XIII Congreso del CPPL "Afectos y angustias del
siglo XXI. En busca de un mundo interno". Lima, 19 - 21 de setiembre de 2008
El título que he elegido alude a un postulado esencial de los comienzos de la obra de S. Freud: la oposición entre el principio del placer y el principio de realidad (“Los dos principios del acontecer psíquico”).
El tema que me propongo desarrollar tiene que ver con una de las consecuencias más importantes del fracaso de una adecuada tramitación del principio del placer en favor del principio de realidad. Me estoy refiriendo a la incapacidad para elaborar duelos, para tolerar frustraciones y pérdidas, en particular las que comprometen de manera especial el registro de sí mismo, del propio narcisismo.
El eje de observación para elaborar esta trama tiene que ver con la subjetividad, el narcisismo y la relación con la realidad, lugar donde, por lógica, existen personas y cosas que son diferentes a mí, que no son mías ni piensan igual que yo.
En algún punto de nuestra trama revisaremos la propuesta de lo que hace muchos años denominé “una castración saludable”, una expresión preñada de encantos freudianos que significa el poder sacudirse oportunamente de las idealizaciones para convertirnos en personas reales, por cierto, con ideales.
Como veremos en su desarrollo conceptual, esto encuentra una especial conexión con la capacidad para jugar y la necesidad de una integración suficiente como para establecer representaciones simbólicas y un mundo interno en el cual sedimentar nuestras relaciones de objeto.
Volviendo sobre los dos principios del acontecer psíquico, recordemos que el principio del placer implica una tendencia natural hacia todo aquello que nos sea placentero y una toma de distancia o expulsión de cuanto nos sea desagradable o doloroso.
La expresión extrema del funcionamiento en base al principio del placer se da en los instantes propios del comienzo de la vida de cualquier persona. El registro de la realidad en estas circunstancias es de naturaleza mágico omnipotente; no hay conciencia de realidad, la relación con los objetos no guarda la diferenciación dentro – fuera, propia del ulterior desarrollo, el mundo es concebido a la manera de una fantasía que, por cierto, en esos momentos es totalmente real para el infante.
La funcionalidad de un bebé pequeño depende totalmente de la calidad de la relación que logre con su madre. De esta relación irán surgiendo las primeras experiencias de placer, que van dejando huellas en la memoria, huellas que harán lugar -en el futuro-al anhelo de repetición, una vez que la urgencia de alguna necesidad apremie.
En una crianza adecuada no tardan en aparecer experiencias de frustración, necesidad de esperar por la satisfacción anhelada, momentos de ausencia de compañía, de dolor, de miedo, etc. Poco a poco, el mundo mágico de los comienzos va siendo cuestionado, requiriendo respuestas alternativas que permitan manejarse ante lo adverso, ante lo nuevo, ante lo incierto.
Poder dar este paso adaptativo supone que se ha logrado desarrollar y sedimentar una emoción básica fundamental: la capacidad de confiar, de creer. En tanto así, una suerte de magia nos acompaña en la osadía de explorar el mundo de la realidad (a veces con dolorosas e instructivas consecuencias).
Así, ingresamos en el mundo del aprendizaje; vamos aprendiendo del mundo tanto como de nosotros mismos y de nosotros mismos en relación a este mundo. Esta realidad que no deja de retarnos a cada instante, desde los cambios más sutiles hasta aquellos groseros que mueven la alerta máxima y que llegan a asustar, nos da la oportunidad de interminables aprendizajes.
Toda nuestra experiencia de vida derivará finalmente en una forma particular de ser, de sentir, de percibir las cosas, de relacionarnos con los demás. A esa forma que nos es tan propia la conocemos como nuestra subjetividad. A la forma subjetiva de manejarnos con nuestra subjetividad la solemos llamar narcisismo.
Nuestra esencia subjetiva está labrada de creencias y fantasías; valores y contravalores; éxitos y fracasos; experiencias de placer y, también, de dolor; de las mil formas en que resolvimos, bien o mal, los retos y las dificultades que se nos presentaron en la vida.
El encuentro con la realidad, a lo largo de la vida, nos expone constantemente a una exigencia adaptativa, social, profesional, vincular etc., lo que no siempre concilia con nuestra subjetividad, con nuestros deseos más íntimos. Nadie es ajeno a tener que declinar posiciones personales, a tener que reformular convicciones y creencias.
Cuando niños, habrá que aprender a pedir y, de más grandes, a luchar por lo que uno quiere, a caerse y levantarse, a saber ganar en buena lid tanto como perder con hidalguía.
No es tarea fácil. La vida moderna nos seduce con el placer de lo inmediato. De alguna manera, nos prolonga la omnipotencia infantil, dificulta el ingreso de la realidad, resultando más cómodo instalarse en el imaginario “subjetivo” (entre comillas, porque uno mismo se aleja de sí para no constatar su ausencia). Tan sólo se trata de “pasar el tiempo” (mientras el tiempo pasa sin que logremos experimentarlo). En los últimos años he podido ver mucha gente joven atrapada en esta telaraña de subjetividad pasiva que anula la posibilidad de instalarse en la realidad arriesgando desde algún deseo.
A veces, es nuestra propia subjetividad la que exige en demasía a la realidad. Nuestra realidad será, entonces, la de un iluso sin…ilusión. Sentiremos que la realidad no tiene nada que ofrecernos y, salvo que se cuente con algún talento que coseche efímeros reconocimientos, la vida se puebla de matices de arrogante amargura.
Todo se vuelve despreciable y monocromático; sólo un quejido estéril reverbera un dolor entrampado que no puede arriesgarse a pedir; engañoso panorama en el que se oculta un tirano que no afloja en su necesidad omnipotente de negar un vacío doloroso, una ausencia ominosa y lacerante que amenaza la existencia a cada instante.
Quiero ahora compartir una viñeta, relacionada con una crisis personal que me tocó vivir y cuya resolución, que aún continúa en proceso, significó un antes y un después en el capítulo de construir mi propia subjetividad.
Hace 25 años que terminé mi formación como psicoanalista en la Asociación Psicoanalítica Argentina. Fueron 5 años intensos y muy duros, de esos que marcan el rostro más fiero, como diría Vallejo. Con 7 kilos menos, al final, parecía más un sobreviviente de naufragio, que un graduado de alta escuela.
Pero, más que naufragado, más bien había encallado en una gran ciudad, bella y ominosa; fascinante y amenazadora, como es Buenos Aires. Había llegado hasta allí buscando el premio mayor, aspiraba a convertirme en un héroe o en un semidiós. Así pensé que me vería una vez que me hubiera transmutado en psicoanalista.
Había apostado todo cuanto había logrado en lo material, pero mi más grande apuesta nacía de un reto pendiente, una deuda de mi adolescencia, cuando el destino había truncado, quizás oportunamente, otro viaje a ultramar. Aquella vez el ideal era viajar a España a estudiar medicina, cosa que no se pudo realizar.
No era consciente que algo más estaba en juego. Era una odisea de valor, enfrentado a mis propios miedos, a mis propios fantasmas; una manera de templar el alma. Y, aún más, en el fondo, terminar el duelo por la muerte de mi padre, trascender sus anhelos sobre mí.
La distancia, el destierro, la fuerza para sobrevivir sin culpa, luchar por mi propia tribu, hacerme padre de mis hijos a la vez que padre de mí mismo… todo aportaría en su momento para que, al final, esta crisis provocada se resolviera en términos de crecimiento, sacrificado y penoso, pero estimulante e ineludible. Sólo la levedad de un reencuentro conmigo mismo podría desencallar mi nave y permitirme volver.
Lejos estaba de darme cuenta de que iba al encuentro de mi ideal… pero para despedazarlo a martillazos.
Los 5 años de formación me permitieron compartir con gente brillante: profesores, compañeros, supervisores… todos llenos de esa mística que me había llevado hasta este altar del psicoanálisis. Habían leído de cabo a rabo a Freud y a la que por entonces aún mantenía vigencia y veneración: Melanie Klein. Lacan había llegado, pero sin lograr aún la fuerza de moda que después adquirió. Había que ponerse a tono y le di fuerte a la lectura. Después de recorrer una vez más a Freud y supervisar desde Klein, tuve un encuentro fascinante con Winnicott del que no me desprendería jamás.
