miércoles

2002/09/08 La Capacidad para Disfrutar

Jornada del CPPL "La capacidad para disfrutar", setiembre de 2002




“El éxito consiste en tener lo que uno
   quiere; la felicidad consiste en disfrutar de
lo que uno tiene”.
(Proverbio popular)


Voy a hacer un ejercicio de integración conceptual alrededor de la expresión “capacidad de disfrute”. Ejercicio que, estando enmarcado en un “dentro de casa”, he querido eximir de las exigencias propias de la rigurosidad académica.


En realidad, dentro y fuera de casa trato de tomar distancia de la rigurosidad académica, dado que, para disfrutar de lo que hago, me es más fácil ubicarme en los linderos de la creatividad espontánea, haciendo honor a mis referentes desde el hecho mismo de haberlos asimilado en mi pensamiento.

Algo de “uso” hay en ello y tal vez luzca incluso como una ingratitud, pero estoy seguro que nadie pretenderá que lo que expongo es pura creación mía. Al respecto, es posible que el disfrute de lo recibido de los padres es sólo posible si se ha realizado la heredad; es decir, si se ha “matado a los padres”, si hemos asimilado en nosotros mismos lo que de ellos recibimos.

A propósito de este detalle, considero una dificultad seria para el disfrute lo que se produce cuando nos sentimos compulsados a mencionar a cada instante “esto lo dijo Freud”...o “esto lo dijo fulano”, las más de las veces para justificar lo que decimos. La verdad es que a mí me recuerda cuando mi madre me insistía: “dile gracias...” “¿ya saludaste...?” Era el “gracias papá”, “gracias tía” o... cualquier “gracias”, lo cual hacía que se perdiera la gracia, la espontaneidad y la
generación natural del sentimiento de gratitud.

Pienso que el disfrute es pariente cercano de la gratitud, del reconocimiento del bien recibido. Pero tiene que haber un ingrediente indispensable para que se produzca la alquimia esperada: libertad. No es nada placentero y menos posible de disfrute lo que deriva del “tener que...”, salvo que surja del reconocimiento de nuestra “disposición para” asumir un compromiso, no siempre agradable, a veces doloroso. Pero, asumido con libertad, puede dar lugar al disfrute.

El enfrentamiento con circunstancias adversas otorga solidez al disfrute, lo torna en una capacidad. Al devenir en capacidad, se hace manejable, integrable, en el proceso de aprendizaje de la vida, en el sostén de la alegría de vivir; se convierte en algo que nos lleva a ligar los componentes propios de la fantasía con la realidad.

Andando el camino de la vida, el disfrute nos va dando la pauta de lo que es verdadero y de lo que no lo es; de lo que podemos y de lo que no; de lo que somos; en última instancia, de lo que podemos jugar a ser, sin quedarnos pegados en la representación de nosotros mismos. Poder cuestionarnos, encontrarnos al final de una idealización, con la que también podamos jugar. Es bien sencillo: lo que no disfrutamos, simplemente no es.

Muchas experiencias pueden otorgarnos sensaciones de placer, exaltaciones eufóricas propias de la pasión, el logro de algún objetivo, la posesión material, el ejercicio del poder. El disfrute es algo distinto. Es una emoción atemperada, no desbordada. El disfrute tiene una dimensión profunda, en la que toda la experiencia de la persona está involucrada. La resultante es la sensación de plenitud que el disfrute otorga.

Esta plenitud produce una paradoja: la ubicación atemporal de la experiencia en el aquí y ahora. Finitud e inmortalidad coexisten, dolor y goce configuran el “vale la pena...”. Una cuota de omnipotencia se realiza sin entrampar la experiencia. Algo late en el interior con fuerza vital, con emoción, con alegría.

La plenitud en el disfrute proviene, a su vez, de que la experiencia tiene sentido para la persona que la vive. Este sentido jamás desconoce lo que son las características de la persona, lo esencial de sí. Aquello a lo que realmente es sensible, a lo que es afín, aquello que supone su disposición natural. Me es difícil imaginarme a mí mismo disfrutando en un ambiente lleno de fumadores o pasar indiferente junto a una persona accidentada.

El disfrute, entonces, implica coherencia y sinceridad con uno mismo. Estar al tanto de ese mensajero que es el disfrutar, que nos señala el camino. Ser honestos cuando nos damos cuenta de que no estamos disfrutando con lo que hacemos o en lo que estamos. Distinguir con qué nos podemos identificar empáticamente y con qué no.

Recuerdo ahora una conversación con mi maestro, el Dr. Seguín. “El viejo”, como le decíamos, no dejaba de enseñarnos con su ejemplo de vida. Ya cercano a sus 87, edad de su fallecimiento, nos contaba (al último grupo de los que habíamos sido sus residentes en el Hospital Obrero) que dejó de disfrutar del caminar, práctica que alguna vez lo había llevado a fundar un club de caminantes. “Pero aún conservo el gusto por los dulces”, agregaba, con entusiasmo travieso, siendo él un disciplinado diabético. A renglón seguido, nos hacía una increíble exposición sobre la actualización de los psicofármacos, tras lo cual nos despedía con sincera gratitud.

