miércoles

2013/05/27 Dolor que atrapa y dolor que libera


VII Congreso de FLAPPSIP
Hacia un psicoanálisis latinoamericano
"Abuso, dolor, denuncia. Clínica ante la indignación"
Mayo de 2013

El dolor es una alarma programada biológicamente que nos alerta del peligro de un daño físico inminente, lo que moviliza mecanismos reflejos neurofisiológicos y psíquicos de protección homeostática. Si bien tiene un origen genético y una organización neural particular, está inmanentemente ligado, en su regulación sensible y emocional, a las circunstancias propias del apego temprano.

La expresión del dolor tiene formas emocionales y corporales definidas que invocan respuestas de ayuda, protección y consuelo, a la vez que acciones para resolver la causa del dolor.  Como toda la existencia humana, la vivencia de dolor se irá tiñendo de la experiencia que se desarrolle en la interacción con el entorno, en principio con la madre.

La respuesta oportuna y calmante de los primeros tiempos es registrada en la memoria implícita, con el signo de la esperanza resolutiva, haciendo más tolerable el dolor y la conducción de su solución reparativa.

Por el contrario, si la exposición a situaciones de dolor ha sido muy intensa y, más aún, si no se ha contado con respuestas adecuadas del entorno (sintónicas y sincrónicas), la huella mnémica que se origina predispone a una lectura catastrófica del dolor, en particular en lo que atañe al sentimiento de impotencia y desesperanza. La experiencia de dolor deviene en traumática y tiene consecuencias desequilibrantes en relación a la organización de la estructura psíquica del sujeto. Se producen contaminaciones de dolor con rabia, confusión del sentido de la solución, con un viraje del natural pedido de ayuda hacia una reacción agresiva y hostil respecto al objeto que es sentido como ausente, abandonador o no protector (o, incluso, sádico desde una lectura Kleiniana).

En otros casos se produce una organización defensiva que erotiza el dolor o la agresión concomitante.

En las instancias tempranas de la evolución del yo (Self), no hay mayor diferenciación entre cuerpo y mente, entre dolor físico y dolor mental, por lo que hay correlatos asociativos, por ejemplo entre dolor y desamparo, conexión que predispone a una lectura dolorosa de futuros abandonos o desengaños que reactivan la huella de  aquella impronta de dolor.

Se establece una condición traumática que se reactiva en las futuras circunstancias de abandono, pérdida o desengaño. Ése es el dolor que atrapa, el dolor del entrampamiento melancólico, producto de un entorno carente de resonancia empática, en momentos en que el amparo es indispensable, en que es imprescindible la experiencia de ser calmado, de ser acompañado en el dolor y aliviado en el sufrimiento.

Detrás de cada vivencia de dolor hay una historia que se asoma buscando quizás desasirse de ocultas ligaduras que, desde las sombras del inconsciente, nos envían aún el mensaje pendiente de comprensión resolutiva.

El gran problema para abordar terapéuticamente el dolor que atrapa es la inmensa desconfianza que lo acompaña, la tremenda dificultad en declinar la defensa a favor de la esperanza. Los afectos están confundidos y sin regulación, por lo que se aferran al síntoma ante el riesgo siempre inminente de un derrumbe aún peor.

El dolor que libera cuenta una historia diferente, la historia de alguien que una o muchas veces se liberó o, mejor dicho, fue liberado del dolor, lo que lo predispuso a entender el dolor como ubicado en un tiempo, como algo que pasa, algo que a futuro se puede no tener.  En este caso, más bien, se trata de encontrarle el sentido al dolor: a veces puede ser el cuerpo que habla y es escuchado, otras veces es el alma que clama por tener un poco de atención.

El dolor que atrapa funciona a la manera de la melancolía. Al no encontrar la respuesta de amparo requerido, opta por la identificación con el objeto faltante–ausente, sosteniendo la ausencia desde una identificación rabiosa que, más bien, se solaza en mantener el dolor, generando una presencia dolorosa que trata de negar la ausencia.

A la manera de lo que Freud señalara para la angustia, existiría un logro en el desarrollo del yo que hace posible utilizar el dolor como señal. La ausencia de este logro condena a una ineficacia en el trámite del dolor y al uso rígido de defensas que involucran formas primitivas destinadas a la negación, la escisión, la somatización y alteraciones psíquicas y fisiológicas que enraizarán en los linderos de la melancolía y la patología psicosomática.

