IV
Jornada Interna del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima, 25 a 27 de
octubre de 1996
En el marco de la IV Jornada
Interna del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima, encuentro una múltiple
fuente de motivaciones para contribuir
con este tema. En primer lugar, por
tratarse de una invitación que me hace la X Promoción -organizadora del evento-
con cuyos integrantes he sentido una grata
cercanía durante el tiempo en que me tocó dictarles algunos cursos y de
quienes me toca ahora separarme (no sin cierta angustia). En segundo lugar,
porque se trata de un evento del CPPL, institución con la que me ligan
profundos lazos y de la que, felizmente, no llegó aún el momento de separarme. En
tercer lugar, acaso el más importante, es que la cita connota un homenaje a
Luis Narváez, con quien, por muchos años, compartimos espacios inter e
intrapersonales, conociendo acerca del fantasma de la separación y de las
angustias que genera el desamparo. Creo
que su prematura despedida nos reta a sobrellevar su ausencia con alguna
apelación elaborativa, que ponga coto al dolor y a la angustia que su ausencia
nos dejó. Tal vez nos ayude en esta
gestión el recuerdo de la terca búsqueda en común y de los muchos encuentros
enriquecedores que se produjeron mientras estuvo con nosotros.
Es inevitable percatarnos de
que la vida que nos ha tocado vivir está marcada por encuentros y separaciones,
en medio de los cuales la presencia de la angustia cada tanto nos advierte que
alguna amenaza se cierne, que alguna afectación a nuestro equilibrio o a
nuestra economía libidinal puede sobrevenir y que es importante hacer algo para
sobrellevar o resolver la situación.
Esta angustia, como es de
suponer, adquiere grados variables de intensidad y tiene que ver -grosso modo-
con dos cualidades básicas: con la intensidad del riesgo real o fantaseado que
la separación supone y con la debilidad relativa o permanente del yo para
enfrentar dichas circunstancias (a mayor capacidad, menor angustia). Comparemos, como ejemplo, las diferencias de
reacción ante la separación de su ser amado que pueden tener un bebé, un niño o
un adulto, en condiciones normales. En
cuanto a la “debilidad yoica relativa” (de acuerdo a las circunstancias), tomemos
como ejemplo lo que ocurre en situaciones de enfermedad física, ausencia de un
entorno sostenedor (migraciones, muertes, catástrofes, entre otras).
Tomar este camino de
comprensión de la angustia de separación nos acerca a Freud. Recordemos que es él quien nos enseña la
diferencia entre una angustia-señal (1926), al servicio del yo, la cual nos
advierte del peligro y moviliza los mecanismos necesarios para resolver el
problema, y la angustia automática, la cual se traduce en una inundación
incapacitante que, expresada como pánico, supone el derrumbe del sistema y la
necesidad de recurrir a mecanismos más primitivos, con mayor sacrificio de la
integración yoica. En este último caso,
la finalidad será la de contener la angustia a como dé lugar, sin que importe
mucho resolver las causas que la motivan.
Al extendernos en la lectura
de los niveles de angustia derivados de la separación, veremos que en las
situaciones tempranas en las que la angustia es mayor, la necesidad de
contrarrestar sus efectos puede dar lugar a que prácticamente todas las
energías de la persona se destinen a contrarrestar dicha angustia. Esto hace que la existencia misma del sujeto
pueda acabar teniendo una finalidad ansiolítica. Por tal motivo, en la relación con el otro,
la persona llega a colocar una importante necesidad de este orden. De ello se desprenden dos posibles
derivaciones: la de aquella persona que busca fusionarse con el otro y trata de
anular las posibilidades de que sobrevenga la temida separación; y, la de aquella
otra que trata al máximo de evitar la relación con el objeto ante el temor a que
vuelva a producirse la separación.
