Hacia un psicoanálisis latinoamericano
"Abuso, dolor, denuncia. Clínica ante la indignación"
Mayo de 2013
El dolor es una alarma programada biológicamente que nos
alerta del peligro de un daño físico inminente, lo que moviliza mecanismos
reflejos neurofisiológicos y psíquicos de protección homeostática. Si bien
tiene un origen genético y una organización neural particular, está
inmanentemente ligado, en su regulación sensible y emocional, a las
circunstancias propias del apego temprano.
La expresión del dolor tiene formas emocionales y
corporales definidas que invocan respuestas de ayuda, protección y consuelo, a
la vez que acciones para resolver la causa del dolor. Como toda la existencia humana, la vivencia de
dolor se irá tiñendo de la experiencia que se desarrolle en la interacción con
el entorno, en principio con la madre.
La respuesta oportuna y calmante de los primeros tiempos
es registrada en la memoria implícita, con el signo de la esperanza resolutiva,
haciendo más tolerable el dolor y la conducción de su solución reparativa.
Por el contrario, si la exposición a situaciones de dolor
ha sido muy intensa y, más aún, si no se ha contado con respuestas adecuadas
del entorno (sintónicas y sincrónicas), la huella mnémica que se origina
predispone a una lectura catastrófica del dolor, en particular en lo que atañe
al sentimiento de impotencia y desesperanza. La experiencia de dolor deviene en
traumática y tiene consecuencias desequilibrantes en relación a la organización
de la estructura psíquica del sujeto. Se producen contaminaciones de dolor con
rabia, confusión del sentido de la solución, con un viraje del natural pedido
de ayuda hacia una reacción agresiva y hostil respecto al objeto que es sentido
como ausente, abandonador o no protector (o, incluso, sádico desde una lectura
Kleiniana).
En otros casos se produce una organización defensiva que
erotiza el dolor o la agresión concomitante.
En las instancias tempranas de la evolución del yo
(Self), no hay mayor diferenciación entre cuerpo y mente, entre dolor físico y
dolor mental, por lo que hay correlatos asociativos, por ejemplo entre dolor y desamparo,
conexión que predispone a una lectura dolorosa de futuros abandonos o desengaños
que reactivan la huella de aquella
impronta de dolor.
Se establece una condición traumática que se reactiva en
las futuras circunstancias de abandono, pérdida o desengaño. Ése es el dolor
que atrapa, el dolor del entrampamiento melancólico, producto de un entorno carente
de resonancia empática, en momentos en que el amparo es indispensable, en que
es imprescindible la experiencia de ser calmado, de ser acompañado en el dolor
y aliviado en el sufrimiento.
Detrás de cada vivencia de dolor hay una historia que se asoma
buscando quizás desasirse de ocultas ligaduras que, desde las sombras del
inconsciente, nos envían aún el mensaje pendiente de comprensión resolutiva.
El gran problema para abordar terapéuticamente el dolor
que atrapa es la inmensa desconfianza que lo acompaña, la tremenda dificultad en
declinar la defensa a favor de la esperanza. Los afectos están confundidos y
sin regulación, por lo que se aferran al síntoma ante el riesgo siempre
inminente de un derrumbe aún peor.
El dolor que libera cuenta una historia diferente, la
historia de alguien que una o muchas veces se liberó o, mejor dicho, fue
liberado del dolor, lo que lo predispuso a entender el dolor como ubicado en un
tiempo, como algo que pasa, algo que a futuro se puede no tener. En este caso, más bien, se trata de
encontrarle el sentido al dolor: a veces puede ser el cuerpo que habla y es
escuchado, otras veces es el alma que clama por tener un poco de atención.
El dolor que atrapa funciona a la manera de la
melancolía. Al no encontrar la respuesta de amparo requerido, opta por la
identificación con el objeto faltante–ausente, sosteniendo la ausencia desde una
identificación rabiosa que, más bien, se solaza en mantener el dolor, generando
una presencia dolorosa que trata de negar la ausencia.
A la manera de lo que Freud señalara para la angustia,
existiría un logro en el desarrollo del yo que hace posible utilizar el dolor
como señal. La ausencia de este logro condena a una ineficacia en el trámite
del dolor y al uso rígido de defensas que involucran formas primitivas
destinadas a la negación, la escisión, la somatización y alteraciones psíquicas
y fisiológicas que enraizarán en los linderos de la melancolía y la patología
psicosomática.
