miércoles

2014/10/11 Disociación, una mirada integradora

XVI Congreso CPPL “La Rebelión del Inconsciente. Psicoterapia y Neurociencias”
Octubre 2014

La intención del artículo es hacer una revisión del término a la luz de las nuevas observaciones que se van dando en relación a la organización de los procesos mentales, del comportamiento y la estructura de la personalidad, con particular énfasis en la manera como entendemos la resultante psicopatológica derivada de las fallas en el desarrollo del apego temprano y su resonancia traumática en el establecimiento del vínculo emocional.

Intentaremos, también, acercarnos a la comprensión de la disociación desde la fenomenología neurobiológica que acompaña o moviliza este tipo de expresiones; y, por último, trataremos de hacerle un espacio a las posibles aproximaciones técnicas propicias a su abordaje  en el tratamiento psicoterapéutico.

En principio, importa precisar de qué hablamos cuando nos referimos a la disociación. Desde la Real Academia de la Lengua significa separar una cosa de otra a la que estaba unida o separar los distintos componentes de una sustancia. Proviene del latín “disociare”.  El mismo diccionario nos acerca la definición de un término usado con frecuencia en el sentido de disociación como es el de “escisión”; el cual proviene de  “scissio”, que significa cortadura, rompimiento, desavenencia.

Una referencia etimológica alternativa[1]  refiere el origen del término al verbo latino “disociare”  que proviene del sustantivo “socius”: socio, compañero, del que derivan otros términos como asociación, asociar y disociar, en donde el prefijo “dis” transforma la palabra a la que se une, en lo opuesto. En tanto así, el significado de socio, como unión o compañero, deviene en desunión – separación. El prefijo “dis” provendría del griego y tiene una connotación peyorativa en el sentido de “mal” o “trastornado”.

Versión interesante si, como veremos, el sentido del desarrollo de la estructura del sujeto está fundamentalmente arraigado en su origen a la noción de una participación de dos socios (el bebé y su madre), a partir de cuya interacción provendrán los hilos conductores del desarrollo sináptico y las asociaciones funcionales propias de cada sujeto. Se trata de una situación en la que las fallas en la interacción adecuada de los socios derivan en resultantes “disociadas”, en la historia funcional de un desencuentro asociativo.

Veamos ahora un poco más de cerca, desde la clínica, cuál es el concepto de disociación. Tenemos, como común denominador de una amplia gama de variables, el que se trata de una dificultad o pérdida de la integración de una o varias funciones de la mente, que pasan a expresarse fuera del control consciente de la persona.

En su versión elemental, corresponde a una funcionalidad normal del aparato psíquico mediante la cual podemos abstraernos del entorno para realizar alguna actividad y “desconectarnos” de otros estímulos que, si bien percibidos, “no ingresan”, no perturban la atención. Así, nos es posible, mediante este mecanismo, concentrarnos en una conversación, mientras manejamos “en automático”, sin mayor conciencia del trámite, sostenidos por la memoria procedimental (de fácil reversión, en caso surja alguna necesidad de alternar esta conexión con la otra actividad que estamos realizando).

La versión patológica de la disociación abre un abanico de posibilidades de expresión  clínica; tal vez se presentan tantas formas, como individuos afectados. Se dan variables de desconexión, en donde la pérdida de control sobre el comportamiento, las emociones, el pensamiento, la percepción del propio cuerpo, de la realidad, etc., se dan a la par que un compromiso de la memoria y del sentimiento de identidad.  

Si bien en el inicio, para Pierre Janet, a quien se le reconoce la paternidad del término, la disociación estaría vinculada a una predisposición, se tendría de todas maneras que producir un evento traumático para provocarla.

Es, sin embargo, la concepción freudiana, que abandona el fundamento traumático a favor de la fantasía inconsciente, la que prevalece hasta fines del siglo pasado. Para Freud, la disociación es un sucedáneo de la represión y, por tanto, es la consecuencia de un conflicto intrapsíquico. La disociación queda, así, emparentada con la sintomatología típica de la histeria y su contraparte somática: las conversiones.

En el último cuarto de siglo, desde distintas vertientes de la observación clínica y de la investigación, va cobrando creciente importancia el enfoque centrado en el desarrollo de la organización mental a partir de la particular relación entre la madre y el bebé. La normalidad y la patología y, en particular, los niveles de integración de las funciones del aparato psíquico tendrían su origen en la riqueza o pobreza, en la funcionalidad o disfuncionalidad, así como en la interacción estimulante o no de la díada madre – bebé.

La teoría del apego, creada por John Bowlby, encuentra refuerzos desde la observación, la experimentación y, recientemente, desde la posibilidad del registro de imágenes desde la resonancia magnética (RM).  Esto nos permite observar más allá de los personajes involucrados y enterarnos, por ejemplo, que el vínculo interactivo se da de manera prevalente desde los hemisferios cerebrales derechos, en particular desde lo que conocemos como “el sistema límbico”.

