miércoles

2006/11/17 Arando en el Mar. A propósito de las Patologías Actuales.

X Jornada Interna del CPPL, "Había una vez, una Institución...".  Lima,  17 y 18 noviembre 2006




Propuestas desde la Psicoterapia Analítica



Del cordel a la red

Del lenguado al pejerrey



Cuando era residente de psiquiatría, en el entonces Hospital Obrero de Lima, era bastante sabido entre los colegas cercanos que tenía una gran afición por la pesca. Al principio pescaba de todo, es decir, todo lo que era posible pescar desde una playa o desde las peñas; de vez en cuando, también, desde algún bote.

Con el tiempo, me fui especializando en la pesca del lenguado; pasaba horas revoleando el cordel (es la técnica), hasta que, aunque no siempre, lograba alguna presa. Una característica de la pesca del lenguado es que suele ser necesario estar metido en el agua, para acercarse más a las hendiduras de la arena donde suele asentarse el pez.

Pues bien, el tiempo ha pasado y tengo menos tolerancia al frío de nuestro océano y la piel se resiente más fácilmente con el sol, pese a los filtros solares. Las ocupaciones, el alejamiento de los compañeros de pesca y la aparición de otras opciones placenteras hicieron que poco a poco fuera dejando menos espacio para esta afición.

La realización de un viejo sueño me devuelve a la playa y a la tentación de la pesca. El asunto del frío, la falta de carnada para lenguado (se usa el pejerrey) y cierto desgano para recorrer las playas en busca de alguna presa fueron dejando sin estrenar los cordeles y anzuelos que seguía comprando en mis viajes y que guardaba para una ocasión como ésta.

Un día, en el verano, observé a un muchachito que, con una red, se las ingeniaba para sacar pejerreyes; era evidente que la red que usaba era para emplearla entre dos. El no tenía dificultades para hacerlo solo, pero me ofrecí a ayudarlo en calidad de aprendiz y, durante un rato, sacamos bastantes pejerreyes. El sacaba los pejerreyes para usarlos como carnada para buscar el lenguado. Es costumbre entre pescadores regalar algunos peces al que te ayuda en estos menesteres. Como no acepté su ofrecimiento, me invitó a pescar con él al día siguiente.

Eso sí lo acepté entusiasmado. Despertó en mí el pescador y me puse a preparar mis avíos, evocando las emociones que van surgiendo cuando contactas con el lenguado, desde la particular manera de picar hasta el hecho de que nunca sabes de qué tamaño es hasta que lo pescas y sientes su peso. Hay que sacarlo con cuidado; si no lo enganchaste bien se puede perder justo al final, cuando revienta la ola; o, si no tienes paciencia, se lo puede llevar la resaca. El juego de recoger el cordel con la presa, con una tensión pareja, sin romper la boca del lenguado; los riesgos y ventajas de usar un cordel delgado, de poner el plomo o el anzuelo en el terminal del cordel...cosas que van surgiendo con la ilusión, experiencia que fue creciendo desde niño, cuando pescaba con papá.

Bueno, el muchachito me dejó plantado al día siguiente. No vino a buscarme, como habíamos quedado. Me sentí engañado, pero, aún así, insistí en buscarlo donde se suponía que íbamos a pescar... Alcancé a ver que se iba con unos japoneses en una camioneta... “cosas de oferta y demanda...” Pensé “¡qué pena que la palabra no pese!” Podía entenderlo, pero no aceptarlo... además, me había movido el bicho de la pesca.

Yo siempre había sido reacio a pescar con cualquier tipo de red. Lo consideraba una traición al deporte, sentía que restaba el encanto de la búsqueda de la presa y el premio de la captura. La elección del tamaño de los anzuelos, de la carnada, de la cantidad de peso, del grueso del cordel, etc., eran para mí todo un rito roto por la tosca captura de lo que cayera en la red. Lo sentía como fallarle al propio pez, sin el sabor del juego, sin honor.

Me puse a conversar con un pescador que estaba en el lugar, un hombre de pueblo (que resultó ser un conocido cantante de la zona), ya mayor, quien me comenta que tiene una red para pescar pejerreyes y me invita a pescar con él... Me dijo que, si me gustaba, me podía conseguir una red, que no era muy cara.

Y, así fue, en consuelo de una frustración, que me encontré pescando con una red. Este señor me explicó los detalles de la pesca de pejerrey con este instrumento. Me convenció. Me hice de mi propia red y, esa misma mañana, me encontré pescando con unos amigos.

Nadie quería parar. La actividad era permanente: entrar, tender la red y luego jalar hasta la playa. Otro amigo se puso a preparar los pejerreyes y pudimos disfrutar de las delicias del pescado fresco y bien preparado. Ya tenía otra vez compañeros de faena; además, en una forma totalmente distinta y lúdica, y…. con extensiones culinarias exquisitas que forman parte de otra evolución, que es capítulo aparte.

Esta migración del anzuelo a la red, como instrumento de pesca, me hace pensar en las variables que siempre existen para dar cuenta de un objetivo cualquiera. La psicoterapia no se escapa a esta premisa, el asunto es que, a veces, podemos quedarnos en la repetición de una sola pauta, pese a que pudiera no dar los resultados esperados, por las razones que fuere. Muchos prejuicios subyacen a nuestra indisposición al cambio. Como en el caso de la red, hay que experimentar para saber si vale la pena.

Yo he pescado lenguados... muchos... pero cada vez hay menos lenguados en las playas. Digamos que hay otros peces accesibles, como los pejerreyes. Si comparamos los peces con los contenidos del inconsciente, los pejerreyes serían otra forma de presentación con la que contactar, obviamente de forma diferente a como se hace con los lenguados. Por supuesto que cada tanto podría presentarse la oportunidad de capturar algún lenguadito, pero también es rico y nutritivo el pejerrey, el deporte de la pesca y el juego de la experiencia humana.

El lenguado, grande y voluminoso, bien podría emparentarse con los visibles resultados del conflicto y la represión; los pejerreyes con la multitud de pequeños trozos de experiencia que forman parte de la estructura del sujeto, que se pueden relacionar en amplitud con experiencias de carencia e inermidad que nutren al conflicto.

Nosotros, cada vez, vamos tomando mayor conciencia de la diversidad de factores intervinientes, tanto en el enfermar, como en el proceso de la cura o del cambio. Los cambios se dan tanto en el contexto de las patologías como en los paradigmas sociales; en los logros de la tecnología y de los medios de comunicación; en el mayor conocimiento de la genética humana, de la bioquímica cerebral y hormonal; en la organización energética del ser humano y de su entorno; en las nuevas formas vinculadas al aprendizaje y a la estructuración de las familias y los grupos humanos en general... Todo ello nos hace pensar en nuevas configuraciones en la organización de las mentes con las que tenemos que aprender a lidiar.

Y, por otra parte, no siempre lo nuevo realmente lo es. La bulimia tuvo lugar entre los romanos, como argumento normal en el desenfreno de los apetitos. Igualmente, la anorexia y la auto restricción sacrificial, a lo Margarita Gautier. Las “neosexualidades” resurgen de un letargo de siglos. Ya en Sodoma y Gomorra estaba presente el tema, el mismo que encontramos en los hábitos normales de la antigua Grecia.

Los problemas de la corrupción y el egoísmo llamaron la atención de Aristóteles... hace más de dos mil años. Por diferentes motivos y circunstancias históricas, nos vemos, una y otra vez, confrontados con el mismo problema con diferentes rostros. Por un lado, la naturaleza del Narcisismo, que resurge