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1999/11/27 El cuerpo como objeto transicional

Trabajo presentado en el VIII Encuentro Latinoamericano Espacio Winnicott: “Winnicott, Polémico y Actual”.   Buenos Aires, APA, 26,27 y 28 de noviembre de 1999.


Hablar de psique o de soma aislados remite a lo impensable. Se trata de una unidad indisoluble. Tan sólo la patología nos muestra las huellas de un bloqueo producto de interferencias funcionales o de trastornos neurológicos severos, que tienen como consecuencia tal resultante. Sobre este punto, creo que cabe una comparación con lo que Winnicott planteaba respecto a la existencia del bebé: “Un bebé no existe, salvo con relación a una madre...”.  En este caso, podríamos decir: “No existe la psique, salvo con relación a un cuerpo que la sostenga”.

En el presente trabajo me voy a referir al cuerpo. La intención es la de observar su posible cualidad transicional para con el Yo y sus extensiones en el espacio de la relación con los demás objetos. Dejo en claro que no se trata de indagar en las complejidades del funcionamiento corporal en su interacción con la psique sino acerca de su lugar en la configuración del sí mismo diferenciado, en la aventura siempre delicada de vivir la experiencia de su recreación en el vínculo consigo mismo y con los demás.

Cuando leemos en Winnicott sobre objetos transicionales, vemos que una de las características que se les adscribe es la de objetos NO YO. Entonces ¿cómo considerar al cuerpo como un objeto transicional si forma parte del YO? (No olvidemos que las enseñanzas freudianas nos dicen que el yo es en principio un yo corporal). Adelantemos alguna respuesta mencionando que se trata de una de las tantas paradojas que iremos encontrando en el grato camino de observarnos siendo y relacionándonos con nosotros mismos.

Recordemos: la configuración del objeto transicional supone un tránsito desde la relación con el pulgar, la mano u otra parte del cuerpo, con las que el bebé mantiene un vínculo, hacia un sustituto que solemos tipificar como "el osito”. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que el pulgar, las demás partes que hemos mencionado o el cuerpo mismo, adquieran la cualidad transicional; es más, quisiera poder demostrar que este hecho es una necesidad indispensable para las futuras relaciones con los demás, en especial aquellas que son vehiculizadas por el cuerpo mismo, como es el caso del amor sensual.

Una de las principales funciones que tiene como cometido el objeto transicional es la de proteger al bebé de las ansiedades que derivan de la separación de la madre o de su ausencia. Es un objeto acompañante que adquiere cualidades derivadas del registro de las experiencias vividas con la madre, experiencia fundante del sí mismo tanto en su expresión corporal como psíquica.

Observamos en ello la conjunción potencial de lo protector y lo defensivo. Como veremos, el desarrollo en el espacio de la transicionalidad llevará a resultantes totalmente diferentes según el predominio de una u otra cualidad (defensiva o sostenedora) adscrita al objeto transicional, en nuestro caso, al cuerpo.

En todo este proceso, el cuerpo ocupa un lugar muy particular. Requiere de un contacto estructurante que es provisto por las caricias, la cercanía física, el calor, el olor, la mirada (la propia y la ajena), el gesto, etc., todo aquello que va configurando nuestro mundo de sensaciones, con sus límites y espacios. Los tiempos, también, van ocupando su lugar, a la vez que se levanta el registro de un vínculo ligado a dichas sensaciones. También, es posible la ausencia de dicha experiencia.

Como sabemos, la situación inicial mencionada connota una experiencia esencialmente subjetiva. El camino a la relación con los objetos del mundo tendrá que contar con la posibilidad de investirlos con las características de esta experiencia. El encuentro con el objeto transicional, la configuración del mismo como tal, es la reedición de la experiencia vivida, la funcionalidad de una vivencia temprana de ser creado creando al otro, con el que uno llega, al final, a formar una unidad diferenciada. El cuerpo siempre estará a mitad de camino en este proceso dinámico, ocupando su lugar en el espacio de los fenómenos transicionales.