Para el bebé, esta conexión es crucial en el sentido de la activación de su programa vincular afectivo, del desarrollo de sus potenciales personales, que van tejiendo la experiencia en un correlato de organización sináptica y sedimentando en la memoria implícita. La interacción oportuna, sintónica y sincrónica, con la madre, aporta un factor trascendental, indispensable para la regulación emocional del bebé, garantía de equilibrio en su futura integración vincular afectiva. La capacidad empática nace en este escenario… el cual, por supuesto, es también la cuna de las fallas empáticas… y de la necesidad de organizaciones en base a mecanismos de disociación.

La disociación viene a ser un mecanismo natural de defensa frente a la amenaza de dolor o a la supervivencia. Su expresión arraiga en complejos mecanismos regulatorios psiconeurofisiológicos entre los polos de activación-desactivación y excitación-inhibición.

La necesidad de disociarse aparece desde muy temprano. Quizás la primera experiencia traumática provenga de la situación de desamparo, de la ausencia física de la madre o de fallas en ésta para establecer la conexión empática pertinente con su bebé. La necesidad de presencia y responsividad es perentoria en el inicio de la vida. Por cierto, cabe también considerar la predisposición sensible con la que el bebé viene al mundo, lo que supondría un mayor requerimiento de respuestas emocionales de contención.

Allan Schore, a quien algunos llaman “el Bowlby americano”, quien desde hace años investiga intensamente en la vertiente del “neuropsicoanálsisis”, menciona en uno de sus artículos[2]  que la respuesta psicobiológica del bebé  frente al trauma tiene dos patrones visibles: la híper-excitación y la disociación.  Al principio, frente a la amenaza, se activa la alarma y se expresa en una aceleración neurovegetativa: llanto, gritos desgarradores, movimientos musculares frenéticos, que van in crescendo hasta llegar a la contorsión y el terror; no hay calma si no hay respuesta.  Es un llamado a la madre desde una desprotección que urge ser resuelta; la amenaza es de muerte, no es poca cosa.

Si la situación persiste, se activan los mecanismos de disociación: el bebé se desconecta de los estímulos amenazantes y se repliega sobre sí.  Se produce una suerte de entumecimiento y restricción del afecto. Es una estrategia de supervivencia conducida ahora por el sistema parasimpático, activándose el sistema de preservación metabólica. Cesan la demanda y la expectativa de atención, cesa la esperanza de respuesta, llegando eventualmente a una suerte de indiferencia, que las madres suelen interpretar como calma y, en muchos casos, como un logro sobre “el caprichoso y llorón”.  El bebé claudicó y, si no hay experiencias consistentes de reparación, de rescate de la reconexión sintónica con la madre, es el inicio de una pauta que lo acompañará a lo largo de su vida.

Si la madre es muy frágil, el llanto perentorio y “hostil” del bebé puede movilizar en ella reacciones agresivas o violentas, las que puede actuar, descargándose con el infante. Pero, también, se pueden movilizar en ella mecanismos disociativos, los que derivarán en una merma en sus posibilidades de conexión empática o de responder adecuadamente en la atención de su bebé. La resultante de esta interacción perturbada deja huellas en la mente del infante.  Se ha podido comprobar que la respuesta de la madre suele contener la expresión de sus propias “fallas de origen”.

Si hay algo que el bebé necesita disociar es la percepción de los sentimientos hostiles que habitan en la madre o de la incapacidad de ésta de “leerlo”, de reconocerlo en su realidad sensible. El eje de apego queda entonces marcado por esta cualidad adaptativa que, si bien restablece la homeostasis, el equilibrio, será a costa de una importante restricción de la expresión del sí mismo; acaso, también, de una derivación sintomática de los afectos activados – disociados.

Es dramático encontrar, una y otra vez en nuestros pacientes, esa persistencia en la búsqueda de aquella mirada materna que no tuvieron y que ahora habita en una excitada mirada, la propia mirada, que no puede leer a la madre, que no terminar de reconocerla en su dificultad y que, acaso, se tiene que disociar ante la percepción de ese trasfondo carente o traumático, doloroso,  que lo sume en la impotencia de no poder hacer otra cosa que pegarse a ella como un emplasto “sanador” (consolador).  A estos mismos pacientes, que llevan una vida en la que han podido desarrollar, con mayores o menores posibilidades, sus  potenciales, éxitos materiales, profesionales, intelectuales, etc., les sigue faltando ese “algo” que resta al sentimiento de plenitud, de disfrute o de intimidad.

Muchos tienen miedo de sentir, de depender de otros, de sentirse frágiles. Se han sobre-compensado en una fortaleza e independencia que no tolera ni el fracaso ni la debilidad. Mantienen una hiperactividad que les “demuestra” que pueden mantener a distancia el fantasma de lo disociado.

