Buscando alguna idea interesante que desarrollar respecto a la propuesta de la mesa, se me presentó, en primera instancia, el viejo problema de “escribir para...” un Congreso, más aún, para un “Congreso Internacional”, todo lo cual siempre me ha puesto muy ansioso y esta vez parece que no será una excepción.
Ya sabemos, por nuestros estudios del psicoanálisis, que esto tiene un origen en la infancia. Pues bien, siendo yo muy pequeño, mi madre me llevó a un concurso de disfraces convertido en un gracioso “Pinocho”. Me había embarcado en la aventura. Luego de ensayar en casa algunas de las morisquetas, que me iban enseñando mi hermana y mi madre, yo estaba encantado con la idea.
Debí pensar que era lo más fácil del mundo ser el ganador del concurso, pero ya en las circunstancias, en medio del gentío, la bulla, el movimiento y las tensiones de mis “managers”, que no me dejaban de repetir lo que tenía que hacer o decir, terminé por ponerme nervioso. Asustado y a punto de llorar, con las justas hice acto de presencia y, en medio de la más espantosa parálisis gestual, frustré todas las expectativas de ser todo lo gracioso que se suponía que podía ser. Obtuve un juguete como premio consuelo, no sé si por el disfraz o por el valor de subir al escenario. El hecho es que ahí nomás lo perdí, lo dejé olvidado, como hubiera querido perder el registro de aquel ingrato recuerdo.
Desde entonces, no he dejado de subir a escenarios, pese a que aún no logro enterarme del todo si lo hago para ganarme un premio por el disfraz o si es que todavía me tengo que demostrar que tengo el valor para hacerlo.
Si no fue ese el origen traumático de mis tribulaciones de toda la vida, por lo menos fue la primera vez de la que tengo memoria. El problema actual parece ser que aún no puedo diferenciar el objetivo infantil de darle gusto a mi madre del de ubicarme en el lugar de adulto, “profesional serio” –cosa que para nada me gusta- correspondiendo a las expectativas de los colegas y a las exigencias propias del status. Entonces, nuevamente, algo se rebela en mí y me veo en dificultades para encontrar la espontaneidad creativa.
Muchas veces he escrito para aplacar estas ansiedades, tratando de ser algo que no soy: “un erudito lector” informado de todo cuanto hay que saber sobre estos temas. Es entonces cuando tiemblo, luego de haber revisado cuanto libro he podido, sintiendo ante mí al tribunal que me va a condenar por lo que no sé, ante cientos de fiscales que descubrirán mi falsía y me sentiré nuevamente en el más espantoso ridículo.
En otras ocasiones, he escrito como he querido, pero, a la hora de exponer, siento que estoy al borde de la quiebra, con la boca seca por la tensión y apenas si me alcanzan las fuerzas para leer la apelación por mi inocencia. Por supuesto, nunca estoy del todo satisfecho, nunca siento plenamente que ése que está allí soy yo. Por lo menos no de la manera en que puedo ser, no de la manera en que lo quiero hacer.
Hace ya algunos años que me consuela el saber que la fobia a exponer en público es la más frecuente dentro de las fobias y, por otro lado, cada vez que voy ampliando las posibilidades de intimar con mis colegas me voy dando cuenta que lo que me pasa no es para nada una excepción, que los demás simplemente lo manejan mejor.... o se toman alguna pastilla a tiempo.
Leyendo las reflexiones de Alice Miller en su obra “El Drama del Niño Dotado”, recogí la idea de que la mayoría de nosotros, los “psi”, somos personas con dotes excepcionales para la percepción del mundo interno del otro. Por cierto, en los comienzos, para la percepción de los afectos y defectos de nuestra madre. Esto daría lugar a que, muy temprano, tengamos que lidiar con percepciones difíciles de procesar, que en muchos casos derivan en organizaciones adaptativas, con un falso self al servicio de las necesidades de la madre, cosa que adquiere proporciones de gravedad en relación directa a las fallas o carencias de la misma (de la madre).