EL BEBE TRANSICIONAL

En el encuentro original de los cuerpos, con el entrecruzamiento de las respectivas subjetividades -la de la madre y la de su bebé- la naturaleza inicial de la misma requiere que la madre asuma a su bebé como un objeto transicional. El bebé-osito está cargado de significaciones que le adjudica la madre y, por tanto, adquiere para ella la cualidad acompañante y sostenedora que "calma” sus propias ansiedades de separación-difusión. Para ello, la madre requiere contar con los recursos necesarios para reinstalarse oportunamente en su propio cuerpo, sosteniendo elásticamente los límites de su propia identidad.

Se entiende que la cualidad transicional no repudia la realidad misma del objeto; en tanto así, el bebé tendrá garantizado su propio reconocimiento mas allá de las adjudicaciones que le haga la madre.

En este contexto, al ir desarrollando el Yo, lo van haciendo, también, el cuerpo y las funciones que le son propias, como la motricidad; y, con ello, se acrecienta el acceso a los objetos del mundo. Si no hay dificultades, la integración se da de manera natural.  El Yo no puede menos que encontrar en este cuerpo un aliado ideal para el descubrimiento de dichos objetos, para el contacto y la exploración que van enriqueciendo su campo de experiencias. Junto con los nuevos vínculos objetales, va desarrollando, también, el vínculo con el propio cuerpo, la posibilidad de expresarse ampliamente a través de él.

Es importante, para la omnipotencia fisiológica inicial, que el bebé registre su valor como sostenedor de la transicionalidad de la madre, sin tener que preocuparse por ella; percibiendo, junto con este registro, el hecho de que, a su vez, es acogido por ella. Las huellas de este registro predisponen a relacionarse consigo mismo, con su cuerpo y con los demás, con posibilidades transicionales.

Los problemas surgen cuando la madre asume al bebé como un antidepresivo o ansiolítico y, por lo tanto, no lo discrimina más allá de la función atribuida. El bebé se convierte, así, en un amasijo de proyecciones o simplemente no es registrado más allá de su dimensión corporal, recibiendo tan sólo la atención de sus necesidades físicas. Es, entonces, un cuerpo sin vida, sin posibilidad de ser desde sí. La transicionalidad queda entrampada en su finalidad defensiva. La relación con el otro queda, así, limitada a lo potencial.

Es a veces desde el cuerpo que se retoma el camino hacia la experiencia del encuentro consigo mismo o con el otro. De ello nos hablan las experiencias en terapias de expresión corporal, en masoterapia, etc. A partir de caricias y de la constancia suficiente de una pareja tolerante y sostenedora, también, se puede remontar el bloqueo del camino hacia la transicionalidad, hacia la integración psicosomática.

Cuando se dan las fallas mencionadas, a la hora de relacionarse con objetos alternativos a la madre, el sentimiento de falta de continuidad existencial y la sensación de pérdida de lo previo, deriva en un desamparo angustiante o aterrador. En esas circunstancias, la relación con el objeto (y, por supuesto, con el cuerpo) mantiene las características de lo vivido previamente. Si no hubo experiencia transicional las ansiedades prevalentes impulsan a un uso igualmente defensivo del objeto. Veremos luego cómo el cuerpo es usado para calmar las consecuencias de estos vacíos ominosos.

Pero, nuestro cuerpo no es un objeto cualquiera; sufriente o placiente, débil o fuerte, hábil o torpe, es nuestro compañero inseparable. Más vale que nos sirva de investido asistente objetal a la hora de enfrentar las mencionadas ansiedades. Por eso, el pulgar, la mano, el propio cuerpo, necesitan adquirir la cualidad transicional que permita organizar de manera estructurante y creativa el complejo tejido de la existencia psicosomática.