Tenemos, así, una
consecuencia interesante: mientras que en el primer caso la relación resulta
ansiolítica, en el segundo caso tenemos que la relación resulta ansiógena y la
separación ansiolítica. En situaciones
extremas, esto puede llevar a la incapacidad para relacionarnos. Cierto es que en ninguno de los dos casos la
angustia desaparece; lo que mueve los mecanismos es la necesidad de
contrarrestarla. En el primer caso, la
mínima separación originará un sentimiento de pánico y desolación. En el segundo caso, el sentimiento de
compromiso hará crecer el de angustiosa dependencia y necesidad de fuga. Se produce, así, una suerte de dualidad
agorafóbico-claustrofóbica. Creo que
todos hemos conocido de estas relaciones y, tal vez en grados variables, hemos
vivido momentos de esa naturaleza.
Es interesante ver cómo, en
algunos casos, en los que la angustia de
separación parecía intolerable y la necesidad de vínculo una especie de
garantía de “para siempre”, de pronto el vínculo se rompe ante la aparición de
otro, tan idealizado como el anterior, quien súbitamente deja entonces de tener
valor. Estos casos se aproximan a los
del segundo tipo, en donde no solo es necesaria la separación del objeto
deseado-temido sino que, en dicha separación, se deposita también en el
abandonado la cualidad temida. El modelo
funciona y la angustia queda lejos o “puesta en el otro”, siempre y cuando no
sea el otro quien abandone. De ser así,
la tormenta (el tormento) reaparece, la desesperación cunde y lo imposible es
poco en el intento de rescatar el objeto… para vengarse de él abandonándolo.
Vemos, pues, que la angustia
de separación hace un par con la angustia de relación. El problema de fondo es
el mismo, varía solo la modalidad defensiva.
En tanto así, la angustia de separación es causa y consecuencia de
la relación-separación. Podemos -ahora sí, desde estas premisas-
señalar que, en última instancia, la angustia de separación remite a una
experiencia vivida que se actualiza, tanto en las emociones como en las
vivencias y fantasías originales. Como
es obvio, las angustias más traumáticas serán las que derivan de situaciones de
separación-abandono más precoces. Sobre
esto, volveremos.
Ahora, quisiera ilustrar lo
anterior con un caso clínico.
Hace poco, entrevisté a un muchacho de
26 años, a quien 10 días antes lo había dejado su enamorada, poniendo fin a una
relación de 3 años y medio. Sus quejas giraban en torno a la dificultad para
dejar de pensar en llamarla, en ir a buscarla.
Padecía de insomnio, desesperación, tristeza, etc. Un detalle me llamaba la atención: en el
último año él había tomado distancia de la chica, saliendo con amigos y
pensando reiteradamente en dejarla, sin atreverse a hacerlo. Esta distancia guardaba relación creciente
con la idea -de ella- de casarse.
Refería, además, que a medida que se fue dando la relación, aparecieron
en él síntomas obsesivos: tenía que lavarse las manos porque tocaba esto o
aquello que podía contaminarlo (de sida u otras enfermedades); surgían en él
dudas obsesivas de diferente índole, por ejemplo, si había cerrado o no el
caño. Sentía una angustia difusa. A él mismo le sorprendía, al relatarme sus
molestias en ese momento, no seguir padeciendo estas “obsesiones”. Desde que la chica lo dejó, sólo sentía esa
angustia de buscarla, de saber qué pensaba, de estar con ella, etc.
Vemos que la problemática
vincular lo muestra adherido a sus objetos, en una paradójica necesidad de
separarse para poder vincularse con ellos; la cercanía fusional arriesga tanto
la pérdida de límites de sí mismo como la angustiosa separación. Pareciera que, en este caso, el paciente
necesitó que fuera el otro (ella) quien pusiera los límites, ya que él tan solo
podía poner una distancia reactiva y, por tanto, no estructurante. La
resultante última (es la segunda vez que pasa lo mismo) es que la angustia
vivida y la dificultad de elaboración lo empujan a buscar algún otro
aferramiento (en sus planes inmediatos está el de abandonar los estudios y
ponerse a trabajar con sus padres, lo cual equivale a “no trabajar” los motivos
de su angustia, ya que la apelación a los padres es “volver a las fuentes”).
