III Congreso Peruano de
Psicoanálisis
De la escucha a la
interpretación en el Perú de hoy
Octubre de 1992
Quisiera
comenzar diciendo algo sobre la realidad actual de nuestro país. En medio de los múltiples y complejos
problemas que nos agobian, creo razonable que se privilegie el de la violencia
terrorista. Se trata, ciertamente, del
problema actual más impactante e ineludible, pero existen otros que me limitaré
a mencionar brevemente: la recesión brutal; la crisis energética, que permite
horas extras de descanso a las huestes de Sendero; la sequía, una de las peores
de los últimos años; la situación de extrema pobreza de más del 50% de nuestra
población; la crisis política, que no responde a la necesidad de resolver la
corrupción e inmoralidad que plagan todas las instancias de nuestros poderes;
la delincuencia, cada vez más violenta; las epidemias (el cólera, el Sida,
etc.). Todo esto ha contribuido a
generar un clima de amenaza, de inestabilidad, de frustración y de
impotencia. Por si fuera poco, en el
último tiempo se ha sumado otro elemento persecutorio, esta vez de carácter
benéfico y con una contraparte alentadora: la SUNAT. Sé que no les estoy contando nada que
desconozcan; variables más o menos, todos somos tocados por los efectos de la
misma estructura.
Quisiera
poner en relieve la importancia de que podamos estar aquí todos nosotros,
vivos, hablando de estas cosas en medio de un entorno como el que hemos
descrito. Tal vez podemos hacer muchas
cosas más; depende de lo que sepamos hacer… juntos. También es parte de nuestra realidad este
compromiso pendiente con nuestra comunidad.
Creo
que nos encontramos en una situación social de resurgimiento, cuyo contenido
escindido connota una situación clínica de profunda regresión que nos coloca en
condiciones de alta sensibilidad y propicia
la tendencia a manejarnos con
mecanismos primitivos de funcionamiento yoico.
Todo ello puede derivar fácilmente en interferencias en el trabajo
terapéutico como las que mencionaremos más adelante.
Lo
escindido que resurge, encarnado en el movimiento terrorista, repudia la
palabra y nos desconoce, de la misma manera como no reconocemos los aspectos de
la realidad que éste encarna. El riesgo,
en esta hora de resoluciones y necesidades de funcionamiento elaborativo
efectivo, es que caigamos nuevamente en la escisión y juguemos a “los buenos” y
“los malos”.
Mi
propósito en este trabajo es examinar la importancia de esta realidad en
relación con nuestro trabajo analítico y en particular con relación a la
alianza terapéutica y la necesidad de sostener adecuadamente la posibilidad de
trabajar en disociación operativa. Ésta es
la posición profesional en que nos movemos y que paso a explicar.
El
analista acompaña las asociaciones de su paciente con apertura, en atención
flotante. Para que esto pueda producirse
es necesario un largo entrenamiento y, en particular, haber podido sedimentar
en su estructura un yo observador confiable, un yo analítico que permitirá, en
el momento oportuno, echar una ojeada al campo donde se desarrolla el encuentro
con el paciente. Ésta es la posición de
disociación operativa, esencial para la consecución del trabajo analítico.
Para
que la disociación operativa sea viable es menester que el analista esté en paz
con sus propios contenidos internos y externos o, cuando menos, que pueda
manejarlos lo suficientemente bien como para que sirvan y, en todo caso, no
interfieran su labor en este delicado movimiento de apertura. Dependerá de su formación y de su experiencia
que pueda alcanzar esta posición profesional adecuadamente.
Pero,
para que se dé la disociación operativa, se requiere, también, de ciertas
condiciones que competen al entorno de sostén, al setting que, de alguna manera, representa una extensión del
analista mismo. Toda alteración en el setting, de acuerdo a su magnitud y
significación, alterará las posibilidades de lograr una atención flotante.
No
será posible disociarse operativamente si los estímulos agudos de la realidad
capturan la atención consciente, la cual tiene que quedar de lado en el
proceso. Estos elementos perturbadores pueden, también, claro está, provenir de
la realidad interna del analista, de motivos personales, de derivados del
proceso con su paciente o de una combinación de ambos.
El
hecho es que en las actuales circunstancias, en medio de una realidad
alucinante, resulta más bien excepcional no verse interferido o requerido a
actuar sobre la realidad exterior, en particular para sostener la estabilidad
del setting cuando éste ha sido
inundado por dicha realidad. De esta
circunstancia da cuenta uno de los ejemplos que expondré más adelante.