La tarea más difícil parece ser organizarnos desde esta posición sensible, con posibilidades de lograr sostener la alteridad en libertad y sana dependencia, con una confianza lograda alrededor de nuestra creatividad, donde haya lugar para una intimidad paradojal, que no atrape ni obligue, donde el logro de una existencia transicional no ate en las necesidades adictivas de la negación de la ausencia o del sentimiento omnipotente de sentirse el salvador indispensable.
Soy, entonces, creo, uno de esos seres sensibles, de los que nos habla Alice Miller, retejiendo su piel, desde el encuentro sincero consigo mismo, en compañía de quienes, como ustedes, pueden sostener la delicada trama del ser, desde sus propias experiencias, en este complejo campo del quehacer psicoanalítico.
El artículo de Winnicott, que da nombre a esta mesa, es una conferencia dada en un encuentro con maestros de escuela y en éste noto preocupaciones similares en el autor, por ubicarse de manera transparente ante su auditorio. Se apoya, para ello, en su creatividad e integración (integridad, diría yo) personal. “Decididamente, mi trabajo es ser yo mismo...” nos dice.
Y no era precisamente porque ser él mismo le costara trabajo. Este ser, lúdico por excelencia, empieza con un juego de palabras ampliamente sugerente: relaciona “SUM”, “soy” en latín con “SUM” “suma” en inglés. En tanto somos una suma, el autor se pregunta cómo mostrar una fracción de aquélla, sin dejar de considerar incluidos los múltiples y complejos elementos que constituyen su ser.
Algo similar me ocurre al plantear el tema de hoy para compartirlo con ustedes, que ya conocen de la teoría de la organización del “yo soy”. Quisiera abordarlo desde la observación de nosotros mismos, sumando experiencias, desde esa resultante que hemos logrado y que nos sostiene en el intento de ayudar a otros a encontrar su sí mismo.
En mi caso, y en asociación libre: soy médico, psicoanalista, soy varón, soy limeño, soy padre, soy....tantas cosas soy... A esto se le suma todo aquello que fui y que “ya no soy”, pero que “soy”, que forma parte de mí (como dice el tango: “..la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser..”): niño, estudiante, joven, adolescente, jugador de billar, bailarín... Múltiples rostros de mí mismo y gestos sensibles encontrados en la casualidad de circunstancias vividas con intensidad: tristeza, alegría, enojo, seriedad, amor, etc.
La gran interrogante en cada “supuesto ser” es si lo creé yo mismo o fue algo que cumplí para otro u otros. Sabemos que nuestros padres y las presiones sociales aportan lo suyo, a veces tanto que uno ni se percata.
Un extraño en el espejo me interroga cada mañana sobre quién soy; con una inexorable sonrisa me saluda y me devuelve la confianza de contar con su reconocimiento, renovando la posibilidad de ser en un nuevo día, a distancia de mis insomnios e infortunios, con la confianza plena de poder remontar los baches de la vida hasta reencontrar la continuidad que siempre mantiene su promesa de algún sueño creativo para el final de la jornada.
Consciente también de que ése que “yo soy” es irreal, la expresión es válida tan sólo como una fórmula definitoria, en un presente fugaz, en tanto la realidad es permanentemente cambiante y hasta sorprendente en sus variables. Desde esta postura de irrealidad compartida, sostengo la ilusión de que somos, de que podemos ser. Cada uno en su resonancia ante lo que hoy expongo, invitando a la intimidad, apoyándome en la disposición que traen, para una experiencia de ser y saber en simultáneo; razón en la que encuentro el estímulo suficiente como para sentarme a escribir algo sobre lo que soy o, más bien, sobre lo que creo ser.