LA TRANSICIONALIDAD LOGRADA EN EL CUERPO

Cuando logramos establecer un vínculo de características transicionales con nuestro cuerpo, mantenemos una fluida relación con él y con sus funciones. Logramos quererlo, cuidarlo, mimarlo si es necesario; le prodigamos los afectos propios de un niño, de un adulto o de un anciano, según corresponda. Contamos con él de tal manera que cada tanto nos olvidamos de su existencia sin dejar de percibir su presencia sostenedora. La paradoja es que sostenemos al objeto cuerpo que, a su vez, nos sostiene; mientras mejor lo cuidamos más nos prodiga su aporte de vitalidad y compañía confiable.

Como con nuestros primitivos juguetes, lo podemos adornar, cambiar de peinado, de vestido, ponerle barbas, anteojos, perfumes, etc., disfrutando al vernos en variables versiones o en aquella que nos gusta mantener, sin perder lo esencial de nosotros mismos. Nuestro cuerpo pasa, así, a ser “el personaje” accesible que nos identifica.

Es cierto que eventualmente lo maltratamos y es obvio que hasta es posible destruirlo, materializando así el fracaso de mantenerlo en el lugar de la transicionalidad, en donde siempre cabe la posibilidad de preocuparse por él y repararlo. Mucho depende de la construcción de amparos adicionales, extensivos al cuerpo, desde donde fluya lo potencial. La destrucción del cuerpo cabe tan sólo cuando ya no hay aliento de vida, ya que vida es integración creativa, una eterna transición siempre abierta a los cambios que la realidad presenta (la vejez y la realidad de la muerte, por ejemplo).

Los cambios a los que lo somete la vida no movilizan sentimientos de extrañeza. El reconocimiento de sí mismo está asegurado en cada momento. Lo esencial de sí mismo sigue aportando la cualidad representativa siempre en posibilidad de enriquecerse con cada nueva experiencia. “El extraño del espejo” siempre, pese a todo, permitirá reconocernos, relacionarnos con nosotros mismos.

El cuerpo transicional, suficientemente bien delimitado, podrá “perder los límites” sin destruirse. Esto se expresa en la capacidad de relajarse y abandonarse a las experiencias propias de la mente o del cuerpo mismo. El éxtasis contemplativo, dejarse llevar por la música, el transitar por la expresión teatral, representar con emoción y elasticidad a otros personajes, son algunos de los ejemplos de lo que estoy proponiendo.

Este representar desde nuestro cuerpo, el expresarnos a través de él en múltiples encuentros trascendentes (en tanto están más allá de nosotros mismos), nos deja el saldo de una experiencia de renovada recreación, por la cual, siendo nosotros mismos, dejamos de serlo para volver a ser, para resurgir enriquecidos por la vivencia, en una espiral que sólo la muerte física puede interrumpir.

Es en el encuentro amoroso de los cuerpos, en la experiencia sexual, donde percibimos con más nitidez el requerimiento de esta cualidad. Son dos que se entregan a la plenitud de un encuentro en el que borran sus límites acercando sus cuerpos hasta formar uno solo. Dos cuerpos que generan un espacio potencial. La magia de la situación reinstala las posibilidades de la identificación primitiva. El otro es uno y uno es el otro. El vehículo es el cuerpo, pero el punto de mayor contacto es el alma misma, la esencia del ser, es la oportunidad para la más profunda intimidad psicosomática.

Nada de esto podría ocurrir si no hemos logrado integrar la transicionalidad a nuestros cuerpos; esto es, la total disposición para la entrega en la relación con el otro, algo totalmente distinto al producto de un manejo corporal calculado o a los excesivos recaudos o condiciones para el encuentro. De esa manera lo que se produce es una exaltación defensiva de los límites antes que su apertura a la experiencia.