Una viñeta:
Luego de un prolongado viaje a su tierra, Beatriz, entre otras varias cosas, me comenta lo siguiente:
“Me ha vuelto ese dolor en los pies, ese dolor que te atrapa… Son los dolores que tiene mi mamá. Ya los había empezado a sentir allá, antes de venirme… Ahora sentí por primera vez las cosas como más reales, desmitificando una serie de cosas… a mis viejos los vi como siempre, simplemente que más viejos, pero como que nadie se daba cuenta que estaban más viejos…”

Lo interesante del relato es que aparece un par de días después que había enunciado el título de este trabajo, el cual tenía pensado desarrollar desde la experiencia con otros  pacientes, que tienen en común el cortarse el cuerpo para provocar el dolor.

No es infrecuente que esta paciente me hable de cosas relacionadas a temas o circunstancias por las que voy pensando o sintiendo (o viceversa). En este caso, suma a la lectura de contenido el que al final de la sesión (que era la primera luego de un viaje de un mes a su país de origen) cuando le digo que la he sentido intentando conectarse, pero con bastante dificultad para lograrlo, me responde confundida: “me quieres decir que ya no quieres que venga...?” (Apenas aterrizando me había llamado para ver si la atendía y no tuve horario disponible… Además, había ocupado su hora habitual, a la espera de su retorno, por lo que tuvimos la sesión en otro horario).

A lo largo del año de terapia en que la vengo atendiendo, la aquejaron dolores recurrentes en diferentes partes del cuerpo, en particular en las articulaciones, y había mejorado notoriamente, en paralelo a una mayor cercanía y estabilidad en su relación de pareja, previamente marcada por el control y maltrato al marido, con muestras de gran ambivalencia y confusión (comportamiento en el que ella reconocía rasgos de su padre).

Veíamos con frecuencia cómo se solía sentir invadida por las emociones de sus padres -ambos ambivalentes y confusos, especialmente el padre- de los que lograba mantener una precaria distancia autoafirmativa bajo la forma de expresiones rebeldes o de viajar a países lejanos en los que lograba un relativo éxito de sobrevivencia creativa.

El desencadenante de su último año de dolores y retracción social tenía relación temporal con el establecimiento del compromiso afectivo con su actual pareja, a quien acompaña en su retorno migratorio a su país de origen (el de él).

Su aspecto, modales y voz son los de una niña, Tiene un cerquillo hasta las cejas y el pelo, de color cobre intenso, recogido en “cola de caballo”.  Al principio asistía a las sesiones totalmente despeinada y desarreglada, al punto de dar la impresión de haberse venido en pijama.

Cuando la veo por primera vez, se muestra ávida de contención, trae un cortejo sintomático donde resalta un retraimiento social con tendencia a adormilarse, levantarse tarde y fatigarse muy rápido, todo lo cual motivó una ínter consulta a endocrinología. Le detectan un hipotiroidismo que sintomáticamente no cede con el tratamiento. También, se le prescribe Sertralina, con lo que se consigue alguna atenuación de sus manifestaciones de ansiedad.

Es notorio que, desde la primera entrevista, encuentro una gran facilidad para conectarme con ella, para sentirla, lo que me hace fácil hablarle de lo que ella siente y no puede expresar si no es desde el síntoma. Su abatimiento, su sensación de impotencia, la gran irritabilidad e impaciencia que en particular volcaba sobre su marido o su suegra, fueron poco a poco dejando espacio a una comprensión, que no necesariamente se reflejaba en la disminución de los síntomas.

Las sesiones eran intensas y de gran cercanía afectiva. Acompañarla en su dolor sin impacientarse ha sido tarea de casi un año, antes de verla dar un giro en su disposición social y en la disminución de los síntomas. Los dolores físicos casi desaparecieron. Llama, entonces, la atención la reactivación de los mismos luego del reencuentro con sus padres.

Esta vez, sin embargo, pareciera más el capítulo de una mayor reorientación de sus valencias afectivas.  Se siente reafirmada en el vínculo con su pareja, a la par que sus padres pueden ocupar un lugar en sus propios y respectivos espacios, mientras ella enfrenta el dolor de la separación definitiva.

Un tema que podemos inferir de sus expresiones de vida y, más aún, de ese final de sesión, es su inmenso temor al rechazo y a la pérdida. Las formas regresivas en las que ha estado atrapada y que la mostraban literalmente como una niña de cuarenta años, muestran la estrecha relación con temores de desamparo y profundas necesidades afectivas.

