Presentación
como postulante a titular de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis. Lima, 1986.
Aunque mi vida está
de sombras llena
no necesito amar, no
necesito,
yo comprendo que amar
es una pena,
una pena de amor y de
infinito...
No necesito amar,
tengo vergüenza,
de volver a querer
como he querido,
toda repetición es
una ofensa
y toda supresión es
un olvido…
Desdeñoso semejante a
los dioses,
yo seguiré luchando
por mi suerte,
sin escuchar las
espantadas voces
de los envenenados
por la muerte…
No necesito amar,
absurdo fuera
repetir el sermón de
la montaña,
por eso he de llevar
hasta que muera
todo el odio mortal
que me acompaña…
(“Desdén”, vals de Miguel Paz)
Ódiame, por piedad,
yo te lo pido,
ódiame sin medida, ni
clemencia;
odio quiero más que
indiferencia,
porque el rencor hiere menos que el olvido...
(fragmento del vals “Ódiame” de Rafael Otero)
Resulta tentador detenernos
en el análisis de estos populares versos peruanos. Otros ya lo han intentado. Los traigo, más que nada, como muestra del
contenido de lo que me propongo desarrollar. Ambos suponen una reacción
ante la pérdida de un objeto de amor. El primero (“Desdén”) se encarama en una
posición omnipotente para expresar un rechazo rencoroso, tanto de la necesidad
como del objeto de la misma. El segundo (“Ódiame”) busca
mantener la relación con el objeto desde una entrega masoquista. El rencor es la amalgama que, supliendo al
amor, lo rescatará de la sensación dolorosa del no-vínculo.
Quizás deba comentar que
estos valses los conozco “desde siempre”, pero fue recién en el seno del IX
Congreso de Psicoanálisis, que se realizó en Buenos Aires en 1984, que tomé
conciencia de sus contenidos. Vinieron a
mi mente por asociación, durante la presentación de dos excelentes trabajos
sobre el resentimiento, expuestos por los doctores Luis Kancyper [1] y Amelia Mussachio de Zan [2].
Mi interés fue aumentando a
medida que pensaba en el tema. Me
permitió ubicarme comprensivamente frente a situaciones de mi quehacer y de mi
acontecer cotidiano. Después, releí varias veces
los trabajos mencionados de Kancyper y Musacchio y, en medio de mis deseos de
ampliar el tema, éste entró en una suerte de latencia hasta hoy, en que me
animo a ordenar un poco las ideas, volcando, además, algo de mis reflexiones y
experiencias.
Es natural que en muchos
pasajes transite por lugares comunes a los de los autores mencionados. Total, ellos me inspiraron. Sin embargo, también, aproximo algo de otros
autores, que considero enriquece la comprensión de los fenómenos relacionados
con el resentimiento. Por mi parte,
trataré de enfatizar la importancia del resentimiento en el sostén del vínculo
con el objeto.
Conceptualización
del resentimiento
El diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española [3] define el resentimiento de
la siguiente manera:
1 Empezar a flaquear o sentirse una cosa
2 Tener sentimiento, pesar o enojo por una cosa
Acerca de su sinónimo
“rencor”, dice: resentimiento arraigado y tenaz.
Resaltan, en nuestra
apreciación, tres posibles lecturas:
· Primero, una falla estructural. Una pérdida de fuerza en la misma, con
percepción de la ocurrencia por parte de quien la sufre. Como ejemplo, podríamos señalar lo que ocurre
en un debilitamiento por una enfermedad física.
· La segunda nos muestra la reacción afectiva
a consecuencia de aquella afectación estructural dolorosa o penosa. Podríamos tentar un ejemplo en el enojarse
por sentirse débil o enfermo.
· La última, la que proviene del sinónimo
“rencor”, es la que parece acercarse más a las descripciones que sobre el
resentimiento se hacen en los trabajos psicoanalíticos. Esta última definición nos deja, además, la
impresión de una variabilidad en la intensidad y en la persistencia del
resentimiento.
La Dra. Amelia Mussachio
define el resentimiento como “una estructura caracteropática provocada por una
herida narcisista que se manifiesta por una disposición afectiva a revivir
ofensas y que lleva al sujeto a reaccionar hostil y vindicativamente.” [4]
Por su parte, Luis Kancyper nos
dice que “La palabra ‘resentimiento’ es definida como: el amargo y enraizado
recuerdo de una injuria particular, de la cual desea uno satisfacerse.” [5]
Creo que las anteriores
definiciones coinciden y se complementan en lo esencial. Podemos apreciar, eso sí, que en la base
misma del mecanismo se encuentra el principio de acción-reacción, que fuera
considerado central por Freud en sus primeros trabajos y que lo llevaron, junto
con Breuer, a conceptualizar la necesidad terapéutica de la
abreacción-catarsis. El principal
obstáculo a remontar en ese proceso era el olvido, sostenido por la represión.
A diferencia de ello, en los
casos de resentimiento se describe “un enraizado recuerdo”, una dificultad para
olvidar, para reprimir. La injuria
vivenciada se mantiene en forma permanente como una herida abierta y dolorosa
de la que el afectado logra sustraerse tan sólo a costa de una escisión del
yo. Puede ocurrir, sin embargo, que esta
aproximación comprensiva del resentimiento se oscurezca con el hallazgo del
resentimiento como expresión del trabajo terapéutico, es decir, del
levantamiento de la represión. Creo que
el uso de este último mecanismo será posible en algunos casos en los que el
compromiso de la estructura no sea demasiado amplio ni la mella muy
persistente, como expresión de una efectividad defensiva complementaria del yo.
De la gradiente propuesta
entre el resentimiento y el rencor surge la interrogante de su ubicación en la
normalidad o en la patología. ¿Existe un
resentimiento “normal”? ¿Cuándo es
patológico? Al responder esta pregunta
recuerdo otra gradiente, producto de la evolución del sujeto: la presencia en
sí de la angustia señal como elemento integrado al sistema defensivo del yo
para prevenir la angustia mayor, la del pánico des-estructurante. Se trata de un rubro parecido, pero lo que se
está tramitando, en estos casos, es la carga de la agresión en la relación objetal. Tendríamos aquí que preguntarnos si desarrollamos,
también, un “resentimiento señal”, que cumple una función preventiva en el
mantenimiento de la relación con los demás y de la integridad consecuente de la
estructura del yo y la contención libidinal de la agresión en la relación
consigo mismo. Nos estamos refiriendo a
una suerte de fisiología relacional-adaptativa en el devenir del sujeto en su
relación con el mundo.