EL FRACASO DE LA TRANSICIONALIDAD EN EL CUERPO

El fracaso de la función transicional en el cuerpo deriva en que éste se convierta en un objeto de sobrevivencia al que hay que aferrarse cual tabla de salvación. La relación con el cuerpo hereda el fracaso inicial de la madre de tener en él a su “osito” transicional. El resultado es una precariedad en el establecimiento de los límites corporales y una amenaza constante de desestructuración, que hace peligrosa la cercanía con el otro. Se establecen distancias corporales rígidas o una dolorosa dificultad de reencontrarse luego de “soltar los límites”, como en el encuentro amoroso o sexual.

Quisiera ilustrar este último punto con una viñeta: Una paciente, al inicio de su tercer año de terapia analítica, me cuenta que está logrando tener relaciones sexuales satisfactorias con su marido (luego de 12 años de casados). La última vez le ocurrió “algo muy loco”: todo había estado muy bien pero, luego de un momento de intenso placer, necesitó apartarse bruscamente y empezar a tocarse “como reconectándome conmigo misma...”. Poco tiempo después, me cuenta: “Estoy en una etapa de exploración, pero es muy particular, porque es mi marido el que me explora, me hace cosas que no me permitía y yo siento que yo misma me exploro a través de él. Por cierto que yo jamás me he masturbado, con las justas me toco el cuerpo...”. Como una asociación importante, me comenta: “Cuando tenía más o menos 12 años, hacía un juego frente al espejo... Me miraba fijamente y al poco rato era como que me miraba desde un costado, desde fuera de mí... Hasta veía que mi cara cambiaba de expresión...”

Su historia estaba marcada por una exaltación erótica casi permanente, con un bloqueo total a la hora de “hacer el amor”. Desde el comienzo del tratamiento era notoria su necesidad de abrazarme, tanto al entrar como al despedirse, gesto que mantuve en observación, sin oponerme a ello. Era el abrazo de una niña en el cuerpo de una mujer. Lo entendí como que me pedía que la ayudara a manejar esa diferencia, ya que alguien había errado el sostenimiento de esa discriminación en el momento oportuno. Parecía corresponder a una incidencia edípica no tramitada.

Un sueño -donde aparecía con un cuerpo transparente entre otros cuerpos también transparentes y una serie de detalles que delataban la presencia de una madre inundante que, desde muy temprano, la hacía perder los precarios límites de sí misma- me orientaron, sin embargo, hacia otro entendimiento de su necesidad de tocarme y ser tocada: necesitaba que la ayude a configurarse y a configurarme. Bordeando contenidos de una situación muy temprana, me comenta: “No sé cómo los pintores tienen esa facilidad para dibujar los contornos de las cosas, pero creo que los colores se van acomodando y encontrando sus límites de forma natural. Así siento que me está pasando”.

Es importante mencionar que en el tratamiento de esta paciente muchas veces durante las sesiones me he permitido tomarle la mano, hacerle una caricia en el pelo o algún otro gesto espontáneo que implicaba que entendía su necesidad de ser acogida y querida. Tal vez el contacto corporal era necesario para registrar que yo estaba allí. Uno nunca lo sabe con certeza. Creo que estos gestos han contribuido en un proceso que, si bien no está a término, nos muestra ya algunos detalles evolutivos estructurantes como el detalle de la vivencia de pérdida de los límites corporales en el camino de reconstruir la transicionalidad corporal frustra.

Respecto a la comprensión de lo que ocurre, es cada vez menos apremiante el contacto físico. Es, también, menor la urgencia de interpretar para atenuar la ansiedad proveniente de la amenaza de perder los límites. Encontramos cada vez más posibilidades de explorar en la incertidumbre, con desmedro gradual de la necesidad de comprobar nuestras certidumbres.