Parece evidente que
tendremos que arriesgar un vínculo (terapéutico) en el que pueda encontrar las
posibilidades de un desarrollo (sostenido) hacia una capacidad mayor de dar
cuenta de estas ansiedades, tan vinculadas al riesgo de poder ser él mismo
frente a otro al que se tiene que dejar-encontrar. Vemos en él la dualidad del funcionamiento
defensivo ansiógeno-ansiolítico frente a la angustia vincular. A propósito, dejo para otro momento el examen
de las demás variables -el de las
fantasías y las significaciones, en un sentido más amplio- del objeto de su relación.
En este último sentido, M.
Klein otorga una importancia central a las relaciones objetales y a las
fantasías que suscita la ansiedad vinculada a dichas relaciones. Al principio, en la posición esquizo-paranoide,
un complejo funcionamiento sostenido por mecanismos de proyección e
introyección va en camino paulatino
hacia la integración de relaciones parciales de objeto, el cual es concebido
inicialmente como malo o idealizado (bueno).
La fantasía correspondiente a una separación en este período es de
naturaleza persecutoria y la tendencia del yo es a movilizar defensas de
fraccionamiento, tanto del objeto como del yo, pudiendo llegar a un grado de
confusión entre lo bueno y lo malo o entre el yo y el objeto. Esto dificulta o interrumpe el proceso de
integración, ya que el registro del objeto prevalece desde la cualidad de
“malo”.
Klein nos enseña que la
experiencia de satisfacciones obtenidas con el pecho bueno favorece el
predominio de este registro (objeto bueno introyectado), lo cual se traduce en
una mayor integración en el yo y una paulatina tolerancia a la separación y
confianza en la reaparición del objeto, más allá de su ausencia “mala”. El logro de la noción de un objeto integrado
supone el pasaje a la posición depresiva, en la cual la tolerancia a la
separación tiene que ver con la mayor capacidad “reparativa” con la que cuenta
el sujeto, con la mayor aceptación de la dependencia y necesidad de éste; todo
lo cual lo aleja del fantasma de la quiebra catastrófica a la que daba origen
la posición anterior (esquizo-paranoide).
Las posibilidades de reparación cuentan para el objeto tanto como para
el yo, lo que lo prepara para eventos ulteriores de separación, propios del
desarrollo y de la relación con objetos totales (Klein, 1946).
Es interesante recordar que
los conceptos kleinianos guardan estrecha relación en su origen con los
trabajos de Freud: Duelo y melancolía
(1917) y Más allá del principio del
placer (1920); la separación y sus vicisitudes aparecen en ellos, pero la
manifestación propia de la angustia es tratada a fondo en Inhibición, síntoma y angustia (1926). En este artículo, Freud se aproxima a las
experiencias de separación-pérdida y su consecuencia en el surgimiento de la
angustia. Estas experiencias serían las
del nacimiento, el destete y la pérdida del cilindro fecal. Hemos mencionado previamente la importancia
de los conceptos de angustia señal y
angustia-automática, que se recogen
de este interesante trabajo.
Pasemos ahora una mirada a
lo que Winnicott nos aporta al respecto. Él nos señala la importancia del
entorno sostenedor en función de una evolución que va desde el estado de
dependencia absoluta hasta el estado de independencia. Al principio, la madre debe funcionar como
una extensión del bebé, como un yo auxiliar no discriminado de sí mismo. Una separación en esos momentos producirá el
riesgo de la aparición de una angustia intensa (“impensable”, la llama
Winnicott), que lleva al bebé a tener que interrumpir el natural devenir de su
desarrollo y reaccionar ante la falta del “ambiente sostenedor”. Se entiende que estas experiencias de
separación temprana dejan profundas huellas y movilizan la necesidad de un
funcionamiento protector (falso self),
que al comienzo mencionáramos como una existencia “ansiolítica”.
