En esta presentación, más que sostener
un punto de vista teórico sobre el apego o la disciplina psicoanalítica,
quisiera compartir con ustedes observaciones desde mi experiencia de más de 50
años en el ejercicio de la psicoterapia psicoanalítica, tanto desde el lugar de
paciente en proceso de elaboración de una pérdida, como en el de terapeuta
explorando y aprendiendo en la cotidiana tarea de ayudar a otros a lograr soluciones
a sus desequilibrios y desajustes en el reto adaptativo que nos presenta la
vida, en particular en lo que atañe a las relaciones con uno mismo y con los
demás. Terreno éste último en el que los pacientes nos han ido presentando con cada
vez mayor frecuencia trastornos relacionados con fallas en la relación de apego
temprano, aquello que deriva en lo que se ha tenido en llamar “patologías de
carencia”.
Los problemas que nos suelen traer los
pacientes ya no son los mismos que hace 50 años; tampoco lo son las
circunstancias en que vivimos. Los procesos de cambio en la ciencia y en la
tecnología, por un lado, y los tentáculos de una sociedad de consumo que ha
cambiado los paradigmas de nuestro tramado social, por el otro, han puesto en jaque
nuestros recursos adaptativos. Hay una crisis de valores que menoscaba
severamente la solidez de nuestros modelos de organización personal y la
resultante suele ser la construcción de un falso self adaptativo antes que el
funcionamiento desde un verdadero self coherente y cohesivo. En lenguaje
sencillo, observamos que, cada vez más, es suficiente con “parecer” y no con “ser”.
La función materna, eje del
indispensable apego temprano, está socavada por las exigencias de la necesidad
de producir dinero o generar recaudos materiales, perdiendo de vista la
expresión de un mandato biológico que determinará el desarrollo de las
capacidades emocionales del hijo. Es la madre quien está en una condición especial
para iniciar el ínterjuego relacional de estímulos y respuestas preverbales,
que irán nutriendo el registro de las memorias procedimentales, que son la
esencia para la interacción ulterior con el mundo, para enfrentar los retos
adaptativos que la vida nos presenta, comenzando por el reto de autosostenernos
y diferenciarnos, siendo capaces de “leernos” a nosotros mismos, tanto como de
poder entender al semejante como alguien diferente.
El apego temprano está enmarcado en una
situación de sobrevivencia en la que el bebé depende absolutamente de su
entorno. Las fallas o ausencias del cuidador, que suele ser la madre, movilizan
en el bebé profundas angustias de muerte, desamparo o abandono, con resultantes
que fueron observadas en los años cuarenta por René Spitz, quien acuñó el término
“depresión anaclítica” para referirse a la carencia afectiva subsecuente a la
separación materna. Si ésta supera los cinco meses, señala Spitz, empieza a producirse
un deterioro que posteriormente puede llegar a una afectación psicosomática irreversible,
a la pérdida de vivacidad relacional e incluso a la muerte, pese a contar con
una atención esencial básica nutricional. Concluye que se trata de una reacción
a la ausencia de la madre y al afecto insuficiente por parte del personal de
los orfanatos en donde desarrolla dichas observaciones.
Poco tiempo después, Harry Harlow, de
una manera un poco cruenta, se dedica al estudio del apego temprano entre la
madre y su bebé. Para dicho fin, lleva a cabo experimentos con chimpancés. Somete a
los monos bebés a la separación de sus madres y los introduce en una jaula
donde hay dos estructuras de alambre: una está conectada a un biberón, que el
monito puede succionar para obtener leche; y, la otra estructura no ofrece alimento,
pero está recubierta con una suave felpa en la que el monito suele acurrucarse
luego de mamar. Se le mantiene aislado de la madre a la vez que del contacto
emocional con los humanos.
Ante situaciones extrañas o
atemorizantes, los monitos reaccionan con intenso miedo, corriendo a aferrarse
a la mona de felpa. Si se le quitaba a la mamá de felpa, el monito entraba en una
excitación sumamente angustiosa. Estos experimentos, que no describo en mayores
detalles, permitieron confirmar que la deprivación materna, la falta de apego
fisiológico natural con la madre, produce trastornos también en otras especies,
no solo en los humanos.