Una viñeta:
Luego de un prolongado viaje a su tierra, Beatriz, entre
otras varias cosas, me comenta lo siguiente:
“Me ha vuelto ese dolor en los
pies, ese dolor que te atrapa… Son los dolores que tiene mi mamá. Ya los había
empezado a sentir allá, antes de venirme… Ahora sentí por primera vez las cosas
como más reales, desmitificando una serie de cosas… a mis viejos los vi como
siempre, simplemente que más viejos, pero como que nadie se daba cuenta que
estaban más viejos…”
Lo interesante del relato es que aparece un par de días
después que había enunciado el título de este trabajo, el cual tenía pensado
desarrollar desde la experiencia con otros pacientes, que tienen en común el cortarse el
cuerpo para provocar el dolor.
No es infrecuente que esta paciente me hable de cosas
relacionadas a temas o circunstancias por las que voy pensando o sintiendo (o
viceversa). En este caso, suma a la lectura de contenido el que al final de la
sesión (que era la primera luego de un viaje de un mes a su país de origen)
cuando le digo que la he sentido intentando conectarse, pero con bastante
dificultad para lograrlo, me responde confundida: “me quieres decir que ya no
quieres que venga...?” (Apenas aterrizando me había llamado para ver si la
atendía y no tuve horario disponible… Además, había ocupado su hora habitual, a
la espera de su retorno, por lo que tuvimos la sesión en otro horario).
A lo largo del año de terapia en que la vengo atendiendo,
la aquejaron dolores recurrentes en diferentes partes del cuerpo, en particular
en las articulaciones, y había mejorado notoriamente, en paralelo a una mayor
cercanía y estabilidad en su relación de pareja, previamente marcada por el
control y maltrato al marido, con muestras de gran ambivalencia y confusión (comportamiento
en el que ella reconocía rasgos de su padre).
Veíamos con frecuencia cómo se solía sentir invadida por
las emociones de sus padres -ambos ambivalentes y confusos, especialmente el
padre- de los que lograba mantener una precaria distancia autoafirmativa bajo
la forma de expresiones rebeldes o de viajar a países lejanos en los que
lograba un relativo éxito de sobrevivencia creativa.
El desencadenante de su último año de dolores y
retracción social tenía relación temporal con el establecimiento del compromiso
afectivo con su actual pareja, a quien acompaña en su retorno migratorio a su
país de origen (el de él).
Su aspecto, modales y voz son los de una niña, Tiene un
cerquillo hasta las cejas y el pelo, de color cobre intenso, recogido en “cola
de caballo”. Al principio asistía a las
sesiones totalmente despeinada y desarreglada, al punto de dar la impresión de
haberse venido en pijama.
Cuando la veo por primera vez, se muestra ávida de
contención, trae un cortejo sintomático donde resalta un retraimiento social
con tendencia a adormilarse, levantarse tarde y fatigarse muy rápido, todo lo
cual motivó una ínter consulta a endocrinología. Le detectan un hipotiroidismo
que sintomáticamente no cede con el tratamiento. También, se le prescribe
Sertralina, con lo que se consigue alguna atenuación de sus manifestaciones de
ansiedad.
Es notorio que, desde la primera entrevista, encuentro
una gran facilidad para conectarme con ella, para sentirla, lo que me hace
fácil hablarle de lo que ella siente y no puede expresar si no es desde el síntoma.
Su abatimiento, su sensación de impotencia, la gran irritabilidad e impaciencia
que en particular volcaba sobre su marido o su suegra, fueron poco a poco
dejando espacio a una comprensión, que no necesariamente se reflejaba en la
disminución de los síntomas.
Las sesiones eran intensas y de gran cercanía afectiva. Acompañarla
en su dolor sin impacientarse ha sido tarea de casi un año, antes de verla dar
un giro en su disposición social y en la disminución de los síntomas. Los
dolores físicos casi desaparecieron. Llama, entonces, la atención la
reactivación de los mismos luego del reencuentro con sus padres.
Esta vez, sin embargo, pareciera más el capítulo de una
mayor reorientación de sus valencias afectivas. Se siente reafirmada en el vínculo con su
pareja, a la par que sus padres pueden ocupar un lugar en sus propios y
respectivos espacios, mientras ella enfrenta el dolor de la separación
definitiva.
Un tema que podemos inferir de sus expresiones de vida y,
más aún, de ese final de sesión, es su inmenso temor al rechazo y a la pérdida.
Las formas regresivas en las que ha estado atrapada y que la mostraban
literalmente como una niña de cuarenta años, muestran la estrecha relación con
temores de desamparo y profundas necesidades afectivas.