Este primer momento del
desarrollo configura un funcionamiento esencialmente subjetivo del bebé y
requiere justamente de una separación-frustración de la madre para dar lugar a
la relación con ella. Se entiende que en
este momento nos encontramos con un bebé capaz de tolerar dicha separación y
para quien la misma tiene una consecuencia trófica (estructurante). Esta capacidad tendría una relación directa
con el vínculo previo vivido con la madre, de lo cual deriva la relacionalidad,
la confianza en el encuentro sostenedor y la posibilidad de estar solo.
Se entiende que para ello el
niño ha logrado desarrollar una mayor capacidad simbólica, expresada en
términos del manejo de su mundo interno, puesto en un espacio exterior donde se
establecen-restablecen las posibilidades de recreación del vínculo
primario-nuevo; es decir, las posibilidades amplias para el desplazamiento de
la relación con objetos, con el mantenimiento de la significación
esencial. Ésta trasciende al objeto mismo
y forma parte sustancial del compartir ilusiones y del jugar: estamos hablando
del espacio potencial y del área de los fenómenos transicionales.
El objeto adquiere así una
significación particular, que en el caso de una falla temprana en el sostén materno
será la de negar la separación, motivo por el cual se convierte en
estereotipado, exclusivo y excluyente, adquiere las características de un
fetiche y muestra el trasfondo de una angustia terrible, siempre amenazante. En los términos empleados al comenzar el
trabajo, señalamos que el objeto adquiere una cualidad
ansiolítica para el sujeto en tanto se mantengan las premisas de una
negación-separación (borramiento de los límites). Así las cosas, cualquier experiencia de
pérdida-separación desencadenará la angustia temida. La sensación será la de una pérdida en el yo,
la de una pérdida del yo: “la sombra del yo” se ha ido con el objeto y sólo
queda el registro de un vacío doloroso, la no estructuración cunde y con ello
el requerimiento-apelación a una estructura de sostén externo-interno (holding), que suele ser la indicación
terapéutica pertinente cuando se nos solicita en atención.
En un aparente juego de
palabras, podemos decir que existe una separación trófica y una
catastrófica. La primera, como vemos,
está al servicio de la estructuración del ser objetivo, en relación con un
objeto; y, la segunda, es la que origina el naufragio, generalmente precoz, de
la posibilidad de relación con los objetos.
Es la que deriva en el
registro de una ausencia-separación que debe ser negada, aún a costa de la
propia negación, negación que, partiendo del afuera, es vivida como surgiendo
de sí. Es la que proviene de la falla en
el sostén materno primordial.
LA
ANGUSTIA DE SEPARACIÓN EN EL CONTEXTO TERAPÉUTICO
Como es de suponer, en el
trabajo terapéutico, tarde o temprano, aparece la angustia de separación. La peculiaridad del trabajo
terapéutico-analítico, sostenido por la transferencia-contratransferencia,
reproduce las vivencias propias de las distintas separaciones y de las
fantasías acompañantes que el sujeto ha experimentado a lo largo de su
vida. De hecho, se nos abre una variable
importante a la hora de definir el paradigma terapéutico con el que nos vamos a
manejar.
En el caso del análisis, la
búsqueda de una mayor regresión paulatina para enfrentar las circunstancias
básicas del conflicto que mueve a la angustia, nos hará facilitar el sostén (holding) para una dependencia operativa
que permita al sujeto, al final del tratamiento, poder relacionarse y separarse,
individualizarse y depender, sin llegar al desarrollo de una angustia
paralizante, producto de la acción de angustias primitivas, que subyacen a la
problemática actual.
En la terapia analítica, en
particular en la de corte breve, la idea será ayudar a la estructura a
enfrentar los retos de una quiebra actual, apelando a los recursos operativos o
potenciales con los que cuenta el sujeto.
La idea es no fomentar la regresión ni gravitar en lo esencial en los
elementos del pasado remoto. En tanto
sea así, cada separación se puede plantear como un reto a las capacidades del
paciente para enfrentar sus problemas.