John Bowlby integra las observaciones
anteriores con las de un famoso etólogo, Konrad Lorenz (premio Nobel de
fisiología en 1973), quien desde los años 30 se dedica a la observación de la
conducta de patos y gansos, en particular a lo relacionado con sus pautas de
apego, desde donde remarca el carácter biológico del establecimiento de dichos
apegos y el peso del establecimiento temprano de una pauta de relación que
denominó “impronta”. En el caso de patos y gansos, la impronta supone el
establecimiento de una relación de apego irreversible con lo primero que
encuentran en movimiento al momento de nacer que, en sus experimentos, solía
ser él mismo. Los patitos, aunque Lorenz trataba de regresarlos donde su madre,
lo seguían buscando a él, mostrando un fuerte apego, porque había sido su
primer contacto vivo.
Bowlby hace observaciones de bebés o
niños que son separados bruscamente de sus madres por diferentes circunstancias.
Anota que se producen una serie de reacciones, que establecen una secuencia de
tres momentos. En el momento inmediato de la separación y puesta en un lugar
extraño, el bebé tiene reacciones de protesta y reclamo de búsqueda de la madre;
luego de un tiempo, su protesta se atenúa y se muestra desesperanzado, con
llantos atenuados. En un tercer momento, se comienza a mostrar indiferente,
desapegado y como desinteresado por el entorno. Estas reacciones se atenúan si se
encuentran en la nueva situación con una persona con cualidades empáticas que
los acoja y sostenga emocionalmente (atenciones, tonos amables, contacto,
juego, ternura, etc.).
Bowlby es quien busca integrar sus
hallazgos a la comprensión psicoanalítica, encontrando un rechazo inicial por
parte de sus colegas. Sin embargo, con el tiempo y mayores investigaciones y
hallazgos, el escenario central del apego fue encontrando cada vez mayor
acogida, entramándose con la visión “relacional” y “vincular”, que reorientan
la labor terapéutica hacia formas que integran en grado mayor la relación
afectiva, más allá del amparo de la palabra, como mediadora del proceso.
Peter Fonagy, psicoanalista inglés de esta
orientación, propugna el trabajo de la “mentalización”, una función ligada a la
posibilidad de “darse cuenta” de la intencionalidad de las acciones de los
demás y de uno mismo, que ha quedado perturbada por las fallas de apego
temprano.
En los últimos 20 años, Allan Schore, en
Estados Unidos, se ha dedicado a la investigación del apego temprano,
recogiendo conclusiones de una diversidad de investigaciones de otros autores.
Encuentra una gran apoyatura en los hallazgos de las neurociencias, desde
donde, junto con otros psicoanalistas, propone una resultante ligada por el
concepto de inconsciente: el neuropsicoanálisis.
Entre los aportes más importantes de lo
observado por Schore, tenemos que la interacción vincular que establecen la
madre y el bebé está sostenida por los hemisferios cerebrales derechos de
ambos, en particular por el sistema límbico. Como sabemos, en los comienzos de
la vida predomina un intenso desarrollo del hemisferio cerebral derecho, que
tiene una preponderante misión en la organización e integración de las
expresiones afectivas. De la interacción entre la madre y su bebé surge una
resultante que sedimenta en la memoria procedimental de cada quien y que en el
bebé es crucial para el establecimiento de las claves para un lenguaje
emocional futuro.
Esta aproximación límbica derecha tiene
un interjuego de estimulación-respuesta, sostenido por un marcador
psicofisiológico, que se traduce en una sintonía mutuamente estimulante, con
reacciones que van tejiendo una trama de experiencias que dan lugar y forma al
mutuo entendimiento y desarrollo creativo, en el que intermedian las miradas,
los gestos, los tonos, la prosodia… y todo lo que antecede al lenguaje verbal.
En los momentos más tempranos de este encuentro se da, de manera natural,
fisiológica, un fenómeno especial llamado “sincronía”, que es una suerte de
complementación en simultáneo entre madre y bebé… una vivencia en común. Por
ejemplo, él bebé tiene hambre y la madre empieza a emanar leche, aunque no
estén juntos.
El concepto de regulación emocional es
uno de los temas centrales en la fenomenología del apego. Schore lo toma como
un modelo a considerar en el escenario terapéutico, en la relación entre el
psicoterapeuta y su paciente. Las emociones en general -y la angustia o
depresión en particular- movilizan en la madre recursos emocionales de
consolación, contención, presencia calmante, seguridad, protección, paciencia,
etc. Paulatinamente, el bebé incorpora la experiencia de forma que en algún
momento logra la propia autorregulación y la confianza en las posibilidades de
sostenerse por sí mismo en ausencia de la madre.