La dificultad en el restablecimiento de la comunicación emocional en nuestro reencuentro muestra cómo, al reactivarse las huellas de la relación con sus objetos primitivos, se atenúa la huella de los nuestros; de allí, además, la distorsión de su entendimiento en el sentido de creer que le estoy diciendo que no la quiero ver más.

Su madre, al despedirse, le entregó un informe psicológico de cuando era adolescente (ella no sabía si era de cuando era niña o de más grande). Me pregunta si se puede entender que, con este gesto, su madre se estaba despidiendo para siempre, ya que el sobre del informe incluía una foto de ella que mamá tenía colgada en un cuadro, en un lugar de la sala.

Como quiera que esta vez viene vestida como una mujer adulta común y corriente y que, además, me dice que ahora sí siente que está enamorada de su marido, le digo que quizás es ella la que siente que ésta es una despedida… aún difícil, que duele… en los pies, en ese lugar sintomático que comparte con la mamá (que es muy poco expresiva).

Como muestra de una posición diferente en su relación objetal, vemos que en este viaje se las ha ingeniado para tener un espacio aparte con su marido. Reserva un hotel cercano a lugares significativos de su infancia – adolescencia, (ella estaba alojada con la familia), porque quiso tener un encuentro íntimo con su cónyugue. Sin embargo, trata de que  no se interfiera el encuentro con la familia, de quienes recoge elogios para él, los que incluyen expresiones de gratitud por haberla ayudado en este último año.

Como quiera que sentía que algo no había terminado de conectarse, al final de la hora le doy un abrazo mientras le digo: “Bienvenida al barrio…todo va a estar bien….”   Se separa, me paga y luego ella me da un sentido abrazo en silencio… “Nos vemos el Jueves”, me dice, mientras se va.

Me parece que está claro aquello del dolor que atrapa.  A las identificaciones sintomáticas físicas con la madre, se suman una serie de detalles de su forma de hablar -a veces pachotesca, vulgar y apabullante- que muestran diferentes vertientes de sostén de identificaciones, también, con el padre. Ambos, padre y madre, fueron personajes inciertos e inasibles, caóticos y contradictorios, siendo el padre especialmente crítico de cualquier cosa, mostrando una negatividad estereotipada…”Todo tiene un pero para él”.

El dolor atrapa la totalidad de su existencia, a la manera de una melancolía de la que logra tomar distancia por períodos más o menos largos en los que, desde un funcionamiento disociado, se separa físicamente de la familia. A distancia, pone recursos adaptativos en función y es capaz de salir adelante en la difícil tarea de auto sostenerse, hasta que colapsa por el gran esfuerzo que supone mantenerse en  esta posición.

La ayuda mucho su creatividad en el diseño de vestidos. Tiene un estilo peculiar –digamos, “hippie”- que pega en un público femenino que lo consume, logrando así un significativo éxito económico. Su relación con su público se hace fluida desde formas superficiales relacionadas con la moda y el consumo.

La relación de pareja se instala de manera peculiar. Ella siente que acoge a un pequeño varón, necesitado de amparo. Lo dirige y estimula. Sin embargo, es él quien termina siendo el que se hace cargo de ella en la misma función, contribuyendo, sin saberlo, a que se instale en una profunda regresión, llena de síntomas y dolor físico, en la que más que el erotismo, prevalece un apego totalmente dependiente – ambivalente (mutuo). Se convierten en una suerte de huerfanitos que se acompañan en el desamparo.

Durante todo un año, se produce una prueba de tolerancia en la que ella constantemente lo ataca con duras críticas que él sobrelleva con estoicismo y cierta resignación pero que, al poco tiempo, trata de resolver mediante la búsqueda de apoyo terapéutico para ella, el cual por entonces me solicitan.

Sus sesiones transcurren en un clima de necesidad evacuativa permanente a la que se suma un esfuerzo de control racional especulativo en el que desmenuza cada detalle de su vida y de la de los demás. Forma ésta con la que mantiene a distancia sus ocultos temores a una mayor cercanía.

Trae una queja constante, un hartazgo de su situación y de sí misma, expresión del mantenimiento de su particular encuentro-desencuentro con sus precarios objetos internalizados-no diferenciados.

En medio de todo este escenario, no deja de haber un halo de ilusión, tonos y formas que invitan a una cercanía que no cala en su interior, que no logra internalizar.

