Congreso
de la Asociación Psiquiátrica Peruana, 1985
Antes de adentrarme en el
tema, quisiera agradecer a los organizadores de este certamen la gentileza de
su invitación. Igualmente, quiero expresar que es para mí un honor adicional
compartir esta mesa con los distinguidos colegas que hoy me acompañan.
Para una mejor orientación,
respecto a mi exposición, debo decirles que abarca secuencialmente tres
contenidos. Parto de algunas de las
ideas más relevantes del pensamiento freudiano sobre la angustia para, luego,
incluir -sin solución de continuidad-
algunas ideas personales al respecto y, finalmente, tomo glosas de un trabajo
sobre el tema escritas por un autor de la escuela psicoanalítica argentina.
Entremos, entonces, en
materia. El interés del creador del psicoanálisis sobre esta expresión de la
patología mental aparece muy temprano en su obra y se mantiene a lo largo de
toda ella. Al principio, esta inquietud
se superpone con un interés clasificatorio y está muy cercano al entonces audaz
entendimiento de las neurosis como derivadas de un trastorno de la vida sexual. Cabe mencionar que en esta formulación, en
realidad, Freud no era original; ya lo habían antecedido en ese criterio otros
autores. De todas formas, esta inicial
aproximación y entendimiento de la angustia irán modificándose en el transcurso
de su experiencia psicoanalítica. Es así
que configura dos propuestas teóricas importantes, que paso a desarrollar.
La primera de sus teorías es
de carácter fundamentalmente económico-energético, que es el tenor básico de
sus trabajos de fines del siglo XIX y que se mantiene hasta 1925. Freud entiende entonces que la angustia es el
producto de una excitación sexual acumulada, que sólo encuentra posibilidad de
descarga mediante la transformación en angustia. Este sería un proceso puramente físico, sin
intervención de la psique. La excitación
sexual no encuentra acceso a la elaboración sexual y, por tanto, se descarga en
forma anárquica como angustia.
Una analogía que le parece
adecuada para graficar esta situación es la que establece entre la excitación
sexual y la angustia y la que se da entre el vino y el vinagre; es decir, el
vino que no se consume se convierte en vinagre.
Esta teoría encuentra
dificultades desde el comienzo, por el problema de explicar con ese basamento
la angustia presente en cuadros obsesivos, en las fobias o en las
histerias. En estos casos era imposible
soslayar la presencia de un componente psíquico y es así que Freud propone,
como explicación adicional, que es la represión la que origina la acumulación
de la excitación, pero que ésta se transforma en angustia, tal como ocurriría
en las neurosis actuales.
Sea como fuere, en este
momento encontramos ya una mayor cercanía entre angustia y psique. La angustia aparece como consecuencia de un
mecanismo defensivo: la represión. La
represión separa la representación de su afecto y es éste el que deviene en
angustia.
Veremos evolucionar el
concepto al punto que sea ésta, la angustia, la que motiva la represión e,
incluso, sea ella misma un elemento de la defensa.
No perdamos de vista que
esta teoría sobre la angustia se desarrolla en sintonía con su primera teoría
sobre el aparato psíquico y con su inicial postulación sobre la organización de
las pulsiones (o sea, instintos sexuales e instintos del yo o de
auto-conservación). Tampoco dejemos de
ver que este punto de partida tiene aún mucho de los orígenes del pensamiento
freudiano en relación a la fisiología y la neurología. Se entiende así un poco más el sentido de la
presencia de un movimiento de cargas y contra-cargas y de una cierta búsqueda
de homeostasis basada en una constancia energética.
Más adelante, aún con este
telón de fondo, Freud relaciona la reacción de angustia con un elemento de la
realidad. Desde este correlato, sostiene
que la angustia neurótica se originaría frente a la incapacidad de la psique de
manejar un monto de excitación generada endógenamente, al igual que cuando esto
ocurre frente a un peligro proveniente del exterior. Dice, al respecto, que se comporta, entonces, como si proyectara al
exterior esa excitación.
El contraste de criterios
que esta postulación supone lo resuelve más adelante con la propuesta de una
distinción entre una angustia-señal y una angustia automática, conceptos
centrales en su segunda teoría y que, a renglón seguido, pasamos a reseñar.
Partamos de la distinción que acabamos de introducir; es decir, entre
angustia-automática y angustia-señal. La
primera sería la que se genera frente a una situación traumática y, la segunda,
sería la que se moviliza en el yo como anuncio de la inminencia de la
reproducción de la primera.