Ciertamente, de este acompañamiento
regulatorio llevado de manera natural, deriva lo que Bowlby denomina un apego
seguro, es decir, la sensación suficiente de confianza en la estabilidad
interior, como para atreverse a explorar en situaciones extrañas. Las fallas en
el desarrollo de una interacción saludable con el entorno llevan a lo que
denominó “apego inseguro”, es decir, una falta de confianza en la estabilidad
interior, lo que supone, extensivamente, dificultades para explorar el entorno
e interactuar con éste de forma flexible.
Estas configuraciones afectivas básicas,
el apego seguro y el apego inseguro, tienen por cierto, variables cualitativas
y cuantitativas y evolucionan en la vida enmarcada por experiencias que
contribuyen a su reforzamiento o debilitación. Siendo éste un punto central
para la evaluación del potencial que supone su inclusión en el proceso
terapéutico.
Desde esta introducción, por cierto, muy
sintética, al desarrollo del concepto de apego y a su trascendencia actual en
la psicoterapia psicoanalítica como un concepto abierto, en evolución, que integra
lo biológico y que se nutre de los hallazgos de las neurociencias y las nuevas
investigaciones, vamos a dar espacio a los aconteceres de mi experiencia
personal propuesta inicialmente.
De paciente a psicoterapeuta
Poco tiempo después de cumplir mis 20
años, falleció mi padre. Un fulminante
cáncer de pulmón se lo llevó en pocos meses, llenándome de una inmensa tristeza, un dolor profundo que trataba con dificultad de soslayar tras la excusa que me prestaban las
exigencias de estudio propias de un estudiante del primer año de medicina. Haciendo de
tripas corazón, seguí adelante como pude, hasta que, a los pocos meses, como la
brusca explosión de una represa, me desmoroné: tuve mi primer ataque de pánico,
seguido por remezones intensos de angustia que no desaparecían con facilidad. Fue una terrible
experiencia que me hundió en un fárrago de mil fantasías y temores. Me inundó la fantasía y los temores de quedar
atrapado en la ciénaga de la impotencia, de tener que abandonar los estudios,
de convertirme en un incapaz... aún así, "mascando vidrio", me esforcé y seguí para adelante, a duras penas… pero, el cuadro fue in
crescendo… angustia insoportable, dificultad para dormir, nuevos ataques de pánico, fobia a
los espacios cerrados… me ocurría en las clases, cuando apagaban las luces
para proyectar láminas. Terminaba, entonces, saliéndome del salón, en medio de una
sensación de ahogo, de falta de aire y con el corazón al galope, subiendo hacia mi garganta, amenazando con estallar... me tomaba unos minutos y volvía a entrar, siguiendo la clases desde la parte de atrás, cerca a la puerta, por si tuviera que volver a salir. Nadie sabía lo que me pasaba, era algo que sentía poco digno de compartir.
Cuando no pude más, busqué ayuda y
encontré prescripciones y recomendaciones de todo tipo: ejercicios de
relajación, respiración, tranquilizantes, antidepresivos… y, desde mí mismo, un
aferramiento al terreno de los estudios, que decidí heroicamente sacar adelante
en memoria de mi padre. Como en una incierta cuerda floja aprendí a mantener el
equilibrio, a torear los síntomas, generar estrategias para manejar los picos
de angustia… hasta que descubrí la psicoterapia, el psicoanálisis. Un joven y
muy erudito profesor, que nos daba clases de psiquiatría en la facultad de
medicina, nos sedujo a varios alumnos con una propuesta irresistible: nos
ofreció clases privadas de psicoanálisis, ¡gratis!, un regalo de la vida imposible de dejar pasar!. Fue así que ingresé a mi primer grupo de estudios sobre el fascinante mundo del inconsciente, "poderoso y mágico” del que nada sabía, pero mucho sentía que había que aprender, una nueva ruta hacia la salud...
Quedé fascinado por esta nueva mirada
que trascendía osadamente lo aparente… y, por cierto, no tardé en pedir la
oportunidad de ser paciente de nuestro deslumbrante profesor, honor que me fue
conferido de inmediato, haciéndome sentir el más afortunado de los mortales.
Así comenzaron los primeros cuatro años y medio de terapia personal, a los que
luego se sumaron experiencias de psicoanálisis, y que, incluyendo los
requeridos por mi formación como psicoanalista, sumaron un total de doce años de
búsqueda interior. Para sostener el costo de mi terapia personal, cursos,
compra de libros, supervisiones, etc., no había esfuerzo que no estuviera
dispuesto a hacer: hacía taxi, monté una polla del fútbol con mis compañeros de
estudios, trabajé en una clínica… Salté a una idealización total del
psicoanálisis en esa versión que me tocó por entonces conocer.
