miércoles

2002/09/07 Donald Winnicott y la Capacidad para Disfrutar

Jornada Interna CPPL "La Capacidad para Disfrutar", Setiembre del 2002


“Cualquiera sea la definición a la que lleguemos deberá incluir la idea de que la vida sólo es digna de vivirse cuando la creatividad forma parte de la experiencia vital del individuo”[1].

Disfrute, a diferencia de placer o goce, no es un término de la nomenclatura psicoanalítica clásica. Aún así, creo que si algún autor psicoanalítico habla del disfrute, ése es Winnicott. Pero, lo habla desde su obra, desde toda su prolífica obra. En realidad, a Winnicott no le hubiera gustado jamás hablar del “disfrutar”, así, en genérico. No era una persona muy afecta a teorizar. El habría preferido compartir alguna reflexión creativa sobre el disfrute. De una conferencia sobre “el vivir creativo”[2], recogemos un ejemplo de lo que digo: “Necesito hablar del tema como si nadie antes se hubiera ocupado de él, con lo que, por supuesto, mis palabras pueden parecer ridículas”. “Es evidente que, para sentirme creativo, debo luchar sin pausa, y esto tiene la desventaja de que para describir una simple palabra como ‘amor’ tengo que partir de cero”.

Desde donde uno lo lea, encontramos en sus escritos la presencia generosa de una persona muy singular, disfrutando desde su quehacer psicosomático, del ser haciendo, como se mostraba en todo aquello en lo que estuviera comprometido: como una totalidad, sin escisiones intelectuales. Invitando a seguirlo, no solamente a leerlo, ni a “creer” en lo que dice, sino a dejar que fluya desde nosotros mismos la posibilidad de “sentir aquello” de lo que nos está hablando, pero desde nuestra propia experiencia.

Es eso lo que más me gusta de Winnicott, lo que disfruto de manera especial. Una cierta rebeldía ante lo formal, sostenida por la creatividad. En esta afinidad que siento, algo influye el lado traumático de mi formación escolar que, con su sesgo memorístico, dificultó el desarrollo de mi experiencia de saber e ignorar y de saber ignorar. El psicoanálisis recreativo, recreándose permanentemente, a la manera de un juego, a la manera de un cuento, sin los fantasmas del dogmatismo ortodoxo, propios de mi época escolar, ha hecho de mí un “Winnicottiano”, en el mejor sentido de un “encuentro transicional”, que no es lo mismo que ser un “especialista en Winnicott”. O sea que no tengo que mantenerlo vivo ni idealizarlo; lo puedo dejar cuando quiera, maltratarlo, incluso mutilarlo, como pasa en los intentos de encontrarme con él en las construcciones teóricas que se me ocurren a partir de su obra, como es el caso de hoy.

Este “fluir” con él, desde él, ha configurado una experiencia de intimidad muy rica, a la que, como comprenderán, han contribuido muchísimas otras personas con las que he tenido grados diferentes de intimidad y a quienes disfruto ahora en su presencia o ausencia enriquecedoras. Experiencias que han permitido que mi inicial inscripción, como analista “interpretador” de contenidos, haya tenido una evolución y definición como participante de un proceso en el que por momentos puedo sentirme verdadero, en tanto la técnica está siempre en proceso de crearse, de acuerdo a las variables propias del encuentro, cosa que a veces no toleran los pacientes... ni tampoco algunos colegas, más preocupados por las cosas definidas por la teoría, es decir, por las cosas “definitivas”.

Pienso que la posibilidad de funcionar sin urgencias de integración, cuando podemos trabajar así en el análisis, es lo que hace que nuestra labor pueda ser tan gratificante e inspiradora, que podamos disfrutar de ella, en la confianza de poder no ser ideales y tan sólo estar allí como personas totales, conscientes de nuestras limitaciones, sosteniendo un proceso que, a su vez, nos va sosteniendo y configurando a nosotros mismos.

Al hablar hace un momento de un “encuentro transicional” con Winnicott, he querido poner en primer plano uno de los conceptos más ricos de la propuesta Winnicottiana y que, por supuesto, tiene una directa relación con la capacidad de disfrutar. Como sabemos, el acceso al funcionamiento transicional sólo es posible si se ha tenido una suficiente experiencia de omnipotencia sostenida en la etapa de fusión con la madre. A ello tendrá que sucederle el inquietante proceso del encuentro con el objeto real, con el objeto objetivo, con el “no yo”.