La angustia automática
supone una situación de desvalimiento del yo frente a una urgencia adaptativa
de origen externo (peligro proveniente del exterior) o interno (sobrecarga por
acumulación de excitación). Los peligros
internos cambian en las diferentes etapas de la vida, pero tienen un carácter
común, cual es el de implicar una pérdida de objeto, la separación de éste o la
pérdida del afecto proveniente de éste.
Estas circunstancias peligrosas devienen en una acumulación de deseos
insatisfechos y la imposibilidad desde el yo de dar cuenta de ellos.
La angustia automática se
desarrolla en situaciones que tienen que ver con los diferentes momentos
evolutivos del niño. Estas situaciones,
establecidas por reconstrucción, serían: el nacimiento, la pérdida de la madre
como objeto, la pérdida del pene, la pérdida del amor del objeto y la pérdida
del amor del superyó.
Como podemos notar, además,
en este momento de su evolución teórica, encontramos incluida su segunda teoría
del aparato psíquico, que contempla la existencia de un yo, un superyó y un
ello. Sumado a este telón de fondo está
la variante en la teoría de los instintos, que ahora enfrenta a eros con
tánatos y que permite la integración de los factores con potencial traumático,
alejándolos así de la atadura de la fuente estrictamente sexual y ampliando
tales potenciales a cualquier estímulo, de cualquier origen, que suponga un
riesgo para el yo en cuanto a sus posibilidades de dar cuenta de éste.
Podemos observar, también,
que en esta segunda teoría tiene más cabida la idea de un objeto y las
relaciones que se establecen con la madre desde una posición en extremo
dependiente.
En cuanto a la
angustia-señal, podemos decir que, como idea, aparece casi desde el comienzo de
sus escritos. Así, en el “Proyecto de
una psicología para neurólogos”[1], Freud nos dice que mediante
la angustia señal la producción de displacer se restringe cuantitativamente y que
es ésta precisamente la que pone en
marcha la defensa normal.
Esta noción temprana se
integra recién con la de la angustia en 1915, en su artículo sobre “Lo Inconsciente[2]”, donde, refiriéndose a
las fobias, dice que una excitación en cualquier lugar de este parapeto dará,
como consecuencia del enlace con la representación sustitutiva, el envión para
un pequeño desarrollo de angustia, que ahora es aprovechado como señal a fin de
inhibir el ulterior avance de este último.
Es interesante destacar que en
su trabajo “Inhibición, Síntoma y Angustia”[3], de 1925, cuando propone
en definitiva la idea de “angustia-señal” empieza definiéndola como una señal
de displacer y sólo después como una
señal de angustia. La segunda teoría de
Freud aparece plasmada en la obra que acabamos de mencionar. En ésta, como anticipáramos, ya no es la
excitación sexual la única fuente de la angustia, caben muchas posibilidades de
su generación y tal parece que, en ese
sentido, Freud no logra una respuesta totalmente satisfactoria para sí mismo.
Uno de los determinantes del
desarrollo de angustia, que Freud enfatiza en “Inhibición, Síntoma y Angustia”,
es el complejo de castración, fenómeno que ocurriría en la etapa fálica y cuyas
vicisitudes acompañan al proceso de resolución del Complejo de Edipo. La noción de “complejo de castración” implica
la idea de la pérdida del miembro viril en base a una fantasía estructurada por
los niños frente a la comprobación de la diferencia sexual anatómica en
relación a las mujeres y como resultado de algunas amenazas de castigo
proferidas por alguna persona con la intención de reprimir los tocamientos
sexuales propios de la edad. El temor al
peligro mencionado deriva en una angustia de castración que mueve al Yo a
intentar resolverlo y, en el camino, encuentra la posibilidad de una
elaboración de las circunstancias o de la negación de las mismas
(renegación). De ocurrir la negación, se
genera una situación de necesidad sintomática que connota una escisión en el
Yo, que podría derivar hacia una estructuración perversa o a la instalación de
una patología psicótica.
En este punto, inferimos que
la emergencia de una angustia de castración puede connotar la significación de
señal. El Yo buscará evitar el
desarrollo de la angustia mayor, de la
angustia traumática, el desborde del Yo y la reproducción de situaciones
previas que se han prestado como modelo en la conformación de la naturaleza de
la angustia. La amenaza consiste en que
angustias cada vez más primitivas irrumpan en el Yo, volviéndolo cada vez más
impotente.
Esta situación se
relativiza, en cuanto al sentido de un monto cada vez mayor y desbordante, si
pensamos que un Yo en principio débil va a encontrar dificultades para manejar
situaciones que no conllevan una tensión muy grande.
El hecho mismo del fracaso
de la utilización de la angustia como señal marca la presencia de una debilidad
yoica, de una dificultad de pasaje a una estructuración simbólicamente asentada,
en donde la angustia misma, en principio, pueda tener un carácter de tal en su
dimensión de “señal”, de “muestra” de aquello otro que, de no ser así,
amenazará con su reproducción total.