Las modalidades en las que
se expresa el efecto de la separación del terapeuta son múltiples. De hecho, existe la posibilidad de que emerja
directamente la angustia intensa, en particular cuando el paciente está muy
regresionado. En estos casos, conviene
muchas veces modificar el manejo del contexto, al punto de aconsejar un
internamiento o de mantener el vínculo fuera de las sesiones (por ejemplo, por
teléfono). Es posible observar que el paciente intente prolongar la sesión a
como dé lugar o que, por reacción, se vaya apurado, como quien no se interesa
en estar más allí.
Pero, dentro de las
movilizaciones de la angustia de separación, la de los fines de semana es la
que, en un proceso de análisis, hace surgir los más oscuros fantasmas. Es
cuando los abismos oscuros se profundizan y el sentimiento de desamparo es
mayor; aparecen síntomas que “no se explican” o actualizaciones impulsivas que
escenifican el conflicto movilizado e intentan dar cuenta de la angustia que
éste promovió. De esto nos enteramos en
el momento del reencuentro, cuando el relato asociativo va configurando, entre
otras, la fantasía de un analista malo, que abandona, que se queda con todo lo
bueno, que no tiene interés en el paciente o que se solaza sádicamente con sus
padecimientos.
Es imposible mostrar todas
las variables que he podido observar a lo largo de mi ejercicio. Trataré de mostrar, desde dos casos más o
menos típicos, las posibles consecuencias de la separación en términos de fantasías y reacciones
transferenciales-contratransferenciales.
Un caso es el de una patología netamente pre-edípica y el otro el de una
paciente con problemas edípicos.
Nuestro paciente “pre-edípico” siempre
estaba pendiente del final de la hora.
Unos 15 minutos antes de que acabara la sesión empezaba a mirar
reiteradamente su reloj y era frecuente que, unos 5 minutos antes del final, se
quedara callado para, finalmente, anunciarme que la hora había terminado y que
debía irse. Era evidente que necesitaba
que fuera él –y no yo- quien diera por finalizada la sesión. De esta manera, quien me dejaba era él y no
yo.
Solía llegar muy puntual y trataba de
comunicarme absolutamente todo lo que había ocurrido desde que nos dejamos de
ver; tarea imposible, además, por la cantidad de fantasías que acompañaban sus
intentos de llenar su soledad (aunque estuviera acompañado). Era evidente que trataba, también, de negar
el espacio de separación entre sesiones, o sea, entre ambos.
Como quiera que esta intención resultaba
frustrada, con muchísima frecuencia emergía una intensa angustia acompañada de
sentimientos de rabia y rencor. En aquellos momentos, apelaba a recursos
mayores para controlar la situación y se auto-medicaba descontroladamente hasta
calmar su angustia. Esta sensación de
angustia y rabia podía aparecer incluso si lo hacía esperar unos segundos antes
de abrir la puerta: “Pensé que no estabas”, decía con ansiedad. En el transcurso de la sesión iba calmándose,
como logro de una comprobación: yo estaba allí y no lo atacaba-castigaba con
mis interpretaciones. Aún así, en más de
una oportunidad, cuando me distraía algún pensamiento durante la sesión, se
revolvía angustiado, inquiriendo: “¿En qué piensas…?”; o, me decía “Tengo
ganas de irme…”.
Daba la impresión de que, al irse de la
sesión, se llevaba la sensación de un encuentro y una sensación interna de
“objeto bueno”; pero, la ausencia reiterada en el “a posteriori” de la sesión
disipaba pronto ese sentimiento.
Con el tiempo, pudimos verificar otras
fantasías que motivaban su despedida puntual.
En una oportunidad en la que “se distrajo” y nos pasamos unos tres
minutos de la sesión, reaccionó con angustia, notando que no podía recibir nada
“extra” de mí sin sentir que me estaba “sacando de más”, descontrolando así su
voracidad, preñada de fantasías de daño hacia mí. Es decir, al irse me protegía, reprimiendo su
hambre. El problema es que con su hambre
se llevaba “lo malo”, que pronto se engarzaba con “mi voracidad” (proyectada)
que se había quedado con “lo bueno”. Se
organizaba, así, una confusión que no pocas veces lo impulsaba a llamarme,
aunque sólo fuera para escuchar mi voz, saber que existía y que podía ser
amable con él.