Otros casos de fracaso los vemos en aquellos que mantienen su cuerpo en un punto “de vidriera”, pero que, en tanto su falla transicional, resultan en un fracaso a la hora de acercarse mas allá de “lo expuesto”. Por otro lado, el mantenimiento de este estado (el de “vidriera”) es mas bien generador de tremendas ansiedades, llegándose a la pérdida de la apreciación correcta del propio cuerpo. El control de cada gramo, de cada detalle de los arreglos exteriores, previene de un desastre siempre inminente. Pareciera ser que el temor es a no tener existencia corporal. De esta manera, se intenta colocar el cuerpo por delante, como una barrera que asegura el contacto y protege contra la temida relación. El riesgo proveniente de la relación es el de la reedición de la experiencia de no ser acogido, a la vez que perder el control del vínculo. Se da la paradoja de intentar deslumbrar (atraer) pero para no ser vistos (tocados).

En otros, el cuidado del cuerpo es una obsesión relacionada con la posibilidad de enfermar o con la sensación permanente de padecer de algo (hipocondría). La angustia flota, notoria, llevando al aferramiento al cuerpo en el que se depositan los temores. Esto se da como una precaria escala de externalización, que no va muy lejos por no haber tenido la experiencia suficiente de sostén exterior. El cuerpo, así, es vehículo permanente de contacto frustro con un otro (el Dr., la mamá, etc.), que no logra “ingresar” (sanar, aliviar, contener). Es imposible, así, desprenderse del cuerpo. Este funciona como un objeto consolador, función que, como sabemos, nunca llega a cumplirse pues no logra consolar. Es una vana estructuración defensiva.

Otra pequeña viñeta nos servirá de ilustración: Daniel me viene a buscar hace ya varios años. En el curso de nuestro encuentro se ha retirado varias veces, ha consultado con otros terapeutas y, en alguno de sus retornos, llegó a participar en terapia de grupo conmigo. Al comienzo de su proceso terapéutico se quejaba de una serie de trastornos hipocondríacos, del temor de tener cáncer, sida o enfermedades similares; se sentía feo, por lo que consideraba que ninguna chica podría encontrarle “méritos”. Durante sus más de 30 años, su sexualidad transcurría entre placeres solitarios, asistido por cantidad de revistas, lo que le hacía decir de sí mismo que era un “voyeur”, y mantenía una relación compulsiva con prostitutas. La única chica con la que mantuvo una relación prolongada (cerca de un año) tenía los días contados desde el inicio por ser “mulata”. De hecho, su sexualidad estaba enmarcada en una intención ansiolítica. Atrapado en su cuerpo y en sus síntomas, era muy dificil para él salirse de un repertorio monótono y poco “resonante”, bastante somnífero, a decir verdad.

Hace unos meses, al morir su madre, con quien mantenía una singular relación de dependencia “con distancia”, empieza a darse en él un cierto vuelco. Al principio, reproduce un duelo más intelectual que sentido; luego, empieza a buscar chicas “delivery”, para casarse, a través de una agencia matrimonial. No llega a concretar nada. Hay un momento en que me doy cuenta de que no sabe vincularse; las personas son cosas que no sabe “usar”, con las que sólo se relaciona sin llegar a una transicionalidad. A partir de ello (no se piense que fue un lúcido insight), empiezo a implicar una iniciativa más continente, menos distante; siento que pongo más “el cuerpo”, “tocándolo” más de cerca. Juego un rol más orientador, de guía, le explico cosas, dejo de esperar cosas de él y voy encontrando en mí posibilidades de un cierto aprecio por su persona. Si partió de él, de mí, de lo que se dio, no lo sé muy bien pero, al poco tiempo, empezó a salir con una chica de la que se empieza a enamorar por primera vez desde que lo conozco. Sin embargo, no llega a tener relaciones sexuales con ella luego de cerca de dos meses de salir formalmente. En el ínterin de esta relación, llega a desarrollar lazos de ternura con la hijita de ésta. Por primera vez se visualiza a sí mismo como padre (ya tiene 40). Como era de esperar, empiezan a surgir “motivos” para enojarse. Le empieza a reprochar cosas que evidentemente proyectaba en ella. La cela, la controla y encuentra pronto motivos para romper. Estaba sofocado, asustado. Ahora está “respirando un poco”, tratando de no volver a los placeres solitarios. Algo hemos empezado a compartir como para que se quede “de este lado”, construyendo sus propios deseos. A todo esto, los síntomas hipocondríacos han ido cediendo en favor de una mejor relación con su cuerpo y con otras personas. Se viste mejor, se cuida el cabello, que se le estaba cayendo aceleradamente. La obsesión por los síntomas y las salidas compulsivas con fines evacuativo-sexuales, ha dado paso a una programación cada vez mejor de su tiempo libre con chicas amigas con las que no se siente obligado a nada pero con quienes puede disfrutar de compañía femenina.