Lo que ahora resulta claro, que jamás dejó de disfrutar Seguín, fue ese gusto por reunirse con la gente joven y compartir chanzas y buenos chistes. “No soy viejo”, decía, “simplemente, soy más años joven que ustedes...”

A diferencia de la angustia, que nos advierte sobre las amenazas a nuestra integridad, el disfrute nos da noticias sobre el eje en el que estamos funcionando. Si no atendemos a los avisos del disfrute (o la falta de tal) nos la tendremos que ver con los centelleos de la angustia, cuando ya perdimos la ruta.

No tiene sentido llegar a ser presidente de la república si mi capacidad para manejar las circunstancias no dan para ello. Lo más probable es que me genere angustia. Y, de esta manera, nos encontramos conque el disfrute narcisista de ser ungido presidente conlleva el colapso de mis posibilidades de ser como persona. La obnubilación resultante puede llevarme a pasar en medio de un salón lleno de heridos sin percatarme; lo peor, sin darme cuenta de que es probable que sea yo el causante de los heridos.

Esto nos lleva a la consideración metapsicológica de que es necesario que la experiencia de disfrute conlleve una integración entre las instancias del aparato psíquico; un equilibrio entre Ello, Yo y Super Yo, con una adecuada conducción de las pulsiones del ello frente a los avatares de la realidad. El ideal del Yo juega un papel importante: anima, estimula, sostiene los argumentos del amor, de las experiencias paradigmáticas, en medio de primitivos disfrutes del otro, en el proceso de vernos crecer, siendo nosotros mismos.

Aquí podemos echar una ojeada a ese otro elemento a considerar, que es la relación con uno mismo, el grado de amor propio, el narcisismo saludable, la autoestima, necesarios, -básicos, diría- para que el disfrute pueda devenir. Es importante que el disfrute no dependa tanto del objeto; que, de alguna manera, la persona pueda estar a distancia de las ataduras de la dependencia primitiva.

Todo lo previo se complica cuando surgen dificultades en el proceso de vida, cuando prevalecen las necesidades defensivas, la exagerada urgencia adaptativa ante adversidades tempranas, pérdidas gravosas o lesiones severas a la autoestima. Ni qué decir respecto a la dificultad para disfrutar que tiene una persona que no ha logrado una suficiente y equilibrada integración de sus instancias psíquicas. Puede ocurrir, entonces, que encontremos gente en la que la capacidad de disfrutar no se haya desarrollado o haya encontrados desvíos hacia formas sintomáticas.

En estos casos, propios de la patología, encontraremos formas que se parecen engañosamente al disfrute. Son las formas en que la necesidad defensiva apela a montos de omnipotencia, casi siempre notorios, casi siempre exaltados. Las características de estas experiencias equívocas de disfrute son su perentoriedad y compulsividad, su requerimiento exhibicionista y su fragilidad en el tiempo.

El vacío que sigue al disfrute omnipotente denuncia su falsedad. Otra consecuencia delatora es el daño, en el otro o en sí mismo. En estas situaciones, eros ha quedado totalmente a merced de tánatos y es más la compulsión repetitiva que el deseo lo que gatilla el “disfrute”. No hay gratitud, hay mas bien resentimiento, odio o envidia en las entrañas de quien así disfruta.

Distinto es el caso del verdadero disfrute, en el que la emoción anida en el sujeto como disposición, como posibilidad abierta, no ligada exclusivamente a un objeto o circunstancia de la que depende. Es más, el disfrute aparece desde el camino mismo hacia las metas trazadas y está, también, después de la meta, en la sana y grata evocación que la recrea. Es ahí donde podemos percatarnos que, más que un derivado placentero de la obtención del objetivo, es una condición inherente al sujeto, una capacidad que se ha instalado y que, cuando el sentido de la ruta no aparece en principio, la persona sabrá encontrarlo, desde su propio aporte.

Encuentro, por último, una cercanía entre el disfrute y la sabiduría. El disfrute está más allá de las tentaciones del conocimiento y la programación. Nos lleva a la confianza en el futuro, a darle tiempo al tiempo, a encontrar nuestro tiempo interior, a confiar en que, por más que nos levantemos más temprano, el amanecer no se va a apresurar.

Esto nos hace pensar también en la posible relación entre la capacidad de disfrutar y las emociones propias de la sublimación. La sabia administración de nuestras demandas nos lleva, a veces, a la renuncia pulsional en favor de satisfacciones relacionadas con la trascendencia del ser en la vida. Atemperadas las pulsiones, con la confianza en las posibilidades de sobrellevar postergaciones y frustraciones, hay lugar para el amplio disfrute de los talentos y las capacidades, propios de la singularidad de cada quien. Hay lugar para el goce del ocio y la creatividad, para el ser en la vida, con la emoción de la alegría de ser, vivida desde uno mismo, con otros y más allá de los otros, en comunidad armónica con el universo y los misterios insondables de la existencia humana.

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