A partir de ello, podemos ayudarla a poner un orden momentáneo en sus pensamientos y emociones, en particular en lo que se refiere a su frecuente distorsión de la realidad, producto de la desproporcionada lectura negativa de las intenciones de los demás hacia ella, en particular, las relacionadas con intentos de ayudarla o alentarla (detalle en el que su suegra pareciera verdaderamente exagerar).

Hay un desencuentro con su cuerpo y su arreglo femenino. Trata de que su busto, bastante prominente, pase desapercibido, medio aplastado, en particular por sentirse negativamente reactiva ante los piropos de los varones.

Tiene un bonito rostro y resulta llamativa desde el color de su cabello, que tiende a arrancarse compulsivamente en la parte superior, hacia la coronilla, causándose dolor.

Desde el inicio, siento una gran conexión con ella, me es sumamente fácil leerla en sus emociones y tonalidades. Desde una posición de niña pequeña, deposita toda su ilusión en la relación conmigo, detalle de una franja histérica que, si bien disociada, me hace vislumbrar posibilidades alentadoras para el pronóstico del tratamiento.  

El dolor que libera empieza a aparecer, muy a la manera de una elaboración de duelo. Se superpone por momentos con el dolor físico, pero tiene más bien matices de tristeza al entender que sus padres son personajes con carencias personales que hacen inútil la espera de que alguna vez respondan a sus reclamos de afecto y reconocimiento.

Puede remontar ocultas idealizaciones puestas en la expectativa de un retorno al entorno infantil idealizado. Se encuentra con estereotipias insustanciales de encuentros que tienen más de corriente y normal que de ideal fantástico o paradisíaco.

Es notorio que en este capítulo de descatectización identificatoria, comienza a reencontrarse con su sexualidad, tanto como con su femineidad. Cambia su estilo de vestir y logra mostrarse suelta en el encuentro social. Hace nuevos vínculos con personas fuera del ámbito familiar en que habita, explora el espacio cultural, termina de reparar su departamento y de instalarse con su marido.

Una luz de ilusión la empieza a acompañar en sus sesiones de terapia, pero no son ya las expresiones de la niña ingenua de los comienzos. Los dolores se han atenuado o no aparecen y una mayor vitalidad va encontrando espacio para retomar actividades productivas. Muy recientemente, empieza a considerar la posibilidad de embarazarse, cosa que previamente rechazaba de plano, entre otras razones, por considerar que no sería una buena madre… Es como lograr sacudirse de las identificaciones con su madre insuficiente y, además, poder declinar ese lado infantil en una criatura  que ahora puede cuidar, como va aprendiendo también a hacer consigo misma. Tiene una creciente capacidad de diferenciar lo adulto de lo infantil en sí misma, al punto de “estar cambiando de voz.”  Va dejando de descargar en su marido las agresiones a las que su padre la sometió, pudiendo, con ello, encontrarlo como sostenedor y amable (en el sentido de digno de amor).

Hay un viraje simultáneo en el sentido de desenredarse de una trampa narcisista en pro de poder relacionarse con los demás, lo que se expresa en una paulatina mayor tolerancia con los otros y consigo misma.  Va aceptando que le hagan atenciones sin sentirse suspicaz. Ella misma tiene gestos crecientes de gratitud y cuidado con sus objetos, en medio de lo cual va creciendo su satisfacción en la cama, sorprendiéndome con relatos de experiencias sexuales vividas con anteriores parejas que la muestran muy activa y animosa, con un especial placer en posar desnuda para ser fotografiada por su pareja de entonces, en lugares insólitos (casas abandonadas y viejas, por ejemplo).

Y, así como se reencuentra con episodios personales de disfrute de sí misma y de su erotismo, empieza a desprenderse de objetos del pasado, en especial de sus ropajes de niña, los vestidos que alguna vez diseñó con los que venía a sus sesiones al comienzo. Como quiera que era todo un cargamento que ocupaba espacio físico, decide ponerlos en remate para salir de ello y dejar espacios para nuevos proyectos que empiezan a surgir en su mente.

Es consciente de que ahora se viste diferente, que su voz es diferente, de que habla diferente con la gente… pero aún hay un halo penoso en desprenderse y aceptar su nueva condición… Es el camino que emprendió en su terapia, la búsqueda de encontrarse y poder ser, un dolor de parto de sí misma, que la muestra ahora más vital y mejor integrada. ¡Valió la pena!

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