Esto conlleva una importante declinación del sentimiento omnipotente de la organización subjetiva primitiva (narcisismo), fenómeno indispensable para el ingreso en el espacio de lo potencial y del desarrollo de los potenciales para la creatividad y el disfrute de lo creado en la continuidad del ser.

El camino hacia la capacidad de disfrute proviene, según Winnicott, de una tendencia hereditaria, natural, hacia la plenitud del ser y la alegría de vivir. Este camino se va perfilando desde la experiencia subjetiva de placer, desde algo distinto a la pura descarga pulsional. Es el yo el que experimenta la emoción, la sensación, aupado en el yo de la madre, con quien forma una unidad aún no reconocida.

El disfrute de la madre infunde fuerza a las circunstancias, apuntalando el vaivén de necesidades de cercanía y distancia que impone el reconocimiento de la peculiaridad de su bebé. En el caso del bebé, esta experiencia subjetiva implica el placer de ser, de encontrar la posibilidad de ser “captado”, reconocido y reflejado, sostenido en la precaria identidad de sensaciones de aquellos primitivos momentos; ésta es una experiencia de ser omnipotente, una circunstancia en la que el disfrute aún no es una posibilidad sin la presencia de la madre, mucho menos constituye una capacidad ya que las cosas ocurren simplemente porque al bebé se le ocurrió.

Aclaremos esto último: “un bebé no existe”..... “un bebé no puede existir solo, sino que esencialmente es parte de un vínculo”, nos dice Winnicott[3]. Su visión es que, claramente, somos tan sólo en función de un otro, desde un otro. Paradoja que ubica el máximo grado de subjetividad allí donde la fusión con el otro es indispensable. Andando en el entendimiento de la capacidad de disfrute están, en el origen, todos aquellos potenciales con los que emerge el bebé a la vida, pero que requieren de un apuntalamiento relacional, de compañía oportuna, al principio mágica, para que encuentren plenitud en su existencia personal, en su paulatina experiencia de sí mismo disfrutando, disfrutando de sí mismo.

Andando el tiempo, los potenciales van adquiriendo la naturaleza de capacidad, en tanto sostenidos por el yo y la creciente conciencia de sí. La presencia mágica de la madre es introyectada en el espacio psíquico del sujeto en desarrollo y, poco a poco, las motivaciones de búsqueda en la vida van siendo sostenidas por esta presencia interior, que forma parte del sí mismo. La confianza, que deriva de esta realidad interior, hace que paulatinamente se encuentre satisfacción en los complejos procesos de cambio que implica el desarrollo y en la creciente plenitud de las capacidades personales.

La magia del origen acompaña sutilmente el proceso de cambios, reencontrándose el camino de la identidad en cada modificación del sí mismo o del mundo circundante. Junto con ello evoluciona la capacidad para disfrutar.
Vemos, entonces, que algo de realización omnipotente hay en el disfrute. Ello le otorga su carácter especial, de plenitud, de disposición a la apertura, a la no integración en la experiencia, dentro de una integración en la existencia. Tal vez un rasgo distintivo del verdadero disfrute sea el no reclamo de la autoría en el logro del motivo de satisfacción... salvo que sea indispensable. Es, quizás, aquello que nos perfila en una dimensión de disfrute similar a la que la madre nos infundió en el origen; simplemente se da... o no se da.

Toda exaltación exagerada del disfrute, todo reclamo desmedido del cual depende, denuncia una necesidad omnipotente propia de un estado carencial. Esto conlleva mas bien una dificultad para el disfrute de lo conseguido en tanto no hay un sí mismo suficientemente integrado para sostener la experiencia creativamente, aportando a la alegría de vivir.

Entendamos, en este punto, que “lo conseguido” - o sea, la capacidad adquirida- en el comienzo, tiene inmediata relación con la primera posesión “no yo”, aquello que es ajeno a mí (aunque por momentos forma parte de mí). Estos momentos de tránsito requieren de un contexto de presencia-ausencia del sostén primitivo de la madre. Del ensayo y manipulación de los elementos no yo, surgirá el creciente sentimiento de poder recrear el mundo objetal. Este proceso no es posible si el bebé requiere de los objetos exclusivamente para calmar la ausencia de la madre. Es, entonces, que la omnipotencia se torna indispensable, es en ello que estriba el ulterior reclamo por la autoría, la necesidad de exaltación omnipotente, que perturba la experiencia de disfrute de lo habido.

