APAL: “Homenaje al Dr. Carlos Alberto Seguín”. Noviembre de 2006 |
Fue en 1962 que el maestro Seguín publicó su libro “Amor y Psicoterapia”, en el cuál dedicó el capítulo final a la sustentación de su propuesta de un “eros psicoterapéutico”. A partir de allí podemos hacer la siguiente observación: Seguín nos propone el “eros psicoterapéutico” como una expresión del amor. Describe al “eros psicoterapéutico” como un amor “diferente al amor sexual, libre de autoridad o posesión, de identificación, de dogma, de imposición de valores, reglas o conocimientos y de atracción sexual”.
Yo, que me formé en la escuela de Seguín, puedo dar fe de que, por lo menos en lo personal, encontré en el maestro una disposición ajena al dogma, al autoritarismo, al “discipulaje” y a la explotación en cualquier sentido. No impartía norma que no sostuviera con su propio ejemplo; éramos libres de tomar lo que se nos ofrecía y de dar sin coacción.
En ese ambiente acogedor y de libertad creció mi preferencia por la corriente psicoanalítica. Le debo al Dr. Seguín y a todos los miembros de su “escuela del obrero” mi reconocimiento y gratitud por haber contribuido a que sea el terapeuta que soy: un terapeuta “a mi manera”, lo cuál, según entiendo, es el sentimiento común de quienes nos formamos allí. Creo que todos crecimos así al lado del maestro, sin otra impronta que su espíritu abierto.
Digno de mayores homenajes, el acercarnos a su obra es apenas una pequeña devolución de la gran deuda –que no me atormenta, aunque siempre la tengo presente- y que espero nunca terminar de pagar porque la disfruto, como siempre ocurre con la gratitud.
Me propongo revisar el tema a la luz de los aportes de tres destacados autores psicoanalíticos: Sigmund Freud, Melanie Klein y Donald Winnicott, mis otros maestros.
Para Freud, el amor “diferente al amor sexual”, del que nos habla Seguín, provendría del proceso de “sublimación”, concepto sobre el cual no se extiende mucho a lo largo de su obra, pero que se refiere a “uno de los destinos de la pulsión”, que consiste en la “desexualización” de su meta original.
Eros psicoterapéutico y sublimación:
En su primera teorización sobre la organización del aparato psíquico, Freud adjudicaba particular importancia a la teoría de los instintos. La polaridad entre instintos sexuales e instintos de autoconservación era el motor de un conflicto de fuerzas que derivaba en una organización dinámica destinada a paliar el caos energético en pugna por lograr una descarga.
Esta tesis prevalece por casi dos décadas y va declinando a favor de una nueva dualidad pulsional, la de “eros” y “tánatos”, que es la definitiva tesis pulsional freudiana. “Eros” tiende a la vida y “tánatos” a la muerte. Junto con este vuelco en la teoría de los instintos aparece el punto de vista estructural del aparato psíquico, allá por los años veinte.
Según la primera teoría, el concepto de “eros terapéutico” sería la consecuencia de un procesamiento de los perentorios e irracionales fines instintivos, que recibe la denominación de “sublimación”. En esencia, Freud relacionaba la sublimación con la “desexualización”, la orientación de la primitiva energía sexual hacia fines distintos a los originales.
Freud nunca dejó de dar importancia prioritaria a los instintos y tan es así que al “yo” le adjudicó tan sólo una condición de vasallaje. De esta manera, el “yo” sería apenas una instancia ejecutiva permanentemente jaqueada por el “ello” y por los mandatos restrictivos del “superyó”.
En el mandato superyoico de poner en jaque a los instintos, en particular respecto a la resolución del Complejo de Edipo y la renuncia a la concreción del incesto, encontraríamos la fuente de la capacidad para la sublimación y para establecer vínculos libres de la perentoriedad instintiva o posesiva.
El “eros psicoterapéutico” sería, así, un logro evolutivo; pero valdría la pena discriminar, en la consecución de dicho logro, lo que proviene de la amenaza de una sanción (la castración, instrumento esencial en la tesis freudiana) de lo vinculado al fortalecimiento yoico en su versión altruista, proveniente del estímulo del “ideal del yo”.
Es interesante recordar que la energía misma del “yo” la describe Freud como proveniente de la “desexualización”.
Aquella organización proveniente de la impronta superyoica podemos emparentarla con la moral, con el ordenamiento deontológico; mientras que las expresiones con apoyatura en el “ideal del yo” serían la manifestación misma de la ética, posición en la que estamos ubicando al “eros psicoterapéutico”.
Cabe preguntarnos si esta segunda resultante tiene sólo un punto de partida instintivo “a sublimar” o si es que nos asisten también otras emociones y afectos emparentables con el concepto de “eros” como, por ejemplo, la espiritualidad.