La amenaza última es la
desestructuración máxima, la reproducción del absoluto inherente al momento de
la primera angustia, es decir, a la angustia del nacimiento. En este camino hacia la expresión más
primitiva, el yo encontrará las posibilidades de utilizar los recursos que le
permitieron (o no) resolver las angustias propias de las etapas evolutivas
intermedias. De esta manera, surgirán
resultantes regresivas anales, orales, etc., con angustias más o menos
neuróticas, más o menos psicóticas.
Volvamos ahora sobre la
situación del así llamado “complejo de castración”. En principio, para comprenderlo mejor, tenemos
que tomar en cuenta que esta angustia-señal de peligro, de amenaza de
castración, tiene que llevarnos a la verificación o descarte, a la discriminación entre
fantasía y realidad del fenómeno confrontado.
Del éxito de esta gestión surgirá la posibilidad de un saludable
asentamiento en la realidad.
La necesidad de
discernimiento, a mi entender, tiene que ver con otra necesidad, que es la de
la diferenciación personal como sujeto.
Es un proceso que corre paralelo a la última instancia de la separación
del infante de la madre y a la discriminación de la misma como alguien en
principio diferente. De esta manera, se
da la configuración corporal, la estructuración de una identidad de pensamiento
y, como adición, de una identidad de sentimientos. Esto constituye un difícil
trance en el que el niño muchas veces choca con la propuesta del entorno, que
insiste en la “no-diferenciación”, en la incorporación de códigos asentados en
la renegación antes que en la realidad. En estas circunstancias, siempre hay
una madre que busca mantener su reinado omnipotente a la vez que un padre
subyugado por aquella e incapaz de establecer la ley de la realidad.
Con todo esto, quiero
indicar que no es tan simple hablar de “angustia de castración” sin implicar
las vicisitudes de sus circunstancias.
La angustia de castración es
un postulado verificable desde la clínica.
En mi experiencia personal (a diferencia de lo planteado por Freud) se
la encuentra tanto en hombres como en mujeres.
Podemos entender que sea así si es que pensamos que lo que está en juego
no es una pérdida estrictamente anatómica en la realidad. Lo esencial es la vívida creencia de que esa
pérdida se va a producir. En el caso del
hombre, corresponde en sentido estricto denominar a este fenómeno “angustia de
castración”. Para explicarlo en la
mujer, debemos mencionar primero que, en el terreno de lo imaginario, la mujer
puede, más o menos ocultamente, tener un pene.
En este caso, es más apropiado denominarlo “falo”, que es su referente
mítico. En ella, la confrontación con su
carencia o el peligro de tal confrontación
-como la verificación de la carencia del falo en la madre- originarían
la emergencia de la angustia de castración.
En ambos, hombre y mujer, en
última instancia es un mecanismo de renegación el que sustenta la vigencia de
la angustia de castración.
La “falicidad” -tanto en la mujer como en el hombre- sobrevendría por la urgencia de estructurar
simbólicamente una circunstancia, por demás apremiante, que es la vivencia de
desestructuración ante la individuación respecto a la madre omnipotente de la
primera etapa de la vida.
Al subsistir
la fantasía de tener el falo, subsisten, también, los recursos mágico-omnipotentes, que el
sujeto se niega a abandonar. En el
trasfondo, entonces, existe una
dificultad para “castrar a la madre”, separarla de ellos mismos, una suerte de
no poder “ser vueltos a parir” por ella.
Toda circunstancia que ponga en peligro esta situación derivará en una
angustia de castración y, de fracasar en su manejo, el yo se verá ante una
angustia mayor, la angustia traumática, la angustia de desestructuración,
aquella en la que el falo atacado es ya “todo el sujeto” y no tan solo una
parte de sí.
En mi trabajo con pacientes
con una sintomatología vinculada con este tipo de angustia, he podido
verificar, con cierta frecuencia, que este sentimiento de castración o pérdida
del pene-falo ha sido inducido por la estructura familiar.
Cabe citar, como ejemplo, el
caso de una paciente, agorafóbica y claustrofóbica, en quien se verificaron
ansiedades de castración. Encontramos en su estructura familiar una situación
por demás elocuente: la madre tenía fobia a la visión de culebras, en
cualquiera de sus expresiones (vivas, dibujadas, etc.); y, el padre, por
tenerles fobia, era incapaz de matar una cucaracha.