Las
otras perturbaciones, las internas, que se han visto comprometidas por el
influjo de la realidad, pueden ser manejadas al aplicar la mirada analítica al
campo donde se da el proceso del análisis.
Esto ocurre cuando se detecta que “algo está pasando” o, más bien, que
“algo no está pasando”. “Algo” que tiene repercusiones en el proceso
o en uno mismo que no están siendo capitalizadas por la comprensión analítica y
que propician la tendencia a la repetición o al estancamiento. En estas circunstancias se hace necesaria la
supervisión del caso; de ella se podrá deducir, eventualmente, la necesidad de
reanálisis para “afinar el instrumento”. Así
es nuestra labor. No puede ser de otra manera.
Por eso es tan difícil y por eso mismo es tan atractiva.
Voy
a presentarles tres viñetas de las muchas que encontré compatibles con el
tema. En la primera, muestro cómo es
oportuno actuar sobre la realidad para instalar
-o reinstalar- el setting,
enfrentando, cuando sea posible, como en este caso, problemas materiales y/o
humanos del entorno. En la segunda, me
aproximo a las consecuencias directas de un impacto de la realidad de las
proporciones de la bomba de Tarata y sus consecuencias. En la tercera, intento mostrar cómo la
realidad de una actividad de mi paciente permite, por su impacto en mí,
resistencias que impiden que vea aspectos de su realidad interior al desviar mi
mirada analítica.
Trabajando en un piso quince de
la Lima de hoy
Pardo
610, departamento 1503. Linda vista al mar, hermosos atardeceres en verano,
céntrico, nuevo, ¡mío! Corría el año
1986 cuando fui a verlo y no dudé mucho en hacerme de él.
Por
entonces no teníamos muchos apagones; éstos eran más bien esporádicos. Sin embargo, en la primera reunión de junta
de propietarios a la que asistí, propuse comprar un grupo electrógeno. Allí noté ya la presencia de otro problema,
que es un problema también nacional; lo difícil que nos resulta resolver
nuestros problemas comunes. Les había
parecido bien la idea, pero… ya veríamos más adelante; los cortes eran breves y
no apremiaba demasiado.
En
el contexto de mi trabajo con los pacientes las cosas se presentaban de manera
más o menos natural. La situación (el piso quince) resultaba ser para ellos una
suerte de test, un contenido manifiesto en el que depositaban los contenidos
propios de su experiencia pasada: temor a los temblores, fobias a quedarse
atrapados en el ascensor, etc. Síntomas
varios posiblemente asociados con el hecho de no haber contado con una madre
serena y sostenedora o de haber tenido un padre “machote” que no permitía las
expresiones de temor. En fin, cosas de
nuestro trabajo cotidiano.
Existía
la posibilidad de centrarnos, desde allí, en el mundo interno del paciente, en
sus traumas, sus conflictos, sus causas, etc.…
Eran otros tiempos; aún se podía analizar sin mayores interferencias. Pero luego los cortes de fluido eléctrico se
fueron haciendo cada vez más frecuentes hasta llegar a ser diarios (como en la
actualidad). El hecho de que eran
súbitos hizo más difícil la tarea de buscar soluciones.
Muchas
consecuencias en el manejo del setting
derivaron de esta situación. En
principio, estaba la pérdida de minutos de la sesión por tener que subir quince
pisos y luego, exhaustos, recobrar el aliento.
Más de una vez, el pedido de un vaso de agua, de usar el baño, entre
otras cosas, rompía nuestra rutina. En
el verano esta situación se agudizaba.
Los pacientes llegaban sudorosos, fastidiados, eventualmente con el
maquillaje arruinado. Algunos, debido a
problemas de presión arterial, de edad o cardiacos, no podían subir.
Al
principio, estas dificultades se podían resolver con cambios de hora o hasta de
lugar de la entrevista. Por ejemplo,
algunas de las consultas las hacía en la oficina de la administración, en el
primer piso. Pero llegó un momento en
que los cortes eran tan frecuentes que era imposible manejar las
dificultades de esa manera. Fue entonces
cuando sentí que mi espacio de trabajo se me estaba escapando totalmente. En medio de esta situación, se filtraban cada
vez más resistencias, actings,
agresiones, manipulaciones, etc. Había
que hacer algo.
Mientras
tanto, un desesperado vecino del piso veinte ofreció comprar un grupo
electrógeno y ponerlo en exhibición en el hall de entrada del edificio,
convencido que, de esa manera, los demás vecinos aportarían las cuotas
necesarias para su cancelación e instalación.