En este nuevo espacio de estudios, de
repente me encontré convertido en una suerte de “genio”, en un "brillante estudiante", algo inédito en mi experiencia estudiantil. Esta situación derivaba de que mi erudito profesor y psicoterapeuta no dejaba
de dar interpretaciones interesantísimas a partir de cualquier comentario que
yo hiciera: “lo que Pedro nos quiere decir…” seguido de una serie de conceptos
y asociaciones que me daba rubor discutir si realmente era lo que quise decir… porque no dejaba de ser un juego ilustrativo del que se aprendían cosas. Mis compañeros
parecían verme de la misma manera, en una dinámica que poco a poco fui
entendiendo como un fenómeno grupal... consecuencia de una sugestión orquestada por nuestro mentor.
En este contexto, entonces, pasé a
ocupar el lugar del discípulo destacado, el de una suerte de delfín, que
seguramente comparé con la relación entre Jung y Freud… ¡nada menos! época de tremendas idealizaciones…! Cierto es que, en algún lugar de mi mente, nunca estuve del todo convencido de la propuesta. Me daba
cuenta de ello, pero preferí dejarlo así. Sentía una tremenda compensación: me
mejoró el ánimo, volvía a una vida “normal”, las angustias se disiparon, mientras disfrutaba de una mística de aprendizaje que nunca antes había experimentado, cómo no seguir asido de este cómodo “flotador”
que me rescataba del naufragio, que me daba tiempo, de a pocos, para aprender a nadar...
De lo que tardé en tomar conciencia fue de
la cantidad de contradicciones que se producían entre el discurso de la
enseñanza de la técnica y lo que puso en práctica mi psicoterapeuta en mi
proceso con él. Aparte de darme clases, me supervisaba gratuitamente, me
prestaba sus libros, íbamos al cine, al estadio (éramos hinchas del Muni), nos
reuníamos a escuchar música en su departamento, viajábamos a congresos… Incluso,
me llevó con él como su segundo a trabajar en una clínica psiquiátrica. Digamos
que me adoptó. Protagonizó a un padre sustituto que restañaba mi pérdida,
colocándome en un lugar idealizado... realizaba totalmente mis fantasías infantiles de ser el preferido de papá, para el sexto de seis hermanos era llegar a una gloria que no me hubiera osado imaginar.
Esto no tenía nada que ver con lo que
había sido la relación con mi padre, a quien amé profundamente, pero sin tanta
necesidad de apego idealizado. Mi padre
era un hombre de gran calidez, a quien simplemente sentía allí, disponible; percibía su confianza y la libertad que emanaba
de ello. Su impronta emanaba del ejemplo, era un “arreglador”, no había cosa
que no pudiera reparar, carpintería, gasfitería, pintura, etc., incluso, eventualmente creaba instrumentos, producto de una
habilidad especial para dar cuenta de sus necesidades. Me dejaba ser, sin
presiones ni amenazas. En relación al tema del apego, creo que mi padre llenó
en gran medida el vacío que dejaba mi madre, quien era más bien fría o poco
tierna… salvo en lo que significaba atender nuestras necesidades básicas. Alguna vez dije de mi padre que él “era una
madre”.
Comparado con mi padre original, en
algún momento, empecé a sentir que lo que protagonizaba mi terapeuta no
correspondía con lo mío, empecé a sentir que esperaba una filiación dependiente, que, afectivamente no había "gratuidad". Poco a poco, fui comprendiendo que era parte de una
trama de proyecciones e identificaciones transferenciales que se nutrían de mi
contratransferencia y que mi transferencia, en última instancia, estaba
tergiversada por las propias necesidades de mi psicoterapeuta, quien veía en mí
a aquél que él hubiera querido ser… Cierto es que a su lado me planteaba, sin
sufrir, la utopía de querer emularlo, en particular con respecto a su erudición.
Él era un ratón de biblioteca con una memoria fotográfica mientras que una de
las cosas de las cuales yo adolezco es de tener una buena memoria, tema que retomaremos
más adelante como parte de mi posicionamiento en mi lugar como psicoanalista.
En paralelo a mi psicoterapia de aquel
entonces, realizaba mi formación como psiquiatra dinámico en la escuela del Dr.