Este pseudo disfrute lo podemos registrar, como ejemplo, en las personas con trastornos de adicción, en las existencias sintomáticas en las que encontramos alguna forma de compulsión por conseguir, por acumular, donde hay un excesivo individualismo protagónico, en desmedro de las gratificaciones propias del dar o del compartir.

El “dar”, “compartir”, “esperar”, “acoger”, nos acompañarán en la vida, pero ya no sostenidos por la presencia mágica de una madre a quien reclamar, sino por la perseverancia en el esfuerzo por lograr que la magia reaparezca, sostenidos por la confianza en que puede ser. Poder tolerar la frustración de integrar la capacidad de postergación, de disfrutar de la búsqueda, sólo es posible si hay suficiente “magia realizada”, introyectada, si hay capacidad de ilusión y desilusión tróficas, es decir, que sirvan para el disfrute de la vida.

Esto, en última instancia, nos lleva a la capacidad de disfrutar del estar a solas con uno mismo, logro evolutivo que garantiza la continuidad de la experiencia de disfrute más allá de la presencia física del objeto. Obviamente, este descentramiento del objeto da espacio amplio a las satisfacciones que la experiencia del ser encuentra en el universo existencial, en el que la cultura tiene un lugar importante. Este tema, cercano al concepto de disfrute sublimatorio, adquiere, desde Winnicott, el carácter de una plenitud lograda en la expresión creativa de lo potencial propio de cada individuo y no en una modificación de los fines erógenos primitivos.

El modelo fusional de disfrute, célula básica de la capacidad que exploramos, configura la esencia misma de la intimidad. Nada más íntimo que aquellas personas o circunstancias con las que podemos abandonar la necesidad de sostener los límites. Nuevamente, la paradoja nos indica que esta pérdida de límites sólo es posible cuando los límites están dados, cuando la textura invisible de la diferenciación permite la recreación de los elementos componentes de la intimidad.

Es aquí donde se hace necesaria la capacidad de funcionamiento transicional, de la conciencia de la representatividad, del “como sí”, del asentamiento en sí mismo de las experiencias vividas, configurando un sentido de identidad en ése - el espacio intermedio entre el yo y la realidad - en el que la presencia del objeto incrementa el monto del disfrute, pero no la condiciona.

Es condición del disfrute, así como de la transicionalidad, el que el objeto de satisfacción pueda perderse con el tiempo. Nada más atentatorio contra el disfrute que la omnipresencia del objeto. Sólo puede disfrutarse de lo que da lugar al deseo, al anhelo, a la pérdida... Como dice Vinicius de Moraes[4]: “...para hacer una samba con belleza es necesario un poquito de tristeza... “
Así, pues, debemos dudar de todo disfrute que no tolere la postergación o la pérdida.

Veamos, ahora, un par de viñetas en las que los pacientes me hablan de sus disfrutes, ejemplos que nos llevan a la posibilidad de vislumbrar distintos tipos de disfrute y su relación con el desarrollo y el estancamiento existencial.
Amelia, de 36 años, ha empezado a tener relaciones sexuales con un “amigo”, con quien comparte soledades. Retoma su vida erótica, luego de una larga relación de pareja a la que decidió poner término, por inviable respecto a sus objetivos (él era casado). Sobre su nueva experiencia sexual me comenta: “estuvo bien (la relación sexual), pero no sé, es necesario conocer mucho a la persona para poder soltarse y disfrutar...es otra cosa...”.

Toribio, también de 36, casado, se queja reiteradamente de las desatenciones de su bella esposa, lo que no deja de resentirlo. Tampoco tolera las demandas (naturales) de sus dos pequeños hijos, que lo tornan malhumorado y más resentido, “porque la mamá quiere imponerme que sea padre...”. Al poco tiempo de iniciar su psicoterapia observo que se le enciende el rostro y sonríe, cuando me comenta “¡Ah! Pero no sabes cómo disfruto imaginando que me muero y, desde arriba, los veo desesperados. Pienso: ‘jódanse ahora, a ver pues... qué van a hacer’...después de que me han jodido tanto”.

