.
Si un analista tiene
idealizada su identidad o su técnica (o las dos cosas, lo que es lo mismo) y
tiene en tratamiento a un futuro psicoterapeuta, es posible que no le sea fácil
ayudarlo a resolver las contingencias de su identidad profesional. No se crea que estos problemas -el de la identidad y el de la elaboración de
las idealizaciones- ocurren solamente en
la relación con el psicoanalista. Lo
mismo ocurre, variables más o menos, en la relación con un psicoterapeuta
psicoanalíticamente orientado y su paciente, quien igualmente lo idealizará.
Estamos planteando que una
fuente de trabajo básico de la idealización se da en el proceso terapéutico
exigido en toda formación que se precie de seria. De este trabajo, eventualmente surge el deseo
de reorientar el camino de la búsqueda, dirigiéndose hacia la formación como
psicoanalista. Se entiende que -sea que se consolide como psicoterapeuta o
psicoanalista- si se ha elaborado
efectivamente el problema de la idealización, la resultante tendrá bases que
permitan una suficiente discriminación entre el “sí mismo” y su “ideal”, con lo
cual podrá relacionarse sin confundirse y sin fundirse con éste.
Otro terreno, central para
la resolución del problema de las idealizaciones y la asunción de la identidad,
es el de la relación profesor-alumno en el seno mismo de la escuela.
Es trascendental que los
analistas a cargo de la formación resuelvan paralela o previamente las
idealizaciones, tanto de su propia identidad como de todo su quehacer. De no hacerlo, ésta se le transmitirá al
futuro psicoterapeuta de distintas maneras.
La más abierta -hasta diría, más honesta- es la que pudimos observar en el emergente de
la dinámica grupal de las jornadas internas ya mencionadas, que consiste en la
descalificación de la actividad psicoterapéutica en tanto no es “el análisis”.
Otras formas, más riesgosas
tal vez, son las que se deslizan en la silueta o en el acto sintomático en el
proceso de enseñanza. Mirando retrospectivamente a la búsqueda de detalles de
este tipo, pudimos recordar que buena parte de los inicios de la formación en
la escuela habían tenido un marco singular.
Teníamos un manejo sumamente gratificador, propicio a las necesidades
idealizadoras de los alumnos. Tan
permisivos éramos, que el manejo era francamente un laissez faire, sin mayor exigencia en el cumplimiento de las
premisas de formación. Los profesores
éramos todos directores, que modificaban los acuerdos de trabajo sobre la sola
base de una solicitud del alumno y una
cierta dosis de magnánima inspiración.
Cualquiera podía instalar la ley ahí mismo, en el momento. Todos éramos ley; no había ley.
Por aquella época, la
totalidad de la formación de un psicoterapeuta tenía que ver con el
psicoanálisis, basándose en la lectura de la teoría y la técnica de Freud. Las clases eran dictadas por psicoanalistas,
las supervisiones dadas por psicoanalistas, los procesos personales de terapia
eran llevados por psicoanalistas, la escuela era dirigida por
psicoanalistas… ¿Esperábamos, acaso, que
los alumnos se dijeran “somos psicoterapeutas”?
No nos percatamos que esta identidad no tenía parangón en nuestro medio,
que recién se estaba echando a andar.
Estábamos tan inmersos en nosotros mismos que no reconocimos la necesidad de
una mayor diferenciación. Nosotros
mismos no planteábamos las bases necesarias para la diferenciación, pero la
exigíamos. ¡Qué paradoja!
Eso sí, muy temprano
comprendimos que debíamos resolver
montones de cosas entre nosotros y en ello nos ayudó justamente nuestra
experiencia anterior como psicoterapeutas, experiencia enriquecida, claro está,
con la formación en psicoanálisis. El
poder introducir cada vez más una lectura e interpretación de nuestra dinámica
grupal, primero a nivel de directivos y luego en forma más amplia con los
profesores que se fueron integrando,
favoreció el que se fueran atenuando los protagonismos carismáticos
idealizados… e idealizables. En cambio, fuimos reconociendo, cada vez más, nuestras
propias carencias, así como la necesidad de unir esfuerzos para resolverlas.
Al principio, la tendencia a
la condena ante nuestras propias trasgresiones, proveniente de la dificultad de
aceptarnos como no ideales, nos colocó en repetidas oportunidades al borde
mismo de la ruptura. Paulatinamente,
gracias al trabajo grupal, pudimos ir integrándonos mejor en función del aporte
de lo mejor de cada uno. Poco a poco, se
fueron perfilando las maneras de lograr los objetivos de desarrollo buscado; no
sólo en cuanto a formación; también, nos preocupaba encontrar y ampliar un
espacio de encuentro desde donde sostener nuestras posibilidades de pensar y
desarrollar nuestro quehacer creativamente.