En el contexto de la psicoterapia, por lo dicho, creo que podemos ubicar al “superyó” como la instancia organizadora de un “tánatos terapéutico”, que permitiría el mejor manejo del instinto agresivo, concepto éste (el de “tánatos terapéutico”) que propusiera hace ya mucho Saúl Peña; mientras que la terapia amparada en el “ideal del yo” corresponde a plenitud con la propuesta seguiniana de “eros psicoterapéutico”. La forma en que la propone el maestro puede, sin embargo, acercarse a una configuración idealizada de la posición del terapeuta.
Sabemos que ambos elementos (eros y tánatos) se entretejen necesariamente a la hora de lidiar con la patología. Es en el Yo que este tejido resulta óptimamente edificante de un resultado terapéutico, una vez procesados los avatares de su desarrollo. Cuando observamos un predominio superyoico en el trabajo terapéutico, éste derivará en una suerte de “cura moral” o en respuestas de sumisión adaptativa por parte del paciente.
En esta primera lectura freudiana, el verdadero “eros terapéutico”, a la manera como nos lo presenta Seguín, se daría en el trabajo de búsqueda de los propios ideales del paciente, sostenido en el proceso por un funcionamiento coherente del terapeuta respecto a sus propios ideales puestos en la profesión y, por tanto, libre de conflictos pulsionales.
“Eros psicoterapeutico” en Melanie Klein:
Desde Melanie Klein, el “eros terapéutico” provendría de la prevalencia de la capacidad reparativa sobre las tendencias innatas a la destrucción que habitan en todo ser humano. Para lograrlo, tendría que darse un proceso de integración de las tendencias opuestas, representadas por un “yo” que odia y ama a su objeto, al mismo tiempo que le es posible aceptar la relación con un objeto que lo odia y lo ama a él.
En Melanie Klein, la capacidad para la reparación, indispensable para el proceso terapéutico, incluye necesariamente un componente tanático, el cuál, sostenido por la capacidad para amar (que supone ineludiblemente el reconocer al objeto) protegería de la humana tendencia a dañar o de vincularse de manera idealizada o narcisista.
Es de suponer que todo terapeuta naturalmente ha tenido que conocer de las vicisitudes del dolor, del odio, de la rabia, de la envidia, etc., y, por tanto, haya tenido que aprender a repararse y a reparar, como única vía para la estabilidad en la relación con el otro.
Apoyada como está en la segunda dualidad pulsional freudiana, la teoría kleiniana entendería la propuesta seguiniana como un proceso de idealización o de una reparación maníaca (con negación de la propia agresión), ya que la única reparación posible requiere del reconocimiento en sí mismo (en el terapeuta) de dichos componentes pulsionales y ello incluye la capacidad de reconocer el odio por el paciente, tema que desarrolla más ampliamente Winnicott, cuyas ideas revisaremos a continuación.
De todas maneras, cabe plantearse, siempre siguiendo una reflexión kleiniana, que un consistente proceso de integración derivará en una estructura íntegra, es decir, con la solidez necesaria para enfrentar la experiencia de desintegración propia y ajena sin perder el rumbo del proceso.
La integración consistente, en tanto así, permite un funcionamiento elástico, indispensable para el funcionamiento con variables dentro de los procesos terapéuticos. Nos protege, igualmente (aunque nunca de manera absoluta), de los peligros de la dogmatización (que más que integración es una petrificación defensiva ante ansiedades persecutorias o depresivas), sobre los que nos advierte el Dr. Seguín.
Una efectiva integración supondría una amplia capacidad para la simbolización y una garantía suficiente para un uso creativo de la fantasía sin demasiado margen para la confusión identificatoria con el paciente, otro de los riesgos sobre los que también nos previene Seguín.
“Eros psicoterapeutico” desde Winnicott:
Me resulta más fácil identificar la propuesta seguiniana de “eros psicoterapéutico” con los argumentos psicoanalíticos en los que se ampara Donald Winnicott.
En principio, la propuesta winnicottiana apuesta esencialmente a la organización del ser en base a su posibilidad - o no - de sostenerse en el vínculo con su madre (o representante). Todo ser nace con una tendencia natural a desarrollarse, que tan sólo (poca cosa, diría Winnicott) requiere que no se la perturbe demasiado.
Las urgencias instintivas quedan supeditadas al desarrollo y fortalecimiento yoico, que en un primer momento corre a cargo de la madre y su capacidad de relacionarse personalmente con él (no solamente satisfacer sus demandas instintivas). Esta madre respeta a ultranza las limitaciones y capacidades del pequeño ser en desarrollo.
La experiencia temprana de crecimiento con apoyatura total en un otro da lugar a un sentimiento de confianza básica que abre el camino tanto para una existencia personal como para una relación empática con los demás.
El psicoterapeuta que maneja la relación con sus pacientes en los términos del “eros psicoterapéutico” seguiniano, es decir, con posibilidades amplias de postergación de sí mismo en favor del desarrollo, crecimiento o fortalecimiento de un otro, tendría como base un saludable pasaje por una relación temprana con su madre y/o una experiencia de vida con posibilidad de intimidad con familiares, amigos o maestros (también con analistas o psicoterapeutas).