Esta paciente mostró,
además, intensas angustias de desestructuración y fantasías de vuelta al
claustro materno, probablemente presentes en el trasfondo de su oscilación
entre claustrofobia y agorafobia. A
partir de esta circunstancia, pude deducir que la fantasía predominante al
momento de su claustrofobia era la de tener ella un pene-falo y el momento de
agorafobia suponía que toda ella estaba revestida por esa cualidad; es decir,
ella misma se convertía en el falo de la madre.
El momento claustrofóbico
sería el de mayor estructuración y posibilidad de configuración simbólica; hay
partes, tiene un pene-falo, está más cercana a la posibilidad del “yo” y del
“mí”. De todas maneras, es la sensación
de que lo puede perder lo que remueve las huellas de un vacío que la lleva
compulsivamente a la búsqueda de la vuelta, del reencuentro con la madre, esta
vez desde la fantasía de re-fusión, a partir de ser ella misma su falo, sin
posibilidad de discriminarse de la madre.
Otro caso, que me tocó
atender, fue el de un varón con intensas angustias de castración. Entre otras cosas, esto había determinado que
hasta sus 30 años de edad no se hubiera operado de una fimosis. Al referirse a su madre, la describía como
“la que lleva los pantalones en casa”; y, por otro lado, mostraba dificultades
para explicar la diferencia de su genital respecto al de los hombres.
Resulta interesante
mencionar que, en este paciente, el anillo del prepucio promovía y mantenía una
fantasía de bisexualidad. Lo que en
realidad le retirarían en el momento de la operación no sería el pene sino lo
que vendría a representar un orificio vaginal.
Una expresión suya, más o
menos frecuente, era decir: “Me han violado”.
Con esto se refería a las fisuras que le quedaban luego de alguna
relación sexual, mientras tenía la fimosis.
Por último, quisiera
referirme a un escrito que recientemente publicara Mauricio Abadi
(psicoanalista argentino) en su libro “El psicoanálisis y la otra realidad”[4]. En éste aborda el tema de la angustia,
proponiendo que toda forma de ansiedad que se pueda registrar en la
psicopatología puede agruparse en tres formas básicas: la angustia ante el
encierro, la angustia ante el cambio y la angustia ante la libertad y la pérdida
de los límites. Centra el molde
primigenio de estas angustias alrededor de la línea de fractura que supone el
nacimiento en los momentos previos, durante el parto y en los momentos siguientes.
La vivencia pre natal
estaría cargada de un sentimiento de muerte inminente por la prolongación del encierro;
la post natal con sentimientos similares por dispersión y pérdida de los
límites; y, la situación inherente al proceso de parto en sí con angustias ante
el cambio, con sentimientos de confusión respecto al vivir y al morir. Este autor reconoce como elemento común la
angustia ante la muerte pero mantiene su tesis en base a la peculiaridad de
cada una de las circunstancias descritas.
Creo que, en última
instancia, detrás de los determinantes históricos inherentes a toda angustia
que nos toque observar, nos encontraremos con las fantasías propias de la
especie y junto con éstas -o un poco más
allá- con la biología misma y las reacciones vitales ante la experiencia de
sobrevivir, acompañada siempre por la presencia inevitable de la muerte.
En ese sentido, la no
superación de las ansiedades más tempranas derivará en la imposibilidad de
registrar en un nivel simbólico o cercano a éste (como es el caso de la
estructuración de la angustia como señal).
Es en este proceso de
construcción de símbolos que se va construyendo la historia individual del
sujeto. Se establece, así, la
posibilidad temporal de un pasado y un futuro, con un presente en el cual
podamos irnos rescatando de la confusión que genera el cambio, gracias a que contamos
con referentes bien integrados, que nos permitirán mantener la confianza vital en que
estamos construyendo, creando y que podremos seguir haciéndolo.
Para terminar, quisiera
agregar que, si bien se define a la muerte como no simbolizable desde lo
personal, no podemos dejar de percibir su presencia detrás de cada símbolo que
se construye para vencerla. Y ahí está,
cuando aparece la presencia espectral de los vacíos que desencadenan la gran
crisis de angustia. Creo, pues, que la
angustia supone una representación y que, en todo caso, lleva el sello de la
muerte.
[1]
Freud, Sigmund… Proyecto de una Psicología para Neurólogos (1895/1950). En: Obras Completas, Tomo I, Editorial
Amorrortu, 1979.
[2]
Freud, Sigmund… Lo inconsciente (1915).
En: Obras Completas, Tomo XIV, Editorial Amorrortu, 1979.
[3]
Freud, Sigmund… Inhibición, síntoma y angustia (1925). En: Obras Completas, Tomo XX, Editorial
Amorrortu, 1979.
[4]
Abadi, Mauricio… El psicoanálisis y la otra realidad. Buenos Aires, Edigraf, 1982.
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