Ciertamente, nos resentimos
cotidianamente. En mayor o menor grado,
recibimos afrentas de los demás, de los seres que amamos, ya que nos muestran
sus ambivalencias, de la realidad misma y sus limitaciones, etc. Se podría decir que
desarrollamos una suerte de umbral, una sensibilidad mayor o menor a las
afrentas. Éstas tendrán relación directa
con las personas o circunstancias de las que provienen y con el núcleo de
sustento libidinal que toquen en la persona.
Por ejemplo, una persona tal vez no perdonará una alusión al honor de la
autora de sus días, mientras que, en otras situaciones, en que no lo respetan o
maltratan, ni se ofende por ello.
Algunas veces, no resentirse
puede parecernos lo patológico, en tanto una negación y la posibilidad de no
implementarse como señal, pueden favorecer la posibilidad de exponerse a nuevas
afrentas, a un resentimiento mayor o a una explosión destructiva. Creo que, por éstas y
múltiples razones más, es difícil precisar en qué momento estamos hablando de
un resentimiento patológico. Sólo en las
situaciones en las que se ha constituido una caracteropatía, cuando la
intensidad sobrepasa exageradamente la proporción del estímulo o cuando hay una
dificultad notoria para sustraerse de la situación, de elaborar la afrenta a la
manera de un duelo, podremos, con seguridad, decir que estamos en una situación
de resentimiento patológico.
La respuesta a un resentimiento-señal,
entendido como fenómeno “normal” en la fisiología relacional de la agresión,
conducirá necesariamente a la búsqueda de su resolución, una de cuyas medidas,
diferente al evitamiento, será la del enfrentamiento con el agresor, en la
búsqueda de una “satisfacción”, lo que permite la descarga del emergente de
agresión en sí, que amenaza con acumularse o con perturbar en forma más
amplia la estructura del sujeto y su relación con el objeto de la
afrenta. De no mediar estos trámites, el
riesgo es el desencadenamiento de una furia ulterior o del desarrollo de un
vínculo resentido “crónico”.
De cualquier manera, postulo
que el resentimiento es un argumento de la defensa del yo en el intento de
contener la exacerbación incontrolable de la agresión destructiva y un elemento
importante en el intento de sostén del vínculo con los objetos ante la amenaza
del caos consecuente a la pérdida objetal, medida en términos de las más
primitivas experiencias de desamparo e indefensión. En tanto que en este proceso está indefectiblemente
comprometida la relación con la realidad, implica, de todas maneras, una
permanente necesidad de dar cuenta de la diferenciación dentro-fuera, yo-tú y
de los componentes residuales del narcisismo primitivo omnipotente, como los
fenómenos de naturaleza proyectiva y las realizaciones de indiferenciación.
Algunos
conceptos adicionales afines al resentimiento
Me será imposible revisar
ahora toda una serie de componentes de la agresión que podrían ser considerados
hasta imprescindibles en esta comunicación.
Dejo para después una revisión más exhaustiva en ese sentido. He querido incluir aquí solamente los
conceptos de envidia y furia narcisista, los que paso a describir:
Envidia
Fue Freud quien nos aproximó al tema de la envidia, al referirse a esa emoción que surge en la mujer en relación a la confrontación de las diferencias anatómicas. La envidia del pene, en tal circunstancia, movilizaría un sentimiento de inferioridad, según Freud [6].
Fue Freud quien nos aproximó al tema de la envidia, al referirse a esa emoción que surge en la mujer en relación a la confrontación de las diferencias anatómicas. La envidia del pene, en tal circunstancia, movilizaría un sentimiento de inferioridad, según Freud [6].
Sin embargo, es Melanie
Klein [7] quien, profundizando en
los estudios freudianos, ubica la envidia en sus raíces más tempranas, en la
relación entre el niño y el pecho de la madre. Ella lo define como el
sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseable,
siendo el impulso envidioso el de quitárselo o dañarlo.
En la envidia, el tenor de
la dinámica estaría dado por una proyección destructiva de lo envidiado. La envidia, entonces, supondrá un ataque a
“lo bueno” manifestado en el otro. De
cualquier manera, Klein nos deja, también, la idea de una gradiente en la
envidia, de una mayor o menor intensidad de la misma en la relación con el
objeto. La envidia interferirá en la estructuración del vínculo con el objeto
bueno y hará difícil la discriminación entre lo bueno y lo malo.
No está demás señalar que,
en el fondo de la envidia, según Klein [8], se encuentra el instinto
de muerte. Yo he preferido ubicarme en
la dimensión clínica que esta autora nos propone y describe con tanta riqueza.
Sobre la noción del instinto implicado en ello existen variadas opiniones.
Creo que, si bien es
perfectamente distinguible la envidia del resentimiento, hay que considerar la
importancia de sentimientos de esa naturaleza en la configuración de la
problemática del resentimiento. La
sensación de pérdida del objeto bueno como producto de los ataques envidiosos,
en tanto tiene su correlato en la relación con el objeto interno (y el registro
de la necesidad de éste) deja como única posibilidad de reconexión el de un
nexo donde prime la agresión y se evite la presencia del objeto bueno en
peligro de extinción.
La envidia busca la
destrucción del objeto bueno. El resentimiento busca proteger la relación con
el objeto, sostener el componente libidinal de la relación con el objeto,
aunque “ignorando” la bondad de éste. En
tanto el resentimiento permite una descarga de la moción agresiva, logra la
protección del objeto de su destrucción total, situación tan temida como la de
la dolorosa fusión con el objeto de la necesidad primaria.
Furia
narcisista
Es éste un tema del que
Heinz Kohut se ocupa específicamente en un artículo publicado en 1980 en la
Revista de Psicoanálisis de la APA [9]. Conceptualiza, ahí, la furia narcisista de la
siguiente manera: “En términos estrictos, la furia narcisista se refiere sólo a
una franja específica en el amplio espectro de experiencias que van desde
hechos triviales, tales como un fastidio pasajero cuando alguien no responde a
nuestro saludo o no ríe cuando hacemos una broma, hasta graves trastornos, como
el furor del catatónico y los rencores del paranoico.” (pg. 449) Kohut emplea el término para
referirse a todos los puntos del espectro mencionado, entendiendo que, a pesar
de sus diferencias, están relacionados entre sí.
Esta situación se producirá
en el individuo vulnerable desde el punto de vista narcisista, quien responde a
una herida narcisista real o fantaseada con un retraimiento vergonzoso o con
furia narcisista. Señala el autor que
“Es obvio que la furia narcisista pertenece al gran campo psicológico de la
agresión, la furia y la destructividad y que constituye un fenómeno específico
circunscrito dentro de esta área.” (pg. 449) Nos dice Kohut que esto es
análogo “… al componente de lucha en la reacción lucha-fuga, con la que los organismos biológicos
reaccionan a un ataque.” (pg. 449).