Es interesante observar que Winnicott no excluye el componente agresivo en una relación normal o natural. El asunto en ciernes es si esta experiencia emocional es sostenida o no por el “yo”. Por otro lado, sin excluir los componentes hereditarios, vincula mucho más las irrupciones agresivas o violentas con las fallas vivenciadas en el desarrollo de su tendencia natural. Es decir, las emparenta más con mecanismos defensivos (expresión última de una necesidad yoica de controlar la situación).
En Winnicott había claridad respecto a que la agresión, en lo posible, requería ser usada para fines de confrontación estructurante y no para reacciones vengativas o hirientes; es decir que, en última instancia, la consideración por el estado del otro es prioritaria. Entendemos que es así, básicamente, como lo plantea la prédica seguiniana.
En un sentido amplio, Seguín es muy claro cuando plantea que la puesta en juego del “eros terapéutico” supone el ejercer las posibilidades de influenciar sobre otro, sobre un ser humano. No está dicho explícitamente, pero sí sobreentendido - y más aún desde una lectura winnicottiana - que es un proceso de mutua influencia que se produce en una tercera área, la del espacio transicional, la del espacio potencial en donde lo instintivo tiene un lugar no primordial, a favor de una experiencia del sí mismo, es decir, de dos totalidades, de dos personas reproduciendo en su encuentro un proceso de mutua recreación.
Estas premisas del encuentro con el otro suponen una experiencia de intimidad necesaria, indispensable diría, para la realización del ser humano, La intimidad es, en última instancia, lo que sostiene la esencia del ser humano. Lo que le devuelve su posibilidad de estar a solas, tanto como la de experimentar el vínculo como enriquecedor.
La disposición ofrecida por el profesional desde su “eros psicoterapéutico”, en realidad se refiere a la confianza, tolerancia y demás, que conlleva la comprensión y el reconocimiento del otro en su naturaleza humana. Comprensión y confianza que se traducirán, a su vez, en consistencia y honestidad que se ponen automáticamente en juego.
Vale la pena recordar, desde Winnicott, que existe también la posibilidad de organizar un “falso eros terapéutico”. Este se da cuando la persona exige a su ser la creación de un personaje, que en este caso tendría que ser un terapeuta “muy bueno”, poco menos que ideal. Esta posición puede conllevar efectos benéficos en su entorno, pero el afán de ser su personaje opaca el interés verdadero por el paciente. “Le faltará algo”, tal vez plenitud personal o tendrá dificultades para poner límites a los demás o acaso alguna enfermedad psicosomática o, a lo mejor, descubre algo escindido en sí mismo, etc.
Al terapeuta “verdadero” lo concibe Winnicott con capacidad para estar de manera psicosomática, es decir: en forma total en su quehacer terapéutico. Al igual que Seguín, este autor valora sobremanera la capacidad de entregarse de manera total, con disposición para jugar y “recrearse” en el encuentro terapéutico, siempre en función del paciente, por cierto.
Desde lo dicho, creo que el planteamiento del Dr. Seguín sobre el eros psicoterapéutico es el resultado de la madurez profesional del terapeuta, de su ética lograda a partir de una consistente disposición, que después la experiencia fragua, casi siempre a costa de grandes sacrificios que “no se notan”. Esto le permite encontrarse a sí mismo y a sus pacientes con mayor sabiduría y elasticidad.
Preocupado como estuvo por la relación médico-paciente más allá de la enfermedad, el “eros psicoterapéutico” no está pensado ni circunscrito al trabajo del psiquiatra, del psicoanalista o psicoterapeuta de cualquier escuela; tiene su lugar en cualquier actividad que tenga como finalidad ayudar al ser sufriente, física o mentalmente, allí donde alguna forma de vocación de servicio se convierte en profesión.
Es interesante observar que, hacia el final de su vida, interrogado por Max Silva sobre el “eros terapéutico”, el maestro se permitió dudar acerca de si logró realmente colocarse en el nivel de su propuesta. Lo que sí sabemos es que permanentemente lo intentó, como probablemente hacemos todos, al momento de ejercer la profesión. Ocurre simplemente que el maestro llegó más lejos que nosotros y por eso será por siempre un paradigma, digno de éste y muchísimos homenajes más.
Bibliografía
Freud, Sigmund (1923)... El yo y el ello. En: Obras Completas. Tomo XIX. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1980.
Segal, Hanna... Introducción a la obra de Melanie Klein. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1965.
Seguín, Carlos Alberto... (1962) Amor y Psicoterapia. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1962.
Silva Tuesta, Max... (1994) Carlos Alberto Seguín. Otros perfiles, otros frentes. Lima, Fondo Editorial del Banco Central de Reserva del Perú, 1994.
Winnicott, Donald... (1971) Realidad y juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.
No hay comentarios:
Publicar un comentario