Cauto él, no procedería a la instalación mientras no recibiera por lo
menos el importe del costo. Así fue cómo
lucimos por un tiempo un hermoso grupo electrógeno importado en el hall de
ingreso del edificio. Pero de las cuotas
¡nada!
Pasaron
meses y esto se constituyó en otra pesadilla para mí. En cada nuevo corte de luz los pacientes me
increpaban sobre cuándo se iba a instalar el bendito grupo. Cada respuesta mía era una apuesta perdida,
que conllevaba el deterioro paulatino de mi posibilidad de ser creído y alguna
afectación en mi alianza de trabajo. Un
paciente muy enojado me comunicó -y así
lo hizo- que no regresaría hasta que se
instalase el grupo. Su presencia (la del
grupo) se había constituido en una expresión de mi “mezquindad”, de mi falta de
consecuencia con mi “promesa”.
Alrededor
del octavo mes de contar con un grupo que no funcionaba, un día equis de marzo,
luego de subir apurado porque ya era la hora, sudoroso y exhausto, me di
cuenta, frente a la puerta, que le había dejado la llave al muchacho de la
limpieza… por lo cual tendría que bajar y volver a subir. Mientras bajaba, me crucé con mi
paciente. Fue así que tomé la decisión:
o me tomaba el trabajo de instalar el grupo o me mudaba. Se instaló el equipo. A raíz de esto me eligieron como presidente
de la junta de propietarios, que alguna salvaguarda supone en el enfrentamiento
de posibles interferencias futuras.
Quiero
poner en relieve, con todo esto, la necesidad de preservar nuestro contexto de
trabajo y de lo que de ello deriva hacia una buena alianza terapéutica, para
poder instalarnos en aquella disociación operativa, procurando las condiciones
que permitan sostener la atención sobre el mundo interno del paciente.
Hace
poco, XX llega un poco tarde y me dice: “Me quedé atrapado en el ascensor; se
fue la luz”. A partir de esta situación
pudimos examinar qué intentaba decirme, cómo se sentía “atrapado” y cómo,
sabiendo que estaban por cortar la corriente eléctrica, subió al ascensor. Una vez más no había tomado en cuenta la
realidad para luego darse incómodos encontronazos con ella. Por otro lado, parecía que quería provocar
una situación para quejarse de mí, entre otras cosas. Pudimos trabajar de nuevo. ¡Recuperé mi setting!
La pesadilla nuestra de cada día
De
pronto, en medio de una sesión con Felipe, el ulular de una sirena irrumpe
desde la calle, interfiriendo con su discurso asociativo. “¿Qué será?”, dice. “¿Qué habrá pasado…?”
“¡Ah! No le conté que el otro día, después
del bombazo, pasé por el Hospital de Emergencias. ¡Qué bestia!
La gente llegaba destrozada. Las ambulancias no paraban de traer gente
ensangrentada. Había uno con las tripas
que se le salían. Me dieron náuseas. Me
tuve que ir.”
Yo
me sentí sobrecogido. Recordé imágenes
recientes que había visto en la televisión.
Una sensación de angustia retorció mi interior en muda respuesta a sus
contenidos que, como tripas expuestas de mi propia realidad, emergían cual
bombazo allí, en la sesión. Me fui, me fui de la sesión. El continuó:
“Hay que irse, doctor. Mi amigo fulano se fue hace poco al Canadá
con su familia. Vendieron todo -casa, carro, sus cosas- y se mandaron mudar. Ahora pienso que no queda otra, que mi amigo
tenía razón. ¡Pucha! ¡Pero dejar todo! Volver a empezar…”
Una
vez más quedo atrapado en los contenidos manifiestos que reverberan en una
realidad terrible, en una pesadilla de la que es difícil despertar. “¿Qué hago
aquí?”, me pregunto. “¿Hay que irse…?”
Si
ya de por sí es difícil analizar pacientes con realidades críticas, con
montantes de angustia que sobrepasan sus posibilidades de manejo (y las
nuestras), ¿qué podemos decir cuando la situación crítica involucra a ambos,
cuando los límites se borran en tanto los dos somos partícipes de la misma
pesadilla y cuando uno mismo no ha resuelto aquello que mueve a paralizantes
sentimientos de impotencia?
Claro
está, uno hace todos los esfuerzos posibles por rescatarse desde lo analítico;
es nuestra tarea cotidiana. Pero siempre
está allí esa pesadilla que trasciende la interpretación individual y que
requiere inevitablemente, para su solución, del desarrollo del conjunto social,
ya que se trata esencialmente de un malestar social.