Heinz Kohut señala que: “La
furia narcisista se manifiesta de muchas maneras, todas las cuales comparten,
sin embargo, un sabor psicológico específico que les confiere una posición
distintiva dentro del amplio campo de las agresiones humanas. La necesidad de venganza, de hacer justicia,
de anular una herida por cualquier medio, y una compulsión profundamente
arraigada e inflexible en la prosecución de tales metas, que no dan descanso a
quienes han padecido una herida narcisista , son los rasgos característicos de
todas las formas de furia narcisista y la distinguen de otros tipos de
agresión.” (pg. 450)
Respecto a la furia
narcisista, podemos decir que mantiene una gran cercanía con lo propuesto para
el entendimiento del resentimiento. Algunas
de las descripciones de Kohut corresponden en su totalidad, de manera
particular, a las situaciones extremas del resentimiento, allí donde se borran
los límites del sostén libidinal del vínculo con el objeto.
La problemática narcisista
adquiere un relieve incuestionable en la comprensión de estos trastornos. La
búsqueda del sostén del self grandioso así como del objeto del self grandioso resulta
un pilar de la movilización de la agresión y de sus consecuencias.
De cualquier manera, en
términos de la relación con el objeto, las situaciones extremas de furia o
destrucción estarán más próximas a la búsqueda de sostener la fusión con el
objeto del self grandioso. Las otras
formas intermedias corresponderán más al mantenimiento transitivo del objeto
del self omnipotente, en una necesidad de control que transcurre en una agonía
permanente, que elude la muerte de la relación tanto como el vivir a plenitud
el encuentro en el goce libidinal.
Algunas expresiones propias
de cada momento evolutivo encuentran oportunidad de mixturarse con esta
problemática. Así, la necesidad de la
expiación de culpas de diverso orden, la necesidad de control anal del objeto,
las angustias de castración, etc., incluirán en su problemática su correspondiente
porción del componente narcisístico, que resurge o se renueva en cada uno de
estos momentos.
Pero, tratemos de comprender
un poco más los dinamismos en la constitución del resentimiento.
Sobre
la constitución del resentimiento
El núcleo más profundo del
resentimiento se gesta en las circunstancias más primitivas del desarrollo del
yo, en la temprana etapa de la relación simbiótica con la madre, allí donde la
no diferenciación con ella engarza con el predominio vincular de las
necesidades orales.
Es el período de “máximo
placer”, del “éxtasis oral-narcisista”, que describiera Freud [10] como prototipo de un
placer que nunca más vuelve a lograrse y que queda como el modelo mítico de
máxima satisfacción-fusión-omnipotencia.
Esto tiene su correlato en la situación inversa, es decir, la de máximo
dolor ante la no-satisfacción que, debido a las demandas orales frustradas en
forma prolongada, genera crisis paroxísticas de rabia impotente. Ésta, también, queda como una huella
paradigmática de toda ulterior frustración de las necesidades.
Este yo incipiente irá
registrando las experiencias de satisfacción e insatisfacción como parte del sí
mismo (siguiendo a Kernberg en este concepto) [11]. De hecho, las experiencias de dolor proveerán
sentimientos de desestructuración.
Ambas, al comienzo, se registrarán en forma aislada, como representantes
de lo bueno o malo de sí mismo y del objeto, pero no integradas en una
totalidad.
La situación de extremo o
persistente dolor debido a la frustración de las necesidades, movilizará la
necesidad de establecer una negación y una escisión en el yo. Se conforma, así, un núcleo fusionado con el
objeto agresor, una suerte de contracatexia que sacrifica un área importante
del yo. De esta manera, se protege al
objeto bueno, que ha de reaparecer de todas maneras (si no se muere) para
satisfacer las necesidades primarias movilizadas.
Este encuentro con el objeto
bueno, sin embargo, se ha convertido en algo peligroso en tanto que la
sensación de espera de la satisfacción de la necesidad debilita el sentimiento
del sí-mismo grandioso-omnipotente. Esto
suscita necesidades adicionales de proyección-introyección de “lo bueno” y “lo
malo”, generando una dificultad de discriminación, una confusión o un
reforzamiento de la escisión entre lo bueno y lo malo.
En tanto se hipertrofian las
expresiones agresivas en la demanda, es posible tomar distancia de la sensación
de impotencia, favoreciendo una sensación de satisfacción omnipotente que, más
allá de las posibilidades de descarga, se hace un lugar como modelo de manejo
de las necesidades primarias, tanto vitales como de sostén, de la integración
del sí mismo y de su relación con el objeto.
Esta relación con el objeto,
sin embargo, queda entrampada en la indiferenciación. El yo ha transado en una reintroyección
fusionante con el objeto malo, cargado, además, de las proyecciones de la
propia hostilidad. Las satisfacciones
obtenidas en el futuro soslayarán la presencia tanto del “objeto bueno” como de
la “necesidad buena”. Esta última ha
quedado signada con una valencia distinta en tanto la oralidad frustrada ha
devenido en voracidad. El mantenimiento de estas características de relación
permite conservar “a salvo” al objeto bueno tanto como a las partes buenas de
sí mismo, que han quedado en riesgo de ser destruidas por el dolor-frustración
y su consecuente rabia.
En tanto el objeto bueno que
se guarda en el registro de la satisfacción es el de la fusión primitiva, se
agrega una angustia más en relación a la indefensión total -pérdida de límites, pérdida de sí mismo en
el acercamiento- lo cual promueve el
sentimiento de pánico o la sensación de muerte cuando se reinstala “lo bueno”.
El mantenimiento de estas
pautas en las relaciones ulteriores con sus objetos supondrá, por tanto, un
predominio en las mismas de una condición narcisista. De cualquier manera, se plantea el
sostenimiento del vínculo y, a partir de ello, la posibilidad de contacto y
desarrollo en otras áreas de sus estructuras.
El resentido suele
presentarse como un incomprendido y, la mayoría de las veces, es así en la
dinámica relacional, sólo que esta situación se mantiene en tanto hay otro que
entra en su juego “resentido-culposo” sin ver el fondo, sus afectos
escondidos. Generalmente se suman
problemáticas para sostener un baluarte resentido contra los peligros de una
relación amorosa en otro nivel.
Recuerdo, en este punto, una película que recientemente volví a ver –“La
laguna dorada”- que narra la historia de
un viejo hosco, gruñón y criticón, sostenido en la vida por el afecto de una
mujer que no entra en su trama “resentida” y cómo, en el invierno de su vida,
pueden encontrarse cariñosamente con una hija resentida como él, salvando la
barrera de sus endurecidas posiciones.