Quisiera ahora referirme a la dificultad de ser en el contexto de nuestra existencia actual, como seres humanos insertos en una sociedad de consumo, en medio de un fenómeno adicional de globalización, que nos entusiasma tanto como nos espanta. Quisiera referirme también al problema de sostener la identidad como psicoanalista o psicoterapeuta psicoanalítico en los tiempos que nos toca vivir.
Respecto a lo primero, reflexionaba sobre cómo, en muy poco tiempo, hemos evolucionado del “enfrentar el papel en blanco” a “sentarnos frente a la pantalla en blanco” a la hora de escribir nuestras ideas. Antes, era realmente laborioso para mí el hacer borradores, corregirlos y luego reescribirlos. Un poco de esfuerzo de aprendizaje me instaló en esta maravilla que es la procesadora de textos y ya casi me he olvidado de la máquina de escribir, aunque por allí todavía la guardo, para emergencias, como a un buen objeto transicional.
Realmente, creo que la tarea se me ha hecho mucho más fácil desde entonces. Además, “chateo” con mis hijos que viven en el extranjero... ¡es realmente fantástico!. Pero, cuando veo un poco más allá, encuentro los tentáculos monopólicos de quienes producen la tecnología y su ambición desenfrenada por el poder y la riqueza, desplegando todo el ingenio para que el usuario tienda a “pegarse”, a depender de la pantalla mágica.
Un comercial de mi país, que seguramente lo pasan aquí también, muestra a un sujeto mirando fascinado la pantalla mientras la vida transcurre a su lado. Su mujer dejó de tener importancia, se la ve rondándolo, dejándole mensajes en papelitos que él ni siquiera mira. Tampoco registra el que su mujer está saliendo sola de noche. El sigue pegado a su pantalla. Quien produce el comercial deja la idea de la total normalidad del enganche virtual adictivo por sobre el vínculo real. El ejemplo, junto con muchísimas cosas de nuestra sociedad actual, nos debe poner en alerta respecto a nuestro sentido del “ser en la vida”, con los mensajes que recibimos pasivamente, al igual que nuestros hijos. Estamos en riesgo de terminar absorbidos por un sistema que tiende a desconsiderar las necesidades propias de la intimidad humana.
Esta promoción “marketera” cobra realidad dramática en un paciente que me viene a visitar hace muy poco; su mujer decidió plantarlo sin que él entienda por qué. Ocurre que le había pasado exactamente eso: se quedaba pegado al aparato mágico hasta la madrugada y “se olvidó” de su mujer, hasta que ella le planteó el divorcio. No es que le echemos la culpa al aparato, sería lo más absurdo. Es más bien que pareciera que preferimos el fetiche omnipotente a la realidad transicional.
La organización del ser omnipotente plantea un “yo soy” absolutamente subjetivo, sin posibilidades de alteridad ni juicio crítico, destinado al fracaso relacional. La “pantalla” podría ser fácilmente reemplazada por nuestros libros, el auto último modelo, el gimnasio, nuestro cuerpo “perfecto”; en fin, tantas cosas que se nos venden como símbolos de poder y que nos convierten en “objetos subjetivados”, “objetos de mercado”. Es el “yo soy” en tanto “tengo” o “represento”. Una negación de la carencia, un vacío de integración que no permite registrar la necesidad de un “otro”.
Abordar el tema “soy psicoanalista”, en nuestros tiempos, me recuerda el ejemplo de Winnicott respecto a la persona que adquiere un desarrollo brillante de sus talentos para las matemáticas, pero que no puede resolver problemas simples en la suma de monedas.
La cantidad de problemas observables en nuestros hijos y matrimonios da cuenta de ello. Creo, además, que las instituciones tutelares del psicoanálisis han favorecido, durante más de un siglo, el desarrollo hipertrófico del polo teórico, en desmedro del objetivo terapéutico, el que no encontró similares posibilidades de renovación creativa. Sostener la identidad al interior de las instituciones psicoanalíticas supone una suerte de compromiso de sujeción, en el que permanentemente está en riesgo la pérdida de la identidad para quienes no cumplan con los lineamientos designados de manera dogmática y, a veces, hasta fundamentalista.
La frase “eso no es psicoanálisis”, lleva implícita una descalificación interdictora, lamentablemente frecuente ante los gestos espontáneos de los terapeutas analíticos, quienes caen en una inhibición culposa de la que después les toma años desprenderse, si es que logran hacerlo. En el mejor (¿?) de los casos, otros optan por mostrar lo que es tolerado por la institución, mientras que, a escondidas, se permiten los “desvaríos” que sólo se pueden contar a los muy íntimos, quienes, a su vez, comentan acerca de sus propios “pecados”.
Es así que numerosas instituciones de psicoterapia psicoanalítica son creadas –entre otras razones- para poder contar con un clima de mayor apertura a la espontaneidad creativa. Es allí donde suele recobrarse el equilibrio, entre teoría y técnica, a favor de nuestro personaje central: el paciente y la vida.
En mi experiencia, los eventos fuera de la “oficialidad”, como son los de los institutos de psicoterapia psicoanalítica y como también considero a estos eventos, amparados en la herencia winnicottiana, permiten a las personas ser más espontáneas y tolerantes con las variables de la técnica, la que, en todo caso, no aparece tan escindida de la teoría. Aún así, existe un remanente de idealización del psicoanálisis, por procesar, en favor del fortalecimiento de la afirmación: “soy psicoanalista”.
Ese ser que somos hoy, no será el mismo de mañana. No deja uno de cambiar mientras viva una existencia plena. Porque, existir es recrear permanentemente el ser transitorio que somos, hasta biológicamente hablando. Esto vale para nuestras propuestas teóricas y técnicas.
Es esa posibilidad “transformacional” que nos habita, de la que nos habla Bollas, la que puede enriquecer nuestro sustento de identidad profesional, integrando las variables que provengan de nuestro ejercicio terapéutico de cada día, compartiendo sin temores la cercanía del amor y la mística del trabajo en conjunto.
Como estoy escribiendo “para...”, seguramente es también “para” una afirmación de mi “yo soy”, “para” el reconocimiento de mis colegas... Pero, desde donde me he colocado, asoman aún dos componentes de mi identidad, de ese oscuro ser que soy, que a veces sufro, pero que las más de las veces gozo: uno es el “homo sapiens”, el otro es el “homo ludens”... (a los otros “homos” los dejamos para otra ocasión). Muchas veces en pugna, el “sapiens” suele ser más bien serio, severo, exigente, estudioso, solemne; muchas veces se siente indispensable, con lo que surge una versión de sí mismo como “comprometido”. El “ludens” más bien aparece como relajado, confiado, bromista, irreverente, con una disposición a la intimidad en la que basa otro sentido del compromiso: en libertad y sin ataduras.
El “SUM” se me antojó “ZOOM” y me gustó la idea: un lente capaz de acomodar la distancia del objeto, a las dimensiones apropiadas, para una mejor captación. Es el caso que, para poder hablar del “yo soy”, necesitamos una múltiple acomodación en el tiempo, en el espacio, en el dentro y en el afuera, en el registro subjetivo, intersubjetivo y trans-subjetivo de ese objeto “yo”, al que pretendemos darle el status representativo de ser. Es necesario, indispensable, que ese “yo” sea capaz de reconocerse en aquello que asume como sus características.
Una integración psicosomática requiere haberse logrado previamente. La capacidad de síntesis, de auto observación y de relaciones de objeto soportará así la discriminación necesaria de la apreciación, siempre subjetiva. El escenario para la organización de esta apreciación de sí mismo es el espacio potencial que es donde puede funcionar con amplitud nuestro “zoom”.
Este esfuerzo de cohesión personal es requerido, cada tanto, para reencontrar las fuentes de la creatividad personal y el espacio para la imaginación. Poder crear el objeto allí donde éste surge, poder transitar por las vertientes de la subjetividad, alimentando el sentido del vivir creativo y no alejándonos de éste, parece ser un reto mayor en esta sociedad tan prescindente.
La máquina nos da la sensación de un poder casi absoluto del acceso al saber, pero no tiene la fuerza del desarrollo por experiencia, ni la sabiduría humana, que es fuente de la empatía, sostén -a su vez- del reconocimiento del otro, del encuentro en la alteridad.
“Yo soy”, entonces, es el registro elemental del sí mismo. Aquello que marca el paso de la relación puramente subjetiva hacia el encuentro con el otro, en este caso, consigo mismo.
En este primer paso, acaso ocupe un lugar central el vínculo con el cuerpo, con la dimensión corporal de uno mismo, aquello que Winnicott ubica en el proceso de personalización, quizás previo a la presentación del objeto. “Yo soy” tiene relación con la incorporación de la noción de mío, “mío, de mí”, a trasmano del antecedente del grato “mío, de mamá”.
Toda esta fenomenología tiene una evolución, desde la percepción puramente subjetiva hasta la instalación de la relación con carácter transicional, en donde, a más de una diferenciación más clara de la relación con el objeto, tenemos como resultante la posibilidad de separarnos de éste, de cambiarlo por otro, de “aburrirnos” de éste. Es el caso del vínculo consigo mismo, en el proceso del “soy”.
El “yo soy” entrampado en la subjetividad primitiva, nos mostrará las huellas y características de un falso self. Acaso divertido, acaso indigesto, una autoafirmación con necesidades omnipotentes, que no deja espacio para la alteridad. No hay allí otro que le pueda cuestionar la afirmación. Ese “yo soy” ES. La organización, así instalada, puede adquirir la característica de un ser reconocible. Esto sucede cuando el “yo soy” se basa en representar lo que el otro espera que uno sea.
Concluyo aquí estas reflexiones. Mi viñeta personal, la de mi “Pinocho” de la infancia, la de la representación para mamá, acaso encuentre en ésta la oportunidad de ser de carne y hueso y me pueda sentir verdadero en el encuentro con ustedes. Les agradezco la atención.
Bibliografía
Bollas, Christopher... La sombra del objeto. Psicoanálisis de lo sabido no pensado. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1991.
Miller, Alice... El Drama del Niño Dotado. En busca del verdadero yo. Barcelona, Tusquets, 1991.
Morales, Pedro... El cuerpo como objeto transicional. En “Winnicott polémico y Actual”. Buenos Aires, Noviembre de 1999
Morales, Pedro... Del espacio potencial al espacio potenciado. Trabajo presentado en el lX Congreso del CPPL. Lima, Setiembre del 2001
Morales, Pedro... Paz Soldán, Juan... Vicisitudes en la consolidación de una identidad en psicoterapia psicoanalítica. 2do. Congreso Peruano de Psicoanálisis. Lima, octubre de 1990.
Winnicott, Donald... El hogar, nuestro punto de partida. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1996.
Winnicott, Donald... Realidad y juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.
1 comentario:
1 comentarios:
Roxana dijo...
El artículo que escribiste me encantó,la ingenuidad de Pinocho,me pareció super cálida la llegada a ser expositor.Me encantó tu referencia a Alice ,no lo conocía me pareció gracioso todo el trabajo que hacemos con nuestras madres para hacernos psi.
y si deja para reflexionar en que somos si personas con muchas teorías y lecturas,cuanto nos deja eso a la plasticidad de la creatividad y a salirnos de roles de conocedores para ser nosotros mismos dejando el bisturí en la sala de operaciones y simplemente ser....
Hay tantos comentarios que quisiera hacer porque es extenso tu blog...con muchas ideas
felicitaciones
15 de abril de 2008 19:31
Publicar un comentario