Vienen a nosotros con la necesidad de que “leamos” con ellos las claves de aquello que no cesa de enviar mensajes, esos gritos ahogados de las emociones no expresadas que, desde el cuerpo, desde actuaciones fuera de control o desde severas perturbaciones de la conducta, no cesan de enviar el mensaje que les es difícil, si no imposible, leer. No aprendieron a leer y hay que ayudarlos a encontrar el alfabeto de las emociones, a descubrir la libertad, aunque al principio los aterre.

El asunto es que, para poder acceder a los niveles de su necesidad, de su demanda, es necesario sentir con ellos, resonar “simpáticamente”, es decir, activar nuestra percepción desde las mismísimas vísceras. El reto es retomar la tarea pendiente de lograr una regulación emocional adecuada y en eso no hay alternativa: la comunicación tiene que ser fundamentalmente de cerebro derecho a cerebro derecho, como fue con la mamá o como tendría que ser en cualquier relación empática, con capacidad de resonancia sensible, de responsividad sintónica y, más aún, con finura sincrónica.

Parece una tarea muy difícil, pero no tendría que serlo.  El desarrollo natural en una existencia suficientemente buena sería una garantía de poder hacerlo. Pero no suele ser así; vivimos en una sociedad, en un sistema, que ha ido desnaturalizando nuestros reflejos emocionales básicos y cada vez es más notorio el vacío empático en el que nos desarrollamos. A esto se suma una educación que nos empuja más hacia una disociación intelectual y a valores de “performance” en donde importa más la forma que el fondo; por tanto, se ataca al síntoma sin recoger su mensaje.

El psicoterapeuta tiene que ser empático. Esto hace que la necesidad de nuestro proceso de análisis personal sea mucho más exhaustiva. A veces –y esto puede parecer paradojal- uno inicia el camino de la profesión con una perturbación, con alguna disfuncionalidad de origen.  Sin embargo, si es que logramos procesarla, metiéndonos con todo en esta particular experiencia de formación, podremos llegar a instrumentalizar lo que en su momento fue una traba. Reforzados por la propia experiencia reparativa, estaremos mejor preparados para entender el dolor ajeno, para que podamos ponernos en el lugar del otro sin confundirnos.

A estas alturas de mi vida como psicoterapeuta psicoanalítico he sentido una especial satisfacción al comprobar que el psicoanálisis va teniendo cada vez más en cuenta el valor de la relación emocional con el paciente, que se van decantando las formas de la técnica en base a una cada vez mayor experiencia positiva en el ejercicio de la terapia vincular.

Resulta un agradable reto compartir el proceso con el paciente, darle su lugar en la interacción, acoger sus necesidades de relacionarse, de comunicarse y conocernos en la experiencia de fluir en la sesión. Podemos explorar con él las bondades de un encuentro que cada vez se parece más a la cercanía de una intimidad compartida, en el que caben expresiones de estímulo y porque no, algún gesto espontáneo que sea capaz de brindar un mensaje oportuno.

El compartir una experiencia de encuentro emocional deja huellas que persisten, que probablemente se asienten más en la memoria implícita; aún así, el proceso de mentalización, la necesidad de una mayor conciencia de sus fundamentos, hace que podamos lograr un mejor efecto regulador de nuestras emociones.  La experiencia de ser acogido, calmado, entendido en un proceso terapéutico, contribuye a que logremos paz y confianza en aquello que somos, o en lo que podemos ser; a solas o en compañía de quien podamos elegir como aporte a nuestra humana necesidad de afecto.
  


Bibliografía

Morales, Pedro… Fluir para influir.  XIII Congreso Peruano de Psicoanálisis: “Los Afectos: versiones y subversiones”,  organizado por la Sociedad Peruana de Psicoanálisis, Octubre 2013.

Real Academia Española... Diccionario de la Real Academia Española. 6 tomos. Madrid, Real Academia Española, 1970. 

Rojo Pantoja, Águeda… El concepto “disociación” en el fin-de-siecle: P. Janet y S. Freud. Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2006.   Memoria para optar por el grado de Doctor.

Schore, Allan… El trauma relacional y el cerebro derecho en desarrollo: interfaz entre psicología Psicoanalítica del self y neurociencia. Annual of the New York Academy of Sciences, 1159, 189-203. Traducción de André Sassenfeld.

Schore, Allan… The Science of the Art of Psychotherapy.  USA, Norton Series on Interpersonal Neurobiology, 2012.

Schore, Allan… The effects of early relational trauma on right brain development, affect regulation, and infant mental health.  En: Infant Mental Health Journal Special Issue: Contributions from the Decade of the Brain to Infant Mental Health.  Vol. 22, Nos. 1-2, pages 201–269, enero/abril 2001.




[1] Rojo Pantoja, Águeda… El concepto “disociación” en el fin-de-siècle: P. Janet y S. Freud. Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2006.   Memoria para optar por el grado de Doctor. Pg. 55.
[2] Schore, Allan… El trauma relacional y el cerebro derecho en desarrollo: interfaz entre psicología Psicoanalítica del self y neurociencia. Annual of the New York Academy of Sciences, 1159, 189-203. Traducción de André Sassenfeld.

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