Otro ejemplo del
funcionamiento de estos mecanismos lo vemos en una película recientemente
galardonada, “Te amaré en silencio”, donde la protagonista padece de una herida
narcisista proveniente tanto de una sordera como del rechazo y abandono
parental temprano. Un profesor se interesa por ella, al punto de
enamorarse y buscar llegar auténticamente a su mundo de silencio. Muestra una tolerancia “a toda prueba”, ya
que son muchas las que le pone su amada.
El final de la película los reencuentra, luego de una separación
provocada por ella, en un diálogo sumamente interesante, que viene a cuento con
el tema que estamos tratando. Ella
dice: Toda mi vida me la pasé resentida y me mostré siempre así por temor al
dolor, pero tú me enseñaste que puedo sufrir sin deshacerme.
Y es que la tolerancia a la
separación objetal, el poder subsistir a su “abandono” -y que éste subsista a las agresiones y
exigencias- son aditivos importantes en
el levantamiento del resentimiento. Sólo
un auténtico y consistente afecto permitirá encontrar la vía de consolidación
de una estima personal sustentada en un terreno distinto al de la agresión
resentida omnipotente. El encuentro
consistente con un “objeto bueno”, capaz de aceptar sus errores y buscar
corregirlos sin humillarse, permite que en el resentido pueda ir desarrollándose
una mayor confianza en un objeto bueno interno capaz de sostener la autoestima.
En algunos casos extremos,
la expresión del resentimiento bajo la forma de rencor apasionado muestra con
toda claridad la naturaleza de su búsqueda oculta: la fusión con el objeto del
que se busca “satisfacciones”, término singularmente ambiguo que en este caso
señala la búsqueda de una reparación de la afrenta.
La sed de venganza, secuela
de un despecho de la vida, reemplaza el sabor del placer por el de la amargura
y lleva ineluctablemente a la tragedia.
Veamos el ejemplo que nos presta la novela “Moby Dick”, de Herman
Melville, citada por Kohut para ejemplificar la furia narcisista [12]. El personaje central de
la obra, el capitán Ajab, cojo a causa de una ballena blanca, la persigue por
los siete mares con la implacable intención de ultimarla. El desenlace del drama, sin embargo, muestra
a Ajab enredado en el lomo de su odiada y todopoderosa enemiga. Se une, pues, a ella; se funde con ella en un
homenaje a la omnipotencia destructora-devoradora (de la propia voracidad de
Ajab).
Podríamos decir que lo único
que mantenía vivo a Ajab era su rabia.
Habiéndola descargado, queda totalmente a merced de la necesidad de
reencuentro en la fusión primitiva. La muerte de sí mismo sostiene, así, la
permanencia de la omnipotencia vital del otro, en este caso la “ballena-madre”
que se quedó con parte de sí (la pierna) y a la que busca para restaurar la
unidad.
En la comprensión del
resentimiento debemos tener en cuenta que en muchos casos aquello que mueve a
resentimiento en realidad representa algo de nosotros mismos que deseamos
encontrar, aquello que hace del otro una representación poderosa o, en su
defecto, que muestra las fallas y la impotencia que no queremos reencontrar en
nuestro camino ni reubicar en nuestro interior.
Como ya hemos dicho, el
resentimiento cumple esa doble función: por un lado, mantiene el vínculo; y,
por el otro, sostiene una distancia con lo peligrosa que es la visualización de
lo valioso del objeto y, más aún, de la propia necesidad primaria de éste. El resentimiento trata de mantener la
relación “como la vela y el santo”, como dice el refrán: ni tan cerca que queme
al santo ni tan lejos que no lo ilumine.
El
resentimiento en la clínica
El cuadro de resentimiento,
por excelencia, es el de la paranoia.
Estos pacientes registran cualquier desatención como una afrenta
personal que mantienen inolvidable en su recuerdo. Siempre buscan cualquier indicio de rechazo
para sostener desde allí un vínculo enquistado en el resentimiento, con la
oculta satisfacción de haber ocupado un lugar en los sentimientos del causante
de su desazón, ya que se le adscribe intencionalidad.
El riesgo de ser dañado por
el objeto de la necesidad es permanente.
Esto lo lleva a la inversión de sus afectos; cambia “lo/la amo” por “lo/la odio”. Y esto, por proyección, deviene en “me
odia”. Este mecanismo es sostenido a
costa de un importante sacrificio de la realidad y el uso de mecanismos
primitivos de orden mágico-omnipotente.
No deja, sin embargo, de relacionarse con las proyecciones de su objeto
fantástico en un intento reiterado de reencuentro, pero desde una posición de
absoluto control de la circunstancia vincular.
El núcleo narcisista
comprometido es por demás evidente pero, a diferencia del carácter narcisista, que
niega arrogante su necesidad del objeto, como en el vals “Desdén”, el paranoide
se ubica en el lugar del pedigüeño del vals “Ódiame” [13]. En tanto no tolera la cercanía, el paranoide
hace pareja idealmente con personalidades histéricas, con quienes establece
juegos interminables de búsqueda sin encuentro, donde el resentimiento y la
celotipia son el monótono condimento que permite ocultar sus vacíos y
satisfacer “sus venganzas”.
Un poco más allá, se
encuentra el paranoico sediento de venganza, que encontramos en Ajab, y que, al
igual que otros personajes, como Hitler, terminan en la destrucción orgiástica,
que aplaca el dolor de su necesidad sólo con la destrucción personal que
reinstala la fusión con el objeto.
En la melancolía encontramos
el otro extremo de la situación, el retraimiento sobre sí de la relación con el
objeto movilizador del sentimiento de dolor-frustración. Las circunstancias descritas en la generación
de esta problemática son las mismas que las de la conformación del
resentimiento y acaso la melancolía no sea otra cosa que un momento del
resentimiento. Sólo que en este caso el
trastorno es mayor y el deterioro de la estructura conlleva un deterioro
importante del vínculo con el objeto de la realidad. Se entrampa, sin salida, la relación con el
“todo malo” (yo-objeto).
Pero, quisiera dejar estas disquisiciones
en función de dirigir nuestras observaciones hacia ese resentimiento que
encontramos con frecuencia, en nuestro trabajo psicoanalítico o
psicoterapéutico, detrás de las más diversas sintomatologías o
caracteropatías. Para tal efecto, he
incluido fragmentos y resúmenes de historiales de algunos de mis pacientes, con
quienes trabajamos sus respectivos resentimientos.