En
la sesión sólo podemos abordar lo individual y, siendo así, trataremos de
mantener en principio esta discriminación de espacios; pero, la acción en lo
social queda pendiente. Es otro su espacio pero no son otros los
protagonistas.
De
momento, muestro esencialmente las consecuencias de un acontecimiento
impactante de la realidad, que felizmente perturbó sólo momentáneamente mi
escucha.
Analizar o morir… como analista
Creo
que todos -unos más, otros menos- recibimos cotidianamente información sobre la
violencia. De vez en cuando, como ya
hemos comentado, ésta aparece impactando directamente nuestra percepción. Nuestro intento natural de tomar distancia resulta
cada vez más infructuoso. Saber que uno
está en la lista de los fundamentalistas de Sendero, ocupando un lugar similar
al de Peru Report, pero con diferente
motivo (podría ser: los pendientes en desaparecer o algo así), no resulta tan
gracioso como decirlo y alguna angustia y desasosiego me producen las posibilidades reales de desaparecer o
pasar por un obligado desarraigo. La
absurda amenaza, siempre siniestra, siempre pendiente, despierta cada tanto los más recónditos
fantasmas de mi mundo interno y me exponen a cosas como las que les voy a relatar,
ocurridas en el tratamiento de Paulina, una asistente social que atiendo desde
hace unos tres años y que trabaja en lugares signados como “zonas rojas”.
Como
es natural, en sus sesiones aparecían con frecuencia relatos vinculados con el
entorno de su trabajo: “que mataron al dirigente Fulano”, “que eso no sale en
los periódicos”, “que tienen todo bajo control”, etc. No voy a entrar en detalles al respecto. Junto con esta información estaba la de su
vida familiar, social y cotidiana, desde nos acercábamos, con cierta limitación,
a su mundo interno. Cabe mencionar que
sus relatos sobre los terroristas no parecían suscitarle preocupación; más
bien, en su entorno, sus parientes se preocupaban. Nuestro trabajo, aunque lentamente, parecía
avanzar.
Lo
que quisiera enfatizar aquí son algunos aspectos de mis reacciones frente al
material. Dentro de la sesión, escuchaba
sobre sus actividades con cierta simpatía.
Me parecía que era valerosa en persistir pese a los riesgos. De tal manera, no enfaticé mayormente en
confrontaciones sobre los mismos ni busqué alguna relación entre ellos y su
realidad interna. Sin embargo, una
consecuencia de mis encuentros con Paulina era quedar removido. Me sentía vulnerable y amenazado; sentía que
“ya se nos venían encima”, etc.
Al
principio, no me daba cuenta de la relación entre una cosa (las sesiones) y la
otra (mis sentimientos de persecución y amenaza). Recién, tiempo después, caí en cuenta del
detalle. Me percaté, entonces, que tenía
cierta expectativa por los detalles de estos relatos, que dejaban la sensación
de un secreto compartido, y que, además, no los incluía en la “devolución”
interpretativa.
Reflexionando
al respecto, encontré que correspondía al uso que hacía Paulina de su poder de
aterrorizarme y bloquear con ello mi posibilidad de entender. Una suerte de entrampamiento sadomasoquista
transcurría bajo nuestra aparente movilidad.
Darme cuenta del mecanismo me permitió, en primer lugar, percatarme de
que me estaba haciendo cargo de contenidos, escindidos por ella, que me
habitaban por identificación proyectiva; que ella, de repente, había necesitado
que fuera así… y yo también.
Rescatada
la posibilidad de analizar, surgieron pronto elementos de sus vivencias y
recuerdos infantiles como, por ejemplo, que en su familia, donde había una
mayoría masculina, todos la trataban muy pero muy bien pero, de pronto, por
cualquier cosa, “le daban con hacha”.
Insisto
en que trato de poner énfasis en el detalle de mi interferencia en mi escucha
del material al punto de complementar una resistencia, movilizado por los
elementos de la realidad aterrorizante, que me expuso más a sostener los
contenidos escindidos y proyectados en mí, que a analizarlos.
También,
quiero subrayar que el rescate de esta situación sólo fue posible utilizando mi
instrumento analítico de comprensión vuelto sobre el campo donde “algo pasaba”…
pero por lo bajo.
La
realidad, como sabemos, desgraciadamente sigue siendo la misma. Lo que sí se ha podido es rescatar el acceso
a los fantasmas que se parapetaban
detrás de ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario