miércoles

1990 La condena de Eco

(Publicado en la Revista Psicoterapia y Psicoanálisis del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Año 3, Nº 3, 1990)

La Condena de Eco

El presente trabajo gira alrededor del tratamiento psicoterapéutico de un adolescente con un pertinaz tartamudeo –entre otras molestias. Trato de hilvanar la comprensión de su dinámica sintomática con la necesidad de ayudar a resolver desde un manejo de contexto que, al incluir elementos de su entorno real (los padres) permiten un giro importante en su proceso. El supuesto básico a resolver es que estos elementos de su entorno entrampan la esencia misma de su ser en un interjuego interminable de identificaciones, participando del sostenimiento de su estructuración sintomática, es más, promoviéndola, no permitiendo en él otra condición que no sea la de un eco de elementos proyectados en él, que lo hacen el baluarte sintomático familiar. Situación que denota, así, una dialéctica a predominio del Tánatos; Eros queda prisionero sin lugar, flotando en una búsqueda que no puede romper con el espejo familiar interpuesto.

La problemática a examinar me hizo evocar el problema de Eco –de allí el título- ninfa más conocida por su relación con la tragedia de Narciso. Eco se enamora de él sin ser correspondida, sencillamente porque Narciso no puede amar a otro que no sea él mismo.

Eco sí era capaz de sentir amor, pero no podía expresarlo. La diosa Hera la había condenado al silencio. Sólo podía pronunciar las últimas palabras de las frases que los demás le dijeran. El castigo provenía de haber visto a Zeus (esposo de Hera) en la compañía galante de una ninfa, visión que de por sí la había llenado de temor, ya que los espiaba sin saber de quién se trataba.  Parece que Zeus y Hera tenían frecuentes pleitos en los que la gente evitaba verse envuelta… y no les faltaba razón. La pobre Eco, al no poder evitarlo, absorbió sobre sí buena parte de la violencia suscitada por Zeus.

En este punto, reflexiono. ¿Cuántas fantasías infantiles encuentran la misma demoledora condena? ¿Cuántos padres someten a sus hijos al sacrificio para ocultar sus propios resentimientos y rivalidades? ¿Cuánta ira ante la majestad mancillada, que busca víctimas en los hijos, en quiénes los padres depositan sus ansias de venganza y a los que, a su vez, hacen cargar con las molestas heridas, intolerables en sí mismos?

Todos cargamos sobre nuestros hombros algo de la problemática de nuestros padres. Somos eco inevitable, que busca una resolución integradora en el curso del desarrollo. Felizmente, otros ecos se reflejarán, también, en uno, a lo largo de la vida, hasta constituir al fin una identidad libre, fluida y total.


Un Eco del Siglo XX

César es un adolescente con problemas para insertarse en las exigencias propias de una universidad y, más aún, para terminar de definir el rumbo profesional de su vida. Se debate en una duda obsesiva, que lo lleva a decidirse alternativamente por diversas orientaciones: tan pronto decide ser cura, como psicoanalista, médico, ingeniero, etc. Basta que se encuentre con alguien de estas ramas para que él se enrole en esa dirección y comunique entusiasmado su decisión, generando una expectativa, que muy pronto diluye ante un nuevo entusiasmado hallazgo.

Su convencimiento no es estático, es fuego en paja. Ya de inmediato se ve a sí mismo en Harvard o arremetiendo por la senda del éxito, con una larga secuencia de realizaciones, que su imaginación programa en seguida hasta abarcar la totalidad de su futuro.

Desde el comienzo de nuestro encuentro presiona para conocer mi opinión y/o consejo respecto a sus inquietudes. Llega incluso a traer una grabadora a las sesiones para retener mis palabras, aprehenderlas. Al respecto, en algún momento me comenta que cuando yo hablo el repite mentalmente mis palabras, en ese esfuerzo por retenerlas. Con un cierto “insight” de la situación, dice, avanzada la terapia: “yo no hago elaboración; lo que escucho lo repito”. Siento que es humillante copiar porque soy consciente que estoy copiando y me siento impotente y frustrado por no poder dejar de hacerlo”.

En las circunstancias del inicio, me entrevisté también con los padres. Él, según su decir, había sido dado de alta de un proceso psicoterapéutico; ella aún asistía a sesiones. Apenas instalados en los asientos, ella saca lápiz y papel y se dispone a anotar lo que yo seguramente iba a indicar (¡!). El, más bien, hace un discurso muy lógico, que no debe ser interrumpido para nada por la esposa, quien poco a poco va dejando de participar, en una suerte de resignación que gestualmente marcaba con el fastidio.

Al final, se ponen de acuerdo: no entendieron nada de la sesión (no se llevaban nada escrito). Les respondo que no se preocupen, que yo sí había entendido mucho.

Volviendo a César, agregaré que tenía una total incapacidad para expresar su agresión. Esto había movido a burla a sus compañeros de colegio, sin que él pudiera responder de otra forma que en la fantasía. Tomó, entonces, clases de karate, pero salió más lesionado que armado. Estas expresiones derivaron en formaciones reactivas de pasividad, actuaciones auto lesivas, como ser desaprobado en los exámenes o ausentarse a las sesiones, chocar el auto de la mamá o favorecer el que le pongan un cepo al estacionarse mal, etc.

Era muy difícil trabajar con él. Entre sus largas divagaciones sobre lo que tenía que hacer para resolver todos sus problemas, sus reiteradas ausencias y anuncios variados de abandono del tratamiento, quedaba poco espacio para conectarnos con sus emociones. Sin embargo, no dejaba de llamarme la atención una gran simpatía por él, cosa que trascendía mis enojos y que compartía con él con una cierta sobre dramatización juguetona, que al principio lo desconcertaba.

De todas maneras, más allá de su expresión agresivo-pasiva y controladora, un elemento de interferencia surgía repetidamente desde la figura del padre. Expresiones como “Ya no te pago más tus estudios, ni tratamiento, ni nada… A tu edad yo…”, etc., emergían abruptamente ante los traspiés de César. Éste, entre lleno de culpa y asistido por las circunstancias, dejaba de asistir a las sesiones o hablaba de dejar los estudios y trabajo. Surgían, entonces, los “buenos oficios” de la mamá, que calmaban las iras del furibundo marido, y todo volvía a su cauce; prometían no olvidar su compromiso de sostener el proceso terapéutico, etc.

Como quiera que esto era muy repetitivo y siempre la consecuencia era la interrupción, más aún cuando se daban algunos avances positivos, volví a reunirme con los padres.

Para ellos fue una oportunidad de ver el gran deterioro en que se encontraban sus relaciones. Como César había abandonado el tratamiento, veían natural el ocupar una de las horas que él había dejado vacías. Ante la confrontación respecto al desplazamiento que esto significaba, quedaba flotando una doble lectura: ella entendía que debían venir los tres; él, que sólo debían venir los dos. Ante la duda, a la siguiente entrevista vienen los tres y, al hacerlos pasar, el padre se pone furioso. Apenas sentado se vuelve a parar y dice que si se queda César él se va; que esta vez quiere hablar a solas con su mujer de los problemas que ellos tienen y que no tiene por qué enterarse “el otro”.

Aún así, logramos conversar los tres, de manera que pudiera prestarse un espacio de a dos que, a su vez, facilitara el encuentro de los tres, posibilidad tal vez inédita que, por cierto, entusiasmó a César. Los padres, ya a solas, desarrollaron un duelo de dardos y sutilezas amargas propios de una pareja bien entrenada para ello. ¿Quién era la víctima? ¿Quién era el victimario? ¿Por qué estaban juntos? “Por los hijos…”.

La siguiente vez sí nos logramos reunir los tres. César rompió los fuegos e hizo algo que nunca antes había hecho: reclamó su derecho a contar con el apoyo familiar. Lo hizo con más energía que agresión, pero justificando su posición de una manera inadecuada: “Las leyes me apoyan”.

La reacción del padre no se hizo esperar. Furioso, replicó a punto de golpearlo: “Por mucho menos de lo que estás diciendo mi padre me hubiera cruzado la cara… Me hubiera echado de la casa… Y no sigas ni no quieres mañana mismo mandarte mudar… Yo no estoy dispuesto a escuchar estas cosas”.

Por primera vez el padre se mostró abiertamente agresivo conmigo, cuestionando el sentido de estas reuniones, etc. Nos tomó un buen rato diluir la afectividad removida, pero quedó totalmente en claro la fragilidad detrás de la pretendida fortaleza, lo mismo que los estereotipos en que flotaba el ideal familiar.

Resultaba, además, terrible para César “resolver” problemas a la manera de este modelo de papá, que literalmente había golpeado a su propio padre, en defensa de su mamá, a una edad similar a la suya. Además, al parecer, papá siempre estaba esperando el ataque, presto a responder. Y… César aún soñaba con acostarse con una tía con la que se acompañaba en húmedos placeres en su soledad.