Caso
1
Silvia y Jonás se habían
embarcado en una aventura de pareja en busca de una unión “exclusiva”, por no
decir simbiótica. Él había tenido previamente
un vínculo con una mujer mayor, con quien mantuvo durante un tiempo una
relación de apasionada dependencia. Esto
había motivado más de una crítica burlona de Silvia quien, a la sazón, era
amiga de Jonás. Sin embargo, pese al
“rechazo” que le suscitaba esta característica de Jonás, Silvia acepta formar
pareja con él, una vez terminada aquella relación.
En medio de algunas
dubitaciones, se internan en medio de la selva peruana, lejos de su país (ella
es siciliana y él romano) y de sus “odiosas” familias. Todo marcha bien al
comienzo, pero no tardan en quejarse; él de “asfixia” y ella de
“desatenciones”. Poco a poco, las
quejas, reclamos y reproches van minando el paraíso idílico de nuestra
pareja. Ella guarda un celoso registro
de las afrentas, configurando, con el tiempo, un grueso archivo con “la
historia negra de Jonás”. Él, al
parecer, tampoco deja de atacarla de diferentes maneras, llegando incluso a la
agresión física.
Al borde de la quiebra
total, luego de dos años en la selva, se vienen a la capital. Se instalan por separado pero sin dejar de
encontrarse para intentar dialogar.
Estos diálogos resultan siempre frustrados por sus respectivas quejas y
demandas respecto al otro. Es en estas
circunstancias que deciden consultar y tratarse.
Yo atendí a Silvia y otro
colega a Jonás. Desde el comienzo, me
llamó la atención su llanto amargo, inconsolable. No dejaba de quejarse por la incomprensión y
renovados maltratos, así como por las desatenciones de Jonás frente a demandas
no siempre expresadas por ella. Llena de ansiedad y confusión, mojaba con
abundantes mucosidades nasales unos inmensos pañuelos que traía a la sesión y
que siempre resultaban insuficientes.
El hecho de ser extranjera y
haber permanecido en la selva durante la mayor parte de su estancia en el país redujo
su mundo social a unas cinco personas y a eventuales compatriotas en tránsito.
Con la mayoría de estas pocas personas el vínculo estaba deteriorado por
diferentes motivos, que iban desde una falta de solidaridad con la gente hasta
detalles que la tocaban directamente pero sin ser de naturaleza flagrantemente
lesiva; por ejemplo, no le prestaron la camioneta, necesitándola por el
embarazo.
En las sesiones encontraba
siempre un “pero” a cualquier intento de comprensión. Muy pronto me encontré incluido en los
motivos de sus desventuras. Esto ocurrió
al poco tiempo de haber comenzado a tratarla.
Hubo un fin de semana largo y, al reiniciar las sesiones, en medio de un
llanto silencioso me mira con dureza y me dice que no va a seguir viniendo, que
estas sesiones no sirven para nada, que ella está peor, que está harta, etc.,
etc. A partir de ello, incrementamos el
número de sesiones, viéndonos incluso los fines de semana.
Esto permitió una
disminución de su ansiedad. La
desesperación catastrófica dejó lugar a una angustia más manejable. Surgieron mayor cantidad de contenidos
referentes a su biografía y a su sexualidad, lo cual me permitió conocer algo
más de sus objetos ausentes, no plenamente introyectados o introyectados con
mucho dolor.
En la contratransferencia,
la sentía como una niña abandonada, muy asustada y deprivada, reaccionando
hostilmente, con rabia y dolor, al no poder discriminar bueno de malo, amigo de
enemigo, con un temor terrible para dar curso expresivo a sus necesidades. Me movilizaba un afecto cariñoso, cualquiera
de mis intervenciones que lo denotara encontraba de su parte un inmediato
rechazo, los consabidos “peros” y la vuelta a las quejas llorosas que
“vomitaban” las confrontaciones o interpretaciones que intentara transmitirle.
Unos cuatro meses después de
haber iniciado su tratamiento, resulta embarazada. Por supuesto, lo primero que ocurre es una
lucha interior entre abortar o no, si terminar con Jonás, si ser madre soltera,
etc. Resiente, en las proyecciones de la
situación, el ahondar el nexo de dependencia con él por el tener un hijo o por
la “obligación” de él de unírsele por el hijo, etc., etc.
Por otro lado, resultaba
hasta gracioso ver cómo cambiaba una y otra vez de obstetra; siempre surgía
algún motivo de queja para dejar a uno y buscar a otro… para, luego, recordar
algo positivo que le dijera el anterior y que el presente no planteaba… Y, así,
mantenía una necesidad de control absoluto de las variables y de encontrarse
con un ideal siempre ausente.
Casi sobre la fecha del
parto se decide por una obstetra, que la atendería, además, en su casa; pero
terminó siendo atendida por un obstetra y en una clínica. Su dificultad de entrega confiada al otro era
notoria, no era nada difícil cometer errores con ella.
Comentar sobre estas cosas
la llevó a recordar que de niña tenía una especie de juego con su madre. Silvia quería decidir sobre sus vestidos,
pero le pedía a la madre que la acompañe.
A la hora de elegir, pedía la opinión de mamá pero no la tenía en
cuenta. Al final, terminaba comprando cualquier cosa, que nunca terminaba de
satisfacerla.
Alrededor del sexto mes de
embarazo, muere su padre en forma trágica (probablemente se suicidó). Esto promueve en ella sentimientos de culpa,
matizados por expresiones de su omnipotencia.
Siente que si ella hubiera estado con él no le hubiera pasado nada, que
él se había muerto por el abandono. Revisamos algo de lo propio
proyectado, el abandono vivido por ella y la dificultad para procesar la
separación tanto como el reconocimiento de su deseo de acercarse.
Por primera vez, la vi
llorar con un llanto que podía considerarse depresivo, con una mayor
posibilidad de confiar en mí, de apoyarse en mí. Podría, en esas circunstancias, verse como
una buena madre para su hijo, pudiendo rehacer su vida, calmarse. De todas maneras, esto era apenas incipiente,
ya que, en medio de vaivenes, resurgían sus recelos.
Poco tiempo después del parto,
me comunica que, por razones de trabajo, tenían que regresar a su país, donde
los esperaban comodidades y facilidades dadas por la madre de Jonás, cosa que
ella rechazaba. Pudimos entrever con
ella, que buscaba también reencontrarse con sus objetos familiares como una
forma de sostener más consistentemente su maternidad.
Las tribulaciones de Silvia
me recordaban, también, lo descrito por Germaine Guex [14] en “La neurosis de
abandono”. Su gran avidez, que derivaba
en una voracidad insaciable, renovaba constantemente su frustración y su
incapacidad de contar con objetos buenos dentro de sí. Esto termina en una espiral imparable, que
lleva a Silvia al borde de la quiebra total de su estructura.