Cosa curiosa: al ir conociendo el mundo personal de unos y otros, me percataba de sus naturalezas, de que eran humanos como cualquiera. Algunos estaban parapetados en un exhibicionismo narcisista, con prolijas lecturas recitadas con una memoria envidiable; otros, eran eruditos de confesada lectura precoz y gran seguridad en el manejo de las teorías.
Algo se me iba haciendo inalcanzable. Mi capacidad de concentración era tan precaria que siempre tenía que hacer doble trabajo para aprender algo que jamás podía repetir de manera literal. Mi ideal se removía como algunos de mis dientes a los 7 años.
Con redoblados esfuerzos de aprendizaje, asistía a cuanta conferencia se nos presentaba… En algún momento, me di con una experiencia interesante. Nos visitaba Serge Leclaire, un psicoanalista francés, cercano a Lacan. Yo había intentado infructuosamente entender unos textos, que conseguí, para poder comprender mejor su exposición.
¡Fue todo un fenómeno! El auditórium estaba repleto. Tuvieron que implementar salas con circuitos cerrados de TV. Todos estaban concentradísimos, en silencio, moviendo la cabeza como afirmando lo que Leclaire decía…Leclaire era un “gurú” entonces… Y yo… yo no entendía nada. Fue todo un día de conferencias y supervisión pública… y nuevas conferencias.
El expositor me daba la impresión de ser un anarquista en discurso utópico, rayando la angustia. Le pregunté a un compatriota, a quien veía en el movimiento afirmativo de cabeza, qué es lo que había entendido, y éste me contestó: “¡no trates de entenderlo…!”
Al final, en el segundo día, me volvió el alma al cuerpo… Un conocido psicoanalista, Mauricio Abadi, irreverente y agudo, se enfrentó al conferencista con una lista de 10preguntas y le dijo más o menos así: “bueno, ahora quiero que me contestes concretamente estas 10 preguntas y nada de juego de palabras…”
Por entonces, mi trabajo con los pacientes iba viento en popa, me hice de una clientela y terminé pronto mis casos de supervisión. Notaba con satisfacción que la mirada analítica había arraigado profundamente en mí, que nunca más podría deshacerme de ella, aunque quisiera, más allá de cualquier teoría. Pude llegar a aceptar que lo mío era la clínica, el lenguaje de los afectos y la cercanía sincera con el paciente.
De regreso a Lima, me invitaron a presentar un trabajo en un congreso de psiquiatría y, a manera de una elaboración de duelo, de la experiencia transformadora que había vivido, escribí un artículo paradojal cuyo título fue “Psicoanálisis: Mito y Realidad”.
Una de las cosas graciosas que encuentro en el artículo, ahora, al releerlo, es que justamente cito a Leclaire, quien enfatiza que la necesidad de matar el ideal narcisista deviene en tarea cotidiana. Y esto es así, nunca estaremos a suficiente recaudo de las trampas de la subjetividad y la necesidad omnipotente de imponer nuestra realidad, a veces hasta el punto de la necedad. Es allí donde la necesidad de “una castración saludable” se impone.
Pero, ¿qué es “una castración saludable”? Es la posibilidad de verse a sí mismo, de ver las cosas que uno piensa y cree, con relatividad, con convicción pero con tolerancia suficiente a que los demás no necesariamente lo sientan o vean igual. Es, también, mantener la apertura suficiente como para escuchar y comprender lo que el otro propone. Es poder superar el llamado “narcisismo de las diferencias”, en donde el diferente no encuentra lugar.
Sólo desde una cierta declinación narcisista nos podremos relacionar con alguna garantía de realidad compartida. Sólo así podremos lograr la realización mayor del ser humano, que es el tener experiencias de intimidad con nuestros semejantes.
En la psicoterapia psicoanalítica, lo que se busca es desarrollar la capacidad de introspección, el poder examinar las cosas que hacemos con una perspectiva más amplia, con una posibilidad de conciencia enriquecida por el mejor manejo de las motivaciones inconscientes que nutren nuestra subjetividad.
A distancia de la idealización exagerada, tendremos mucha más garantía de un desarrollo creativo, del logro de aquello que llamamos madurez, y, porqué no, por esta vía quizás alcancemos a disfrutar de una cierta sabiduría que nos ayude a comprender que la vida es algo tan serio como para no tomarnos las cosas tan en serio.
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