Seguín, verdadero maestro, quien, a la cabeza de un equipo de destacados
profesionales, sostenía una propuesta de integración de recursos: comunidad
terapéutica, psicoterapia de grupo, psicoterapia individual, psiquiatría de
enlace, farmacoterapia, psicodrama, medicina folklórica, etc.
La prédica central, que propugnaba el
maestro Seguín, era el acercamiento humano al paciente, el “eros terapéutico”, principio
con el cual guardaba total coherencia, lo mismo que con el ejercicio humano de
la relación con sus discípulos, quienes, dicho sea de paso, no eran seducidos
sino estimulados en libertad. Puedo decir que en su servicio había mística y calidez, una excelente
relación de equipo que me ayudó muchísimo a recuperarme… siendo parte de una
familia con un padre ejemplar.
Faltando poco para terminar mi
psicoterapia (y comenzar mi análisis con un psicoanalista formado), mi
terapeuta me desconcertó con una pregunta que ni remotamente esperaba: “¿Te
incomoda si salgo con tal chica...?” Él
sabía que cada tanto yo salía con ella; no era nada serio, pero ¡había sido
material de sesión…! De alguna manera me convenció, con la explicitación de que sus intenciones eran serias para con ella, por lo cual dejé de lado la mirada analítica de la
situación. Todo resultaba pésimo técnicamente… y, sin embargo, ¡me ayudó tanto!
Claro, hubo un después en donde surgieron
confrontaciones con estas cosas; primero conmigo mismo y luego con él. Para él,
todo había estado bien. Decidí, entonces, que no había lugar para una extensión
de la relación en términos de amistad, cosa que él propugnaba. En algún momento, le llegué a decir: “No
puedo ser tu amigo simplemente porque a un amigo lo puedo mandar a la mierda y
contigo no se puede…”
Pero él no se soltaba de la idealización. Comprendí que no sabía relacionarse “a la de verdad”. Era “el dueño de la pelota que no aprendió a jugar…” Sin embargo, me ayudó; o quizás, mejor dicho, me apoyé en él para ayudarme… y salir, terminar de salir, cerrar el duelo.
Pero él no se soltaba de la idealización. Comprendí que no sabía relacionarse “a la de verdad”. Era “el dueño de la pelota que no aprendió a jugar…” Sin embargo, me ayudó; o quizás, mejor dicho, me apoyé en él para ayudarme… y salir, terminar de salir, cerrar el duelo.
Pocos años después, escuchaba a Otto
Kernberg en una conferencia en Buenos Aires.
Él decía que un buen paciente (alguien medianamente integrado) funciona
con cualquier terapeuta; que el paciente complicado sí requiere de alguien bien
formado profesionalmente. Bueno, también es cierto que luego de esa experiencia seguí en análisis por varios años más, tiempo demás para elaboraciones y reelaboraciones... que, de alguna manera, siguen hasta la actualidad, sin las urgencias de los comienzos, puedo sostener la mirada analítica que me permite trabajar y vivir sin engañarme.
Creo que lo ocurrido tiene que ver con
el haber participado de algo así como una idealización liberadora en la cual,
felizmente, no quedé atrapado. ¿Me encontré con el “brillo en la mirada” que no
tuve tempranamente? No lo sé, pero es
posible que también me haya reencontrado con el vacío engañoso de quien imposta
por seducirte. Felizmente, de alguna
manera, se instaló la posibilidad de darme cuenta… de salir de la impostura y ponerle fin a la diada especular. Son posibles
muchísimas interpretaciones y lecturas de este momento de mi vida, que era el
comienzo mismo de mi carrera, partiendo de una experiencia marcada por la
necesidad, hacia una continuidad sostenida ya por mi propio deseo.
Tuve luego otra experiencia analítica en
la que sentí que no conectaba con mi psicoanalista, quien era demasiado
ortodoxo y había momentos en que yo requería más cercanía y no la sentía. No
tuve problemas en ponerle fin.
Encontré la sintonía que buscaba en otro
psicoanalista en quien percibí una gran apertura, sin desmedro de su posición
analítica. Más allá de su conocida erudición, se manejaba con una gran soltura en las sesiones,
me agradaba en particular su sinceridad y su cálida sencillez, permitiendo con
delicadeza una cercanía no invasiva por ambas partes.