La búsqueda de reinstalar el
primitivo vínculo simbiótico, tentador y terrorífico, acentúa la necesidad de
aferrarse al resentimiento como sostén del seguir siendo en una relación, al
amparo del caos total, de la dependencia absoluta.
Los afectos que se movilizan
ante la pérdida o separación del objeto son fundamentalmente ansiedades de
desestructuración, de desintegración y persecutorias. Todo ello dificulta elaborar la salida del
entrampamiento en la omnipotencia primitiva, que queda sustentada en la defensa
primitiva.
El desgarrón en el yo y la
mella profunda en el registro de sí misma establecen la necesidad de aferrarse
al objeto desde su cualidad de “malo”, lo cual, aunque precariamente, sostiene
un suministro libidinal. Lo “bueno por
conocer” termina siempre remitiendo a Silvia al encuentro con “lo malo conocido”,
en su dificultad de poder desprenderse y diferenciarse del objeto en tanto “lo
bueno” ha devenido incierto.
En el trabajo con Silvia,
truncado por su viaje, era por demás necesaria la instalación de un “setting”
continente y comprensivo, sin prisas en desmontar las defensas que
precariamente sostenían su integridad.
Necesitaba reiteradamente comprobar que los efectos de su agresividad
destructiva no eran tales; que yo podía seguir existiendo, con afecto y
presencia para ella, igual como ella misma subsistía a los embates de sus
propias necesidades, realimentando, de esta manera, su posibilidad de confiar
en “lo bueno” de sí misma y de sus objetos.
Creo que “la vuelta a casa”
de Silvia tiene algo de esta resultante, lo mismo que la decisión de llevar
adelante su embarazo. Tal vez, desde mi
registro cariñoso por ella, me quepa
algo de confianza en que este desarrollo pueda prolongarse. Además, era su intención proseguir la cura
una vez llegada a Italia.
Caso
2
Cuando Diana viene a verme,
está en tratamiento anti-depresivo, pero nota que hay otras cosas de las que
necesita hablar, a las que el psiquiatra no presta atención.
Hace dos meses que se separó
del hombre con el que estuvo casada por tres años. Todo este tiempo estuvo plagado de discusiones
y desavenencias. Al presente, mantienen
un pleito “a muerte” por cuestiones legales propias de la separación. Esto los lleva, con frecuencia, a discusiones
ácidas y reproches interminables, de esos que encuentran algunas parejas para
prolongar su relación.
Luego de agotadores cabildos
en estaciones de policía y juzgados, el marido “capitula”. Le dice que no pondrá más objeciones y que le
dará el divorcio. Diana se pone “tan feliz” que no encuentra mejor forma de
festejarlo que yéndose a la cama con el confundido marido, quien luego da
marcha atrás y comienza de nuevo la “coboyada”, como ella gusta decir.
Esta vez la violencia cobra
mayores proporciones. Ella lo provoca y
él llega a golpearla. Pese a que se da
cuenta del mecanismo, no puede evitar reprocharle cualquier cosa cuando se
producen los reencuentros. Si es
totalmente racional, es el tono “el que desliza el veneno”.
Pese a que ella intenta ser
“buena y desprendida" con él, logra provocar su fácil irascibilidad. Él encarna dramáticamente la imagen del
vengador, amenazando con matar a su padre, a su madre. Otro día, choca el carro de uno de sus
hermanos…
“Felizmente no tenemos
hijos”, dice Diana, queriendo negar el común “filicidio” plasmado en un aborto.
Sus fantasías más primitivas se muestran en toda su crudeza un día, cuando me
dice: “Creo que más barato me sale muerto”, pensando en mandarlo matar. Pero,
agrega: “¡No! ¿Y si existen los fantasmas?”… “No vaya a ser que luego se me
aparezca y me jale de las patas”.
A renglón seguido me cuenta
un cuento de terror, que leyó el día anterior, que es, más o menos, como sigue:
Es el cuento de la “Mariangula”, una mujer caprichosa que se casa sin saber
nada de los quehaceres domésticos y, menos aún, de la cocina. Tratando de
agradar a su marido, inquiere a una vecina por una receta de un plato que le
gustaba a éste. La vecina, una mujer
mayor, le da con mucha amabilidad las indicaciones y los días siguientes sigue
dándole recetas excelentes, que hacían el delirio del marido de la Mariangula.
Sin embargo, la Mariangula
nunca le daba las gracias a la solícita vecina.
Más bien, le decía siempre: “¡Ah, sí! Ya sabía cómo era esa
receta.” Mortificada por esta situación,
la “buena señora” decide darle una lección.
La vez siguiente, le da a la Mariangula una receta de mondongo, pero que
incluía las tripas de un cristiano difunto “aún caliente”. Por supuesto, la Mariangula “ya sabía” la
receta y así, sin titubeos, prepara la comida con los ingredientes propuestos,
obteniendo el éxito de siempre… sólo que, esa noche, se le aparece el difunto,
diciéndole: “Mariangula, devuélveme mis tripas…” Y nunca más se la vio por allí
a la Mariangula.
Vemos, pues, el por qué
Diana necesita conectarse con su afecto afuera y peleando siempre. Muerto el objeto de la realidad, el de la
fantasía es más terrible. Es
incontrolable. Es el objeto de la fusión primaria que la devorará en busca de
las entrañas devoradas por ella. El desborde de su voracidad rabiosa,
proyectada en su objeto, le permite tanto la posibilidad de la descarga como el
mantenimiento del vínculo en el afuera.
Esto le hace posible, a su vez, conservar una precaria imagen idealizada de sí misma,
que es la que trae a su relación conmigo. Ocupo el lugar de lo idealizado y es
difícil la integración de los aspectos disociados por esta vía. Esto es natural, ya que de aparecer “lo malo”,
no habría posibilidad de vínculo.
Sin embargo, se insinúa “el
otro lado” de esta relación cuando, algunas veces, al entrar, me dice: “¿Cómo
estás, Satanás?” Su núcleo rencoroso sólo
aparece en situaciones “muy justificadas”, las que, por cierto, son muy
frecuentes. De ello se defiende con
recursos maniacos, de negación, con pseudo-reparaciones.
No toma en cuenta los
contenidos observados en las sesiones, que la aproximarían a tomar consciencia
de su envolvimiento agresivo con los objetos de su relación. Por ejemplo, establece una relación de pareja
con alguien que es “copia fiel” del marido, pese a habérselo señalado en sesión.
Muchos otros “actings”
suplantan su posibilidad de elaboración.
Su necesidad omnipotente defensiva es mucho mayor. Va más allá de la magia, lo que la lleva a
consultar a una vidente cada cinco años.
Esta persona le dice cosas con gran exactitud, pero ella ignora
totalmente lo escuchado o se plantea que ella superará el destino, etc.