La dificultad en el restablecimiento de la comunicación emocional
en nuestro reencuentro muestra cómo, al reactivarse las huellas de la relación
con sus objetos primitivos, se atenúa la huella de los nuestros; de allí,
además, la distorsión de su entendimiento en el sentido de creer que le estoy
diciendo que no la quiero ver más.
Su madre, al despedirse, le entregó un informe
psicológico de cuando era adolescente (ella no sabía si era de cuando era niña o
de más grande). Me pregunta si se puede entender que, con este gesto, su madre
se estaba despidiendo para siempre, ya que el sobre del informe incluía una foto
de ella que mamá tenía colgada en un cuadro, en un lugar de la sala.
Como quiera que esta vez viene vestida como una mujer adulta
común y corriente y que, además, me dice que ahora sí siente que está enamorada
de su marido, le digo que quizás es ella la que siente que ésta es una
despedida… aún difícil, que duele… en los pies, en ese lugar sintomático que
comparte con la mamá (que es muy poco expresiva).
Como muestra de una posición diferente en su relación
objetal, vemos que en este viaje se las ha ingeniado para tener un espacio
aparte con su marido. Reserva un hotel cercano a lugares significativos de su
infancia – adolescencia, (ella estaba alojada con la familia), porque quiso
tener un encuentro íntimo con su cónyugue. Sin embargo, trata de que no se interfiera el encuentro con la familia,
de quienes recoge elogios para él, los que incluyen expresiones de gratitud por
haberla ayudado en este último año.
Como quiera que sentía que algo no había terminado de
conectarse, al final de la hora le doy un abrazo mientras le digo: “Bienvenida
al barrio…todo va a estar bien….” Se
separa, me paga y luego ella me da un sentido abrazo en silencio… “Nos vemos el
Jueves”, me dice, mientras se va.
Me parece que está claro aquello del dolor que atrapa. A las identificaciones sintomáticas físicas
con la madre, se suman una serie de detalles de su forma de hablar -a veces
pachotesca, vulgar y apabullante- que muestran diferentes vertientes de sostén
de identificaciones, también, con el padre. Ambos, padre y madre, fueron
personajes inciertos e inasibles, caóticos y contradictorios, siendo el padre
especialmente crítico de cualquier cosa, mostrando una negatividad
estereotipada…”Todo tiene un pero
para él”.
El dolor atrapa la totalidad de su existencia, a la
manera de una melancolía de la que logra tomar distancia por períodos más o
menos largos en los que, desde un funcionamiento disociado, se separa
físicamente de la familia. A distancia, pone recursos adaptativos en función y
es capaz de salir adelante en la difícil tarea de auto sostenerse, hasta que
colapsa por el gran esfuerzo que supone mantenerse en esta posición.
La ayuda mucho su creatividad en el diseño de vestidos. Tiene
un estilo peculiar –digamos, “hippie”- que pega en un público femenino que lo
consume, logrando así un significativo éxito económico. Su relación con su
público se hace fluida desde formas superficiales relacionadas con la moda y el
consumo.
La relación de pareja se instala de manera peculiar. Ella
siente que acoge a un pequeño varón, necesitado de amparo. Lo dirige y
estimula. Sin embargo, es él quien termina siendo el que se hace cargo de ella
en la misma función, contribuyendo, sin saberlo, a que se instale en una profunda
regresión, llena de síntomas y dolor físico, en la que más que el erotismo,
prevalece un apego totalmente dependiente – ambivalente (mutuo). Se convierten
en una suerte de huerfanitos que se acompañan en el desamparo.
Durante todo un año, se produce una prueba de tolerancia
en la que ella constantemente lo ataca con duras críticas que él sobrelleva con
estoicismo y cierta resignación pero que, al poco tiempo, trata de resolver
mediante la búsqueda de apoyo terapéutico para ella, el cual por entonces me
solicitan.
Sus sesiones transcurren en un clima de necesidad evacuativa
permanente a la que se suma un esfuerzo de control racional especulativo en el que
desmenuza cada detalle de su vida y de la de los demás. Forma ésta con la que
mantiene a distancia sus ocultos temores a una mayor cercanía.
Trae una queja constante, un hartazgo de su situación y de
sí misma, expresión del mantenimiento de su particular encuentro-desencuentro
con sus precarios objetos internalizados-no diferenciados.
En medio de todo este escenario, no deja de haber un halo
de ilusión, tonos y formas que invitan a una cercanía que no cala en su
interior, que no logra internalizar.