El tramo final de mi camino hacia la
identidad psicoanalítica ya tenía el cariz de una peregrinación. Dejé todo lo que materialmente había logrado
acumular, que no era mucho, para viajar al exterior a formarme. Siento, en la
perspectiva del tiempo, que lo más importante de esa experiencia fue
enfrentarme al reto de auto sostenerme por todos esos años y sobrevivir al
intento; renunciar a todo, estar dispuesto a dar la vida por lograr el ansiado
lugar como psicoanalista; y, al final, estar igualmente dispuesto a romper con
el ideal. Fue una vivencia liberadora.
Mi psicoanalista didacta, una francesa brillante
y encantadora, me acompañó en el tramo final de mi camino a la sencillez, al
ejercicio de pisar tierra, a encontrarme con la realidad. Esta psicoanalista era,
también, muy abierta y cercana, cálida y nada complicada. Fue un grato
encuentro humano de dos personas que conocían del exilio. En mi caso, comprendí que en gran parte mi
proceso estaba ligado a la necesidad de enfrentarme a los fantasmas del
desamparo y del desarraigo, a salir adelante fuera de mi “lugar seguro”.
Poco tiempo después de retornar a Lima,
escribí un artículo titulado “Psicoanálisis, Mito y Realidad”, en donde
reflexionaba sobre el final de mi proceso de formación (formal) en el sentido
de que podía hablarse de un logro si es que se llegaba a una saludable “castración…”
refiriéndome a una declinación de las aspiraciones narcisistas ideales, cosa
que sentía que andaba por allí agazapada en mis ocultas aspiraciones de
convertirme en un ser mítico. Me di cuenta, entonces, que estaba preparado para
ser, para tener, pero también para renunciar, una cuota importante que me abría
la perspectiva de poder ser yo mismo y construir a partir de la experiencia,
sin temor al error, al destierro o a la condena. Amparado por cierto en la
capacidad incorporada de una mirada psicoanalítica liberadora.
Algo de eso debe haberme alentado a
embarcarme en la constitución del CPPL, institución que fundamos con queridos
colegas, con la idea de generar un espacio alternativo a la sociedad analítica,
que por entonces se nos antojaba como muy estricta y restrictiva. Por muchos
años, el Centro fue un lugar de encuentro en donde flotaba un ambiente cálido y distendido, detalle que reiteradamente era remarcado por visitantes y expositores extranjeros invitados a nuestros congresos.
Mi lugar como psicoterapeuta
Hace ya muchos años que sigo a los
investigadores de las distintas disciplinas psicoterapéuticas y neurocientíficas,
que concuerdan en que el factor más importante en el logro de los
objetivos terapéuticos no deriva tanto de la técnica que empleen y menos aún de
la ideología teórica a la que adscriban, como que sí lo es desde la calidad del vínculo que
logren desarrollar psicoterapeuta y paciente.
Es un encuentro empático y sostenedor el
que permite que el paciente encuentre la posibilidad de comprometerse
integralmente en su proceso. De alguna manera, podemos entender que el pívot de
la experiencia se centra en el encuentro “inconsciente – inconsciente”, con
predominancia del lenguaje emocional, actitudinal, tonal o corporal entre los
protagonistas de la experiencia, es decir, el terapeuta y su paciente.
De alguna manera, desde mis tiempos de
formación como psiquiatra dinámico en la escuela del Dr. Seguin, se nos remarcó
la premisa de la importancia de la relación “médico-paciente” y el
sostenimiento del proceso desde el “Eros Terapéutico”, una variable del amor al
semejante que era el eje de nuestra aproximación terapéutica. Esta mirada, por cierto, nos era inculcada por
el amor docente y fraterno que acompañaba nuestra formación. Como existía una
mística por el aprendizaje ajeno a dogmas, con una distancia total de afanes
proselitistas, se daba pie a que cada quien encontrara la fórmula terapéutica de
su preferencia, siempre y cuando se involucrara con verdadero compromiso.
En Seguín encontré a un maestro que
siempre compartía las novedades que recogía de sus lecturas, experiencias o
asistencia a congresos, estimulando a sus discípulos a ponerlas en práctica. Fue
allí donde me forjé como psicoterapeuta, en esa escuela de apertura,
integración y cambio, a la que tanto debo.
Precisamente de las canteras de la
escuela de Seguín surgieron la mayoría de las escuelas psicodinámicas en
nuestro país. Yo elegí el psicoanálisis
y, como quiera que aún no se daba esta formación en Lima, emprendí el camino de
la migración a Buenos Aires, en donde completé mi formación como analista.