El choque con el otro es,
pues, permanente. El repudio valorativo
al “objeto bueno” lo observamos ya en el ejemplo de la Mariangula. Esto la condena a entramparse en el control,
el enfrentamiento, la pelea… en el resentimiento.
En otro nivel de cosas,
Diana mantiene un mayor nivel de organización respecto a su vida. Si bien tiene mayor consciencia y
posibilidades de desarrollar sentimientos de culpa, esto muy fácilmente deviene
en algo persecutorio o la lleva a intentos reparativos maniacos. Tiende a establecer vínculos
con personas que requieren de ella para terminar luego quejándose de la
situación abusiva a la que es sometida.
Se aparta, se promete no reincidir y otra vez vuelve a lo mismo.
Como en otros casos,
encontramos que Diana amalgama su relación con los demás con sus frustraciones
y resentimientos. El afecto amoroso es
sinónimo de muerte: muerte de la omnipotencia y su subsecuente sensación de
incapacidad de preservar el sí mismo.
Caso
3
Marcela, promediando el año
de tratamiento, me dice: “Usted me ha quitado mi rabia y ahora me siento muy
mal. Me quiero morir. Converso en mi cabeza con mi mamá (ya
fallecida). Siento que ella me llama,
que me quiere a su lado. No soporto vivir. No encuentro el sentido…”
Este sentimiento de muerte
vinculado con la pérdida de rabia y la emergencia de los sentimientos de amor
ocultos, también se puede apreciar en el ejemplo citado por Amelia Musacchio [15] de la novela “La
Amortajada”, que trata de una mujer que ha muerto y, desde su ataúd, ve
inclinarse sobre ella a su marido, un hombre malvado, quien ahora llora con
remordimiento. La amortajada siente que
su odio se retrae pero, al percibirlo, desea incorporarse gimiendo:
“Devuélvanme mi odio”.
Marcela connota en forma
dramática el trasfondo de la búsqueda de la madre y las consecuencias
desvitalizantes de deponer los mecanismos omnipotentes de la rabia y del
resentimiento. La dificultad de resurgir
de la confusión con un registro simbólico la lleva a intentar reconectarse con el objeto “madre-mala”, que ha absorbido
sus propias fantasías de muerte proyectadas, producto de los ataques
devoradores de su hambre impotentizante.
La aproximación a lo bueno,
observamos, conlleva la sensación de sustracción. Así como siente que se le ha sustraído el
placer primario y la omnipotencia, también ubica su percepción de “lo bueno”,
recibido con angustia y culpa, en
relación con una sensación de daño al objeto, por lo cual necesita constatar,
una y otra vez, el “no daño”.
Esta situación aviva tanto
la necesidad de negar el placer obtenido con otro como la necesidad de negar
los propios deseos. En este trámite,
encuentran lugar propicio el resentimiento y la tramitación de la gratificación
vía la demanda reivindicativa. Total, de
esta manera, se trata tan solo de “una devolución”.
Quisiera dejar en claro que,
si bien la lectura que hago de esta problemática se centra en lo más primitivo,
esto no significa, como anteriormente mencionáramos, que los otros componentes
integrados “a posteriori” no conlleven sus respectivas necesidades de
elaboración.
Lo que sí cabe enfatizar es
que, cualquiera que sea el nivel evolutivo en el que se produzca el
resentimiento, el núcleo subyacente será una herida narcisista que reactive las
huellas más primarias del riesgo del sí mismo y de la potencialidad de dar
cuenta de la realidad adversa. El primer
movimiento del resentimiento, pues, resultará funcionando como señal de
peligro.
Caso
4
Sólo para apuntalar los
párrafos anteriores, diré algo sobre Sandra, una hermosa mujer, con mucho éxito
en la vida, ejecutiva de gran habilidad y ponderada ama de casa. Ella cubre todas las áreas de su vida con
gran despliegue de energía y vitalidad… salvo en la cama.
Cualquier acercamiento
sexual de parte del marido la eriza. Es
en ese momento cuando empieza con reproches, desde el consabido “Sólo me
quieres para eso” hasta cualquier excusa que encuentre a la mano en ese momento
y que le sirva para resentirse y no entregarse a la invitación que, en otros
momentos, sí desea.
Muchas veces, luego de haber
mantenido relaciones sexuales con él, lo agrede de palabra
o físicamente y se queda enfurruñada por varios días hasta que él logra “superar”
la situación con algún obsequio, como chocolates, flores, etc.
Este enclave en la sexualidad
de un núcleo escindido, contenedor no ya de ansiedades de desintegración tanto
como de castración, permite comprender algo del desarrollo de la problemática
desde “el todo” (self total, cuerpo), amenazado con la desintegración, hasta la
“parte” amenazada más manejable, más tolerable, más operativa para el
desarrollo del resto de la estructura.
Resulta singular que esta paciente, además, tuviera una fobia muy
circunscrita: no podía ver a personas amputadas sin entrar en pánico.
Este último ejemplo nos
recuerda lo escrito por Freud en “El Tabú de la Virginidad” [16]. Al final de ese artículo, leemos: “… esas
mujeres dependen como siervas de su primer marido, pero ya no por ternura. No
se liberan de él porque no han consumado su venganza…”.
Agreguemos tan solo que,
nuevamente, encontramos detrás del deseo de venganza la dependencia del objeto
de rencor que ha heredado el lugar de las expectativas primarias de su pareja.
Este tema lo retoma años más
tarde Freud, en su trabajo de 1931 sobre la femineidad [17]. El lugar de sierva, sometida, sirve como
excusa “salvadora del honor” para muchas personas que se nutren de la
omnipotencia del agresor, a quien han endosado la propia. De esa manera, además, se logra una ganancia
secundaria en las “reparaciones” del ingenuo castrador que tramita las demandas
del resentido.
Mientras se sostiene la
herida de la castración perpetrada, la mujer así dañada no depondrá, además, su
narcisismo y la aceptación de su lugar en la relación entre dos que se han
diferenciado.
En el trabajo de Freud, recién
mencionado, él señala claramente su observación de cómo muchas mujeres, que han
escogido un marido de acuerdo al modelo de su propio padre, repiten con éste
las pautas de su mala relación con la madre.
Resentimiento
y medio social
Es imposible dejar de
incluir en este trabajo sobre el resentimiento algunas reflexiones sobre
nuestro medio social, particularmente en esta época de desborde de la agresión
destructiva. En esta última vemos muchas
veces la expresión de la irracionalidad vindicativa antes que alguna
justificable razón política. De hecho, la finalidad del terrorista es la
inmovilización del otro a partir de sus ansiedades más tempranas de
despedazamiento, desintegración, etc.