Ambos hablan de disfrutar, pero vemos que Amelia está mejor dotada para construir su experiencia de disfrute; con dificultad ha podido renunciar a una relación que dejó de tener sentido, para poder explorar el mundo desde lo mejor que le quedó de la experiencia vivida: su capacidad para intimar. La acompaño en el trámite de un duelo en el que se reencuentra con bastante facilidad, empezando, de a poco, a salir con otros varones.

Toribio, en cambio, muestra a las claras un desvío del sentido del disfrute, entrampado en un desquite omnipotente ante el sentimiento de haber sido expulsado de su paraíso infantil. Acoge, sin posibilidad de reflexión, la idea de su propia muerte para prodigarse la satisfacción por el sufrimiento de su objeto de demanda: la madre. La esposa aún no encuentra lugar, no existe, salvo desde la mirada de otros (“es bella”). En él observamos una pobrísima tolerancia a la frustración; el disfrute tanático corresponde a una necesidad omnipotente que busca dar cuenta de una falta: la de él mismo. Organiza un mundo de resentimiento en el que no vislumbra otra cosa que más de lo mismo, pero esto le da la sensación de control, de poder. Cualquier atisbo de cambio es vivido como peligroso - se podría desmoronar- por lo que termina encerrado en su modelo, no habiendo lugar para el otro mas allá de sus masivas proyecciones.

Con ella, siento que disfruto cada vez más del trabajo que hacemos; hay un equilibrio coherente entre lo que revisamos en las sesiones y su experiencia de vida; la veo crecer pausada pero consistentemente. Con él, ocurrió que empezó como una bala; los cambios en su relación consigo mismo prometían una evolución favorable: arregló su auto, al cual tenía abandonado; cambió su aspecto físico, se empezó a vestir mejor, etc. Entre sorprendido y escéptico con mi paciente “estrella” no tardo en verlo trastabillar y caer estrepitosamente. Resurgieron los conflictos conyugales y familiares en general. Nuevamente, él “hacía lo mejor que podía”, pero “no lo dejaban portarse bien”. Es entonces que nuestro trabajo pudo enfilarse con mayor coherencia hacia acoger sus temores y una violencia que hasta ahora no había mostrado. Es otro el nivel desde el que disfruto con él; es una partida más complicada y a más largo plazo. En esta etapa, tal vez sea un gran logro apuntalar en él la confianza en que se pueden lograr cambios, sin tener que ser omnipotente. Hay recursos creativos en él que no le están sirviendo para enriquecer su vida.

Para finalizar, quiero decir que es un reto difícil el mantenerse en la capacidad de disfrutar, en particular, de disfrutar de nuestro difícil quehacer. Está tan entrampado con nosotros mismos, con nuestros momentos de vida, con el encuentro paulatino de nuestras limitaciones, con nuestras realizaciones y frustraciones, que, inevitablemente, redundará en la evolución de nuestros pacientes el que podamos reconocer si estamos disfrutando con ellos de nuestra labor, compartiéndola con ellos como la madre comparte con su bebé, con su hijo pequeño, con el adolescente, o con su hijo adulto... cualquiera que sea el nivel en que nos toque encontrarnos con ellos.

Aporta mucho el haber integrado el talento natural, la vocación de servicio, con una sólida experiencia de vida y una consistente relación consigo mismo, lo suficiente como para recordar lo que también nos sugiere Winnicott: que se trata solamente de ser suficientemente buenos, que el disfrute se nutre de la renuncia de lo ideal en favor de lo que es bueno; que necesitamos espacio para nuestra experiencia de vida; para, cada tanto, recrearnos en encuentros como éste, con el cariño y la gratitud compartida con nuestras alumnas del comité organizador, quienes han hecho todo lo suficiente como para que disfrutemos del encuentro.


Bibliografía

Winnicott, Donald (1970)... Vivir creativamente. En: El hogar, nuestro punto de partida. Ensayos de un psicoanalista. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1996.

Winnicott, Donald (1971)... Realidad y Juego. Buenos Aires, Editorial Gedisa, 1982.

Davis, Madeleine... Wallbridge, David (1981)... Límite y espacio. Introducción a la obra de D. W. Winnicott. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1988.

[1] Winnicott, Donald... Vivir creativamente. En: El Hogar, Nuestro Punto de Partida. Pg. 48.
[2] Op. cit., pg. 50.
[3] Citado por Davis y Wallbridge... Límite y espacio, pg. 48.
[4] De Moraes, Vinicius... Samba da Bençao

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