Algo cambió luego de esta reunión. Como nunca, César tomó conciencia de la agresión hacia su padre; pero, más aún, lo hizo de la agresión y rivalidad de éste hacia él. Pudo percatarse de la fragilidad del papá, a quien solventaba a costa de su propia quiebra. Se dio cuenta del boicot reiterado que su padre planteaba a su desarrollo y la profunda ambivalencia, de la que tomaba fundamentalmente la vertiente agresiva, en razón de oscuras motivaciones inconscientes y de sus ya no tan inconscientes sentimientos de culpa y de su dificultad para resolver el corte de la trama en la que se entrampaba para seguir sosteniendo el vínculo.

Por un momento, destella en su comprensión que la trampa de lo falso funciona como una cárcel de la que trata infructuosamente de liberarse, cayendo siempre en el desaliento y la impotencia de ese sostén omnipotente, inalcanzable, que no puede destruirse por esos barrotes carcelarios que son sus temores a una libertad en desamparo a merced de tenebrosas consecuencias. Además, algo terrible puede ocurrir… ¡para que papá reaccione así…!

Algo cambia en su observación de sí mismo. A partir de entonces surgen referencias como las de sus repeticiones mentales y lo humillante que siente el copiar (en lo que denota, además, las consecuencias de la ambivalencia de “modelo”).

En otro momento, nuevamente se enfrenta al padre en una discusión (esta vez intrascendente). Pero, obviamente, el cambio se ha dado en un solo lado. Así, empieza a renunciar a “cambiar a papá” y comienza a hacer planes para ir a vivir fuera del país. Una de las reflexiones que le cruza de inmediato es que, si esta decisión es realmente suya o es una forma de realizar la fantasía de su madre (era su sueño y ocultamente el de su padre, quien lo negaba bajo la excusa de “patriotismo”). Concluye que, de cualquier manera, es una posibilidad cada vez mayor de contar con su autonomía.

Hace contactos y avanza en sus planes. En algún momento, sin embargo, dice: “Mejor veo de conseguir por mis propios medios mi pasaje… Mi padre es capaz, faltando una semana para que venza la visa, de decirme que no tiene plata para el pasaje.”

Este pronóstico no resulta exacto. Lo que realmente pasó es que el padre viajó al país donde pensaba ir César y los dejó otra vez en una incertidumbre económica que, como otras veces, derivó en la interrupción del tratamiento.

Exponer este caso, como planteo al comienzo, tiene la intención de mostrar la necesidad de contemplar, de medir variables en el contexto del tratamiento. Esto es particularmente necesario cuando se registra una resistencia enquistada en la trama de una familia que participa de su sostén y hasta organización.

En mi paciente resultaba –y resulta hasta el presente- necesario romper con el baluarte de un ideal que, por utópico e inconsistente, sólo tendía a atraparlo en la omnipotencia de una repetición pretenciosa, alienante, de la realidad dolorosa de sus necesidades de amor y protección.

Tal vez Eco no pudo, terca hasta ser piedra, desprenderse del mandato de Hera. No pudo ingresar a la situación triangular, impedida por quien necesitaba descargar su cólera y sustentar su omnipotencia. No encontró posibilidad de ese encuentro con Eros, con un otro que le permitiera sentirse amada y permitirle amar.

Creo que César tampoco se encontró con otra posibilidad de relacionarse con sus padres y consigo mismo, que buscando desesperadamente corresponder con el ideal en él depositado. Se convierte, así, en alguien presto a comprender a cualquier interlocutor, siempre captando lo que el otro quiere o espera para ubicarse en ese lugar y ser “apreciado” desde su situación de remedo, pero sin llegar a capitalizar la experiencia, ya que el fenómeno sería más una manera de aplacar a quien pueda castigarlo-condenarlo que una forma cariñosa de contactar y asimilar la relación, nutriéndose del encuentro.

No, más bien la introyección resultante deviene en persecutora y requiere ser eliminada. Hay una excesiva necesidad de controlar al objeto y César la esboza desde una pseudo identificación.

Al incidir sobre el ideal concreto de origen, el padre (los padres), favorezco en cierta medida, además de un control más saludable de los mismos respecto al tratamiento, una cierta desidealización y posibilidad comprensiva, a la vez que la puesta en juego de sus potenciales para sostenerse, para confiar en no destruir ni destruirse en la quiebra del vínculo paterno idealizado… Pero es muy fuerte la resistencia y mucho el temor aún como para constituirme en un objeto confiable. Veremos…

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