Esta cercanía era paradójica en tanto le
permitía, a su vez, verificar la distancia: yo estaba allí, afuera, lejos de él
y no persecutoriamente en algún lugar de su mente.
Esta confusión, originada tanto por la
distancia como por la cercanía, hacía que, con relativa frecuencia, faltara a
sus sesiones luego de haberse producido algún acercamiento. Es posible pensar que algunos sentimientos de
envidia o la dificultad misma de sostener la diferenciación entre sí mismo y el
objeto lo llevaran a no poder mantener de manera estable los introyectos
“buenos”. Así, es posible que la
sensación de vacío -por el uso intenso
de mecanismos de proyección- o de objeto
atacado “dentro” o, más aún, de objeto “atacando dentro” repercutiera en la
sensación de caos y angustia.
Era frecuente que en las sesiones
iniciales de la semana trajera contenidos vinculados a la angustia, al abandono
y al vacío, como que le costara reconocerme y reconocer su espacio. Era tal la cantidad de proyecciones con las
que este espacio había sido poblado que podíamos llegar a tomarnos dos sesiones
para lograrlo.
Todo este acontecer (y mucho más)
guardaba estrecha relación con una orfandad precoz sufrida por el paciente,
seguida de un internamiento del padre por un largo tiempo debido a una
enfermedad depresiva.
Cabe mencionar que las reacciones
contratransferenciales vividas durante este proceso eran de intensa desazón,
preocupación frecuente por el paciente, fantasías de muerte e impotencia, entre
otras. La angustia transvasaba intensa mediante el uso de identificaciones
proyectivas, siendo necesario realizar inusuales esfuerzos para mantener la
discriminación y el sostén del contexto.
En otro ejemplo, el de una
paciente más ligada a problemas de naturaleza edípica, vemos que la experiencia
de separación en las sesiones no movilizaba signos intensos de angustia.
El juego, más bien erótico, la movía a
fantasear que pasaría los fines de semana con mi esposa y mis hijos; lo mismo
ocurría durante los períodos de vacaciones. Solía juguetear con la idea de que
era mi paciente favorita o tener expresiones celosas cuando alguna otra
paciente podía opacarla con sus encantos. En alguna ocasión, se fijó en el
paciente que salía: “¡Qué churro!”, comentó.
“¿Por qué no me lo presentas…?”
Hubo oportunidad para enfrentar
emergentes de angustia de separación, aunque motivados por causas reales, ya
que la paciente, luego de casarse, migró al extranjero, promediando el año y
medio de tratamiento.
Sus problemas -motivo de la consulta y tratamiento- giraban
en torno a la elección de pareja para comprometerse en matrimonio. Tenía dos candidatos. Podríamos pensar que se trataba de alguien
que se defendía de asumir el compromiso con una modalidad histérica pero, en
comparación con el cuadro anterior, no fueron ni siquiera parecidos los
sentimientos contratransferenciales ni el uso de los espacios de separación
entre sesiones. La paciente dejaba más
bien una sensación de confianza en que “podía”. Un sentimiento de sorpresa se produjo cuando, en
la sesión de despedida, me trajo un regalo: ¡justo la planta que más me gusta!
Los padres de esta paciente se habían separado
en su juventud, antes de lo cual había sido la engreída de papá. Años más tarde volví a verla con motivo de su separación
matrimonial, pero ésa ya es una historia aparte…
¡Es hora de separarnos!
Bibliografía
Freud, Sigmund (1917)… Duelo
y melancolía. En Obras Completas. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
------ (1920)… Más allá del principio del placer.
------ (1926)… Inhibición, síntoma y angustia.
Klein, Melanie (1946)… Notas sobre algunos mecanismos esquizoides.
En: Desarrollos en psicoanálisis. Buenos Aires, Hormé, 1962.
Winnicott, Donald (1960)… La teoría de la relación entre progenitores-infante.
En: Los procesos de maduración y el ambiente
facilitador. Buenos Aires, Paidós, 1993.
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