Otra consecuencia del fracaso transicional en el cuerpo es la fetichización de alguna parte del propio cuerpo. Por extensión, también puede ser alguna parte de otra persona. He podido observar este fenómeno en pacientes masculinos con fetichización del pie. Como sabemos, esto forma parte de la negación del otro como diferente.

En el origen, las fallas maternas en la relación con su bebé van desde el excesivo contacto con el cuerpo de éste hasta la ausencia de dicho contacto. A ello se le agrega con frecuencia la negación del reconocimiento del cuerpo como propio. En ello influyen muchas veces el nombre o los emparentamientos adventicios (“igualito a...”) o cuidados respecto a peligros vividos por los padres o los padres de los padres (“no le vaya a dar TBC... no se vaya a enfermar...”, etc.). El cuerpo queda, así, enajenado del transcurrir por su desarrollo normal, queda atrapado por los designios de otros, para quienes tiene una significación aplacadora a la que tiene que someterse para sobrevivir. Total, parece que, de esa manera, lo cuidan a uno muy bien siempre. De esta forma, queda abierto el camino para futuros trastornos. El cuerpo podrá rebelarse en el futuro. Lamentablemente, el yo tenderá a reproducir en la relación con el cuerpo aquella de los cuidados tempranos de la madre. Acaso en el presente encuentre las posibilidades para poder perder los límites que le impidieron configurarse.

Otra paradoja es que tiene que contar con un contexto que sostenga los límites mientras los pierde. Acaso una psicoterapia, tal vez los logros en la vida misma, acaso un nuevo amor... Siempre es posible instalar o reinstalar la transicionalidad en nuestro cuerpo.

Finalmente, a manera de resumen, proponemos que es posible entender el inicio de la transicionalidad en general y del cuerpo en particular en la experiencia vivida como objeto transicional de la madre. El fracaso en dicho proceso inicial daría como resultado una carencia de significación transicional en el encuentro con el propio cuerpo, tanto como con el de otros cuerpos-personas.

Ponemos atención a la posibilidad de alguna cercanía corporal con el paciente a la luz de sus necesidades de estructuración e inclusión del cuerpo en el espacio de los fenómenos transicionales. Tal inclusión requeriría el ser investido (el cuerpo del paciente) con una significación transicional por parte del analista. No sé si esto sea o se parezca a una “transferencia del analista”; tal vez sea lo mismo en otras palabras, pero creo entender que la transicionalidad es algo más que una “transferencia”.

Pero, respecto a los detalles de la técnica que se refleja en las viñetas y sus posibles implicancias en la evolución del proceso, espero poder extenderme en otro trabajo, tal vez contando para entonces con una mayor observación, seguimiento y reflexiones apropiadas.


Bibliografía

Abadi, Sonia (1996)... Transiciones. El modelo terapéutico de D.W.Winnicott. Buenos Aires, Editorial Lumen, 1996.
Freud, Sigmund (1923)... El yo y el ello. En: Obras Completas. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
Winnicott, Donald W. ( 1960)... La teoría de la relación entre progenitores-infante. En: Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Buenos Aires, Editorial Paidós, 1993.
Winnicott, Donald W. (1971)... Objetos transicionales y fenómenos transicionales. En: Realidad y juego. Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.

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