Nos acostumbramos a leer, en el emergente grupal, el mensaje a resolver
que a todos nos tocaba. Múltiples
expresiones de solidaridad en lo personal cimentaron la confianza en la
posibilidad de comprensión y acogida cálida, aunque en medio de ello estuviera
alguna dura confrontación con la realidad.
La resultante, creo, es que no nos llegamos a manejar sin escisiones ni
repudios, propios de la idealización no resuelta.
Bueno, muchas más cosas
ocurrieron en el intento de hacernos menos ideales y más reales. No es casualidad, sin embargo, que fue el
contexto de trabajo grupal, que tanto nos ayudó en dicha gestión, el que haya
dado marco al inicio de una nueva etapa en la evolución de la identidad de los
psicoterapeutas de la escuela. En
aquella jornada, cada grupo buscó el encuentro de su historia develando tanto
sus mitos como las realidades, en la posibilidad amplia de cercanía y
discriminación simultáneas, pudiendo sostenerse en la mutua y múltiple mirada
sin confundirse, más bien identificándose, reconociéndose como semejantes más
no idénticos.
En conclusión, la superación
de las idealizaciones y, en particular, de la idealización del psicoanálisis y
la identidad del psicoanalista en el equipo de profesores, han contribuido
notablemente a que, en la escuela en mención, los psicoterapeutas
psicoanalíticamente orientados, que allí se forman, vean facilitado el
desarrollo de su propia identidad. En
dicha labor, ha sido de fundamental importancia el trabajo de los emergentes
dinámicos con la lectura propia de la dinámica de los grupos. No quisiera dejar de decir que ayudó mucho el
desarrollo de la amistad entre sus miembros.
Como factores que ayudaron a
que fuera posible contener los emergentes de idealización, resumo los
siguientes:
1.
El mantenimiento permanente de la observación
de la dinámica grupal, tanto en los profesores, en los alumnos, como en la
interrelación de los mismos.
2.
La derivación hacia la institución de los
elementos propios de la necesidad de prestigio por parte de los conductores de
la misma. Alternancia del protagonismo
personal, reforzado por la permanente rotación de profesores y cargos.
3.
Incorporación de nuevos profesores, no
necesariamente psicoanalistas, siendo algunos de ellos graduados de la escuela
y otros de diferentes orígenes, como del psicodrama, terapeutas de familia,
expertos en técnicas de relajación, gestaltistas, etc.
4.
Incorporación en el plan de estudios de temas
propios de la psicoterapia (psicoterapia breve, de la psicosis, de emergencia,
de grupo, etc.), además de las bases de la teoría psicoanalítica.
5.
Mayor definición en la dirección de la
institución como una función antes que como consecuencia del manejo del
poder. Incorporación a las funciones
directivas de graduados de la escuela.
6.
Una definición orgánica más efectiva de las
estructuras de la escuela, con un mejor basamento administrativo y con un
celoso seguimiento y asesoría en la evolución del alumno; es decir, un mejor
aporte para un setting formativo, con
mayores bases de realidad.
7.
Promoción de la actitud reparativa antes que
de la condena ante situaciones de error u omisiones. La confianza, sustentada en la búsqueda del
sentido común tanto como de la lectura psicoanalítica de los fenómenos
emergentes. Es decir, la transmisión del
espíritu además de la letra impartida.
8.
Como consecuencia de lo anterior,
constitución de una ley respetada por todos, profesores y alumnos. Una conducción directriz significativa tan
sólo desde sus posibilidades de representación y sostén de dicha ley.
9.
La búsqueda constante de la participación de
los alumnos en actividades propias de la institución, lo que supone el
reconocimiento tanto de sus posibilidades como de las necesidades de sostén y
ayuda de la misma. Se resta, así, peso a
la lectura omnipotente-dependiente en la relación escuela-alumno.
10. El reconocimiento
administrativo de las dificultades propias del país, dentro de criterios
realistas de sostén-apoyatura en el esfuerzo por resolverlas.
11. Incorporación
en el curso introductorio de reuniones de dinámica grupal, con un trabajo
dirigido al mejor conocimiento de la estructura y finalidad de la escuela. Decantación, en lo posible, de las
distorsiones propias de las fantasías al respecto.
12. Reuniones
periódicas de tutoría y evaluación semestral con un tutor en las diversas
promociones (cada promoción tiene un tutor).
13. Jornadas
anuales de los profesores para revisar la estructura de los cursos y la marcha
de la institución, además de reuniones mensuales con el mismo fin.
14. Por último, cualquier dificultad, en cualquier nivel, es una dificultad de todos los miembros, sea para supervisar, contener o ayudar en cualquier sentido y se trate de quien se trate.
Bibliografía
1)
Freud, Sigmund… Nuevos caminos de la terapia
psicoanalítica. En: Obras Completas,
Tomo XVII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979.
2)
Wallerstein, Robert … Psicoterapia y
psicoanálisis. En: Libro anual de psicoanálisis. Lima, Ediciones Psicoanalíticas, 1989.
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