A partir de ello, podemos ayudarla a poner un orden
momentáneo en sus pensamientos y emociones, en particular en lo que se refiere
a su frecuente distorsión de la realidad, producto de la desproporcionada
lectura negativa de las intenciones de los demás hacia ella, en particular, las
relacionadas con intentos de ayudarla o alentarla (detalle en el que su suegra
pareciera verdaderamente exagerar).
Hay un desencuentro con su cuerpo y su arreglo femenino.
Trata de que su busto, bastante prominente, pase desapercibido, medio
aplastado, en particular por sentirse negativamente reactiva ante los piropos de
los varones.
Tiene un bonito rostro y resulta llamativa desde el color
de su cabello, que tiende a arrancarse compulsivamente en la parte superior,
hacia la coronilla, causándose dolor.
Desde el inicio, siento una gran conexión con ella, me es
sumamente fácil leerla en sus emociones y tonalidades. Desde una posición de
niña pequeña, deposita toda su ilusión en la relación conmigo, detalle de una
franja histérica que, si bien disociada, me hace vislumbrar posibilidades
alentadoras para el pronóstico del tratamiento.
El dolor que libera empieza a aparecer, muy a la manera
de una elaboración de duelo. Se superpone por momentos con el dolor físico,
pero tiene más bien matices de tristeza al entender que sus padres son
personajes con carencias personales que hacen inútil la espera de que alguna
vez respondan a sus reclamos de afecto y reconocimiento.
Puede remontar ocultas idealizaciones puestas en la
expectativa de un retorno al entorno infantil idealizado. Se encuentra con
estereotipias insustanciales de encuentros que tienen más de corriente y normal
que de ideal fantástico o paradisíaco.
Es notorio que en este capítulo de descatectización
identificatoria, comienza a reencontrarse con su sexualidad, tanto como con su
femineidad. Cambia su estilo de vestir y logra mostrarse suelta en el encuentro
social. Hace nuevos vínculos con personas fuera del ámbito familiar en que
habita, explora el espacio cultural, termina de reparar su departamento y de
instalarse con su marido.
Una luz de ilusión la empieza a acompañar en sus sesiones
de terapia, pero no son ya las expresiones de la niña ingenua de los comienzos.
Los dolores se han atenuado o no aparecen y una mayor vitalidad va encontrando
espacio para retomar actividades productivas. Muy recientemente, empieza a
considerar la posibilidad de embarazarse, cosa que previamente rechazaba de
plano, entre otras razones, por considerar que no sería una buena madre… Es como
lograr sacudirse de las identificaciones con su madre insuficiente y, además,
poder declinar ese lado infantil en una criatura que ahora puede cuidar, como va aprendiendo
también a hacer consigo misma. Tiene una creciente capacidad de diferenciar lo
adulto de lo infantil en sí misma, al punto de “estar cambiando de voz.” Va dejando de descargar en su marido las
agresiones a las que su padre la sometió, pudiendo, con ello, encontrarlo como
sostenedor y amable (en el sentido de digno de amor).
Hay un viraje simultáneo en el sentido de desenredarse de
una trampa narcisista en pro de poder relacionarse con los demás, lo que se
expresa en una paulatina mayor tolerancia con los otros y consigo misma. Va aceptando que le hagan atenciones sin
sentirse suspicaz. Ella misma tiene gestos crecientes de gratitud y cuidado con
sus objetos, en medio de lo cual va creciendo su satisfacción en la cama,
sorprendiéndome con relatos de experiencias sexuales vividas con anteriores
parejas que la muestran muy activa y animosa, con un especial placer en posar
desnuda para ser fotografiada por su pareja de entonces, en lugares insólitos
(casas abandonadas y viejas, por ejemplo).
Y, así como se reencuentra con episodios personales de
disfrute de sí misma y de su erotismo, empieza a desprenderse de objetos del
pasado, en especial de sus ropajes de niña, los vestidos que alguna vez diseñó
con los que venía a sus sesiones al comienzo. Como quiera que era todo un
cargamento que ocupaba espacio físico, decide ponerlos en remate para salir de
ello y dejar espacios para nuevos proyectos que empiezan a surgir en su mente.
Es consciente de que ahora se viste diferente, que su voz
es diferente, de que habla diferente con la gente… pero aún hay un halo penoso
en desprenderse y aceptar su nueva condición… Es el camino que emprendió en su
terapia, la búsqueda de encontrarse y poder ser, un dolor de parto de sí misma,
que la muestra ahora más vital y mejor integrada. ¡Valió la pena!
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