¿Por qué se llega a esta
situación? La respuesta que nos viene a
la mente es, también, que es debido a la afectación narcisista, producto de
reiteradas frustraciones, de deprivaciones profundas y prolongadas. Esto habría llevado a una dramática
identificación con el agresor, la misma que ha desbordado totalmente las posibilidades
de manejo en un nivel simbólico.
A todas luces, la propuesta
terrorista tiene más elementos destructivos que constructivo-reparadores. Es una manera de sostener una presencia de un
fantasma, un fantasma que asusta y devora.
Se trata de una presencia siniestra y ominosa a la que la razón a duras
penas puede enfrentarse sin regresionar a respuestas igualmente primarias y
destructivas.
El ataque a “lo bueno” es
constante. Se busca “emparejar” la
situación a partir del deterioro del “otro”, antes que proponer un
crecimiento-desarrollo de sí mismo. Las
diferencias deben ser anuladas. Surge,
de esa manera, la propuesta narcisista y omnipotente. Escuché decir que Abimael Guzmán considera
que la única realidad es el poder, que el resto es ilusión.
¿Cómo resolver esta
situación? Lo único que se me viene a la mente es la contención y la espera a
que pase la furia, a que la relación abandone el sendero del resentimiento y
retome la senda de la separación integrativa.
Pero, muchas cosas más entran a tallar en el cambio. Las regresiones son necesarias y pueden ser
útiles cuando permiten tomar consciencia de los traumas y conflictos en juego,
pero con la madurez y fuerza necesaria en los otros niveles como para dar
cuenta resolutiva de la propuesta que la regresión trae a la luz. Una de ellas es la de vivir en una permanente
disociación, en donde lo que está escindido es “lo más horrendo” de nosotros
mismos y que es algo que queremos negar.
No podemos integrar aspectos de nuestra identidad, ya que siempre una
parte ocupa permanentemente el lugar de lo repudiado.
Mientras eso ocurre,
nuestros logros, nuestro desarrollo, tendrán tan solo la dimensión de un
narcisismo restitutivo que no soporta la menor prueba de solidez. No se puede desarrollar sobre la base de
negaciones, de espaldas a la historia y a la totalidad de una estructura. Los miembros de una comunidad requieren ser
reconocidos auténticamente so pena de “resentirse” en su marginación. Este sentimiento se incrementará si el
desarrollo de una parte se produce a expensas de la otra. El pueblo peruano tal vez siempre se ha
perdido tras las promesas mesiánicas de rescate de un poder mítico, cosa que
algunos líderes explotan con mucha habilidad con mensajes no siempre liminales
ni sutiles.
Bibliografía
Freud, Sigmund… El tabú de
la virginidad (1918). En: Obras
Completas, Tomo XI. Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
Freud, Sigmund… Sobre la
sexualidad femenina (1931). En: Obras
Completas, Tomo XXI. Buenos Aires,
Editorial Amorrortu, 1979.
Guex, Germaine… La neurosis
de abandono. Buenos Aires, Eudeba, 1962.
Kancyper, Luis…
Resentimiento y pulsión de muerte. En:
XV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis. Tomo 2. Buenos Aires, FEPAL/APA, 1984.
Kernberg, Otto… Desórdenes
fronterizos y narcisismo patológico.
Buenos Aires, Paidós, 1979.
Klein, Melanie… Envidia y
gratitud. Buenos Aires, Editorial Hormé,
1971.
Kohut, Heinz… Reflexiones
sobre el narcisismo y la furia narcisista.
En: Revista de Psicoanálisis, Tomo XXXVII, N°3, págs. 433-466. Buenos Aires, Asociación Psicoanalítica
Argentina, 1980.
Musacchio, Amelia… El
resentimiento en la clínica psicoanalítica.
En: XV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis. Tomo 3. Buenos Aires,
FEPAL/APA, 1984.
Real Academia Española…
Diccionario de la Real Academia Española. Vol. XIX. Madrid, Real Academia Española, 1970.
[1]
Kancyper, Luis… Resentimiento y pulsión de muerte. En: XV Congreso Latinoamericano de
Psicoanálisis. Tomo 2. Buenos Aires, FEPAL/APA, 1984.
[2] Musacchio,
Amelia… El resentimiento en la clínica psicoanalítica. En: XV Congreso Latinoamericano de
Psicoanálisis. Tomo 3. Buenos Aires, FEPAL/APA, 1984.
[3]
Real Academia Española… Diccionario de la Real Academia Española. Vol.
XIX. Madrid, Real Academia Española,
1970.
[4] Musacchio,
Amelia… El resentimiento en la clínica psicoanalítica. En: XV Congreso Latinoamericano de
Psicoanálisis. Buenos Aires, FEPAL/APA,
1984. Tomo 3. Pg. 161.
[5]
Kancyper, Luis… Resentimiento y pulsión de muerte. En: XV Congreso Latinoamericano de
Psicoanálisis. Buenos Aires, FEPAL/APA,
1984. Tomo 2. Pg. 517.
[6] Freud,
Sigmund… Sobre la sexualidad femenina (1931).
En: Obras Completas, Tomo XXI.
Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
[7] Klein,
Melanie… Envidia y gratitud. Buenos
Aires, Editorial Hormé, 1971.
[8]
Klein… Obra citada.
[9] Kohut,
Heinz… Reflexiones sobre el narcisismo y la furia narcisista. En: Revista de Psicoanálisis, Tomo XXXVII,
N°3, págs. 433-466. Buenos Aires,
Asociación Psicoanalítica Argentina, 1980.
[10] Freud,
Sigmund… El tabú de la virginidad (1918).
En: Obras Completas, Tomo
XI. Págs. 169-183.
Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
[11] Kernberg,
Otto… Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico. Buenos Aires, Paidós, 1979.
[12]
Kohut, Heinz… Obra citada. Pg. 434.
[13] Textos
con los que inicio este trabajo, pg. 1.
[14] Guex,
Germaine… La neurosis de abandono.
Buenos Aires, Eudeba, 1962.
[15]Musacchio,
Amelia… El resentimiento en la clínica psicoanalítica. En: XV Congreso Latinoamericano de
Psicoanálisis. Tomo 3. Buenos Aires, FEPAL/APA, 1984.
[16] Freud,
Sigmund… El tabú de la virginidad (1918).
En: Obras Completas, Tomo
XI. Buenos Aires, Editorial
Amorrortu, 1979.
[17] Freud,
Sigmund… Sobre la sexualidad femenina (1931).
En: Obras Completas, Tomo XXI.
Buenos Aires, Editorial Amorrortu, 1979.
No hay comentarios:
Publicar un comentario