En la Asociación Psicoanalítica
Argentina me sorprendió encontrar un menú teórico-clínico bastante abierto,
aunque se sentía mucho la influencia kleiniana y el pensamiento lacaniano
empezaba a sonar fuerte. Pero, también,
existía una importante corriente winnicottiana que iba cobrando fuerza.
Supervisé con una kleiniana y con un filo lacaniano, pese a que mi mayor
sintonía estaba con Winnicott y su apuesta por la creatividad en el campo.
De vuelta en Lima, ejercí por varios
años lo más cercano que pude al marco técnico de la disciplina psicoanalítica.
El manejo de la neutralidad y la abstinencia necesarias para el desarrollo del
proceso eran de cotidiana observancia, pero, de una forma u otra, aparecía cada
tanto alguna variable y, amparado por la invitación al gesto espontáneo que recogí de las enseñanzas de Winnicott y que es inmanente a la naturaleza humana, hacía uso de
éste.
Fue en el año 1995, supervisando para optar al grado de "psicoanalista didacta", con
Saúl Peña, que le escucho decirme: “Oye, veo que tú eres bastante patero”, y no
lo decía a la manera de una censura, sino como reconociendo un estilo personal una cierta soltura en la relación con el paciente. Por lo menos, así lo entendí cosa que contribuyó al sentimiento de reconocimiento de mi forma personal de trabajar en cercanía afectiva con el paciente.
Por entonces ya andaba metido hasta las
orejas en la corriente winnicottiana. La mayoría de mis trabajos de esa época
elaboraban variables que surgían del trabajo con mis pacientes, procesos que algunas
veces se salían de la ortodoxia, sin perder la esencia psicoanalítica.
Además, el trabajo en el Centro de
Psicoterapia me permitió espacios para rescatar variables terapéuticas, como la
implementación de una clínica de día, a la que bautizamos como “Carlos Alberto
Seguín”. Desarrollamos también talleres de abordaje intensivo aplicados a patologías
específicas, con manejo de variables de enfoque grupal.
Me doy cuenta ahora que era como estar
rescatando aquellas prácticas de mi formación de origen, enriquecidas, por
cierto, con lo recogido en la comprensión psicoanalítica y por el hecho de permitirme
experimentar con variables.
También, implementamos en el CPPL un
sistema de atención gratuita: una vez al año convocábamos al público en general
a una experiencia en la que, combinando abordajes de psiquiatría y psicoterapia
de una sola entrevista, junto con talleres y conferencias, integrados a su vez
con comunicación masiva interactiva, aprovechando la audiencia radial del Dr. Fernando
Maestre, dábamos cuenta de necesidades de información, experiencias emocionales
correctivas, consultas personales, orientación y abordajes con posibilidades
terapéuticas. Fueron épocas de mucha creatividad y mística que me es grato
recordar.
Creamos, también, un espacio de atención
permanente para personas de menores recursos, entrecruzando los requerimientos
de formación de nuestros alumnos y terapeutas del CPPL con una gran demanda de
atención proveniente del programa radial que conducía Fernando Maestre, en el cual
participábamos activamente dentro de un marco educativo-terapéutico, haciendo
aproximaciones puntuales a las consultas del público, que nos retaba a utilizar
el formato de intervenciones de una sola vez, las cuales, con frecuencia, se
nos hacía saber que habían tenido consecuencias terapéuticas.
Luego, alrededor del año 2005, nos
juntamos tres colegas para formar un grupo de estudios interdisciplinario en
torno a la neurociencia, siguiendo las huellas de un grupo de psicoanalistas
que proponían el “neuropsicoanálisis”. Hubo, para mí, un antes y un después de
esa experiencia: la comprensión de la trama organizativa del cerebro emocional
me permitió calar hondo en la temática del apego y su relación con la memoria
implícita, con la importancia de la apertura del inconsciente y los afectos del
terapeuta en el abordaje de la problemática emocional del paciente, dando pleno
sentido a lo que ya estaba aplicando en mi trabajo.
Leímos los trabajos de Eric Kandel,
destacado neurocientífico y Premio Nobel (2000), quien, desde sus aportes sobre
el estudio de la memoria implícita, invita a una integración del espacio
inconsciente como área común entre psicoanálisis y neurociencia. Por cierto, el
peso de la memoria implícita ha ido nutriendo nuestra valoración de los
registros inconscientes sensitivo–sensoriales y emocionales, que subyacen a
nuestras conductas, resultando este conocimiento invalorable en nuestro trabajo
clínico.
Este tema recuerda abordajes como el del
psicoanalista norteamericano Christopher Bollas, que nos habla de “lo sabido no
pensado” y del “inconsciente receptivo”, puntos importantes de su teorización
que coinciden en alguna medida con el concepto de “memoria implícita”.
Posteriormente, encontré grandes
coincidencias con la psicoterapia psicoanalítica relacional, que plantea una
relación terapéutica mucho más ligada a la comunicación entre los inconscientes
del paciente y del psicoterapeuta. Fue,
entonces, cuando me di cuenta de que no era tan necesario tener una memoria
explícita tan notable como la de mi primer terapeuta, sino que, lo más
importante, lo imprescindible en el trabajo clínico era la capacidad de
conectar en la terapia el inconsciente emocional del terapeuta con el del
paciente. El proceso de cambio corre más por la cuenta de la regulación
emocional que transita por canales que van más allá de la palabra. La empatía
ocupa así el rol principal y la calidad del vínculo permite ir construyendo una
base segura, equivalente a la que se da en el apego seguro temprano entre la
madre y su bebé.
A propósito de este tema escribí, en su
momento el trabajo “De la tarea de hacer consciente lo inconsciente al
encuentro relacional de los inconscientes”, trabajo mencionado en la
bibliografía. Quisiera citar algunos
párrafos de este trabajo:
“Las expresiones no verbales
cobran mayor importancia y la dinámica de un acercamiento emocional similar a
las circunstancias tempranas de la relación madre–bebé comprometen de una
manera diferente la participación del analista. La diada “atención
flotante”–“asociación libre” supone ahora el acercamiento de los inconscientes
afectivos del paciente y del terapeuta, con atención a su resonancia relacional
afectiva, promoviendo la emergencia de un flujo asociativo y de potenciales
emocionales que no tuvieron oportunidad en la infancia temprana por fallas en
la respuesta del ambiente.
Es así como vengo trabajando
desde hace ya un tiempo, encontrando ahora la oportunidad de comprender mejor
lo que hago; las nociones de memoria implícita, de impronta, del trabajo en
sintonía, con sincronía, la regulación afectiva y el potencial transformacional
que de ésta deriva, del proceso terapéutico como fenómeno de campo, de la
importancia de los “enactments” en la sesión, de la “responsividad” (respuesta
oportuna), del nuevo lugar que podemos otorgarle al concepto de disociación,
etc., cobran sentido alrededor de la noción de conexión cerebral emocional
límbica y de generación de nuevas sinapsis, lo que se traduce en una ampliación
de la capacidad asociativa.
En lo personal, siento que
trabajar de esta manera es una forma de fluir con el paciente, de abrir mi
subjetividad a una resultante que amplía mi experiencia de ser, en este caso, con
el paciente. Tengo la sensación de que, así, el proceso me resulta más ligero y
a la vez más profundo; no tengo que inhibir emociones, éstas se adecúan solas
en la dinámica de la sesión. Siempre, por cierto, con la salvaguarda de una
atención operativa que contempla la escena y corrige o aporta las posibilidades
para el entendimiento o la mentalización.”
Mi eje funcional ha variado hacia lo que
hace unos años presenté en otro trabajo que titulé “Fluir para influir”. La
propuesta era reconstituir las circunstancias fallidas del apego temprano y, de
alguna manera, en el presente, participar en la regulación emocional del
paciente, facilitando el logro de un equilibrio homeostático y una mejor
integración del sí mismo. En esta tarea tiene mucho mayor cabida el
acercamiento límbico del terapeuta, el poder sentir con el paciente, ayudarlo a
integrar y reconocer lo que no le es posible percibir sin asociaciones de temor
o angustia de quiebre.
En los tiempos que corren, mi trabajo
incluye una apuesta total al fluir asociativo, integrando elementos que
provienen de mi vida personal, tamizados de acuerdo al “timing” en el que nos
encontremos. Si algo siento en este quehacer en el presente, es que disfruto
mucho en el encuentro con ese semejante que me consulta; aprendo en cada caso
sus claves afectivas con más facilidad, a distancia de encuadrarlos en
titulaciones teóricas o racionalizaciones “eruditas” y, mucho más que nunca, me
relaciono con la persona más que con su enfermedad. Percibo que puedo acompañarlos mejor en sus
necesidades de apego, sintiendo con ellos y ayudándolos a destrabar emociones
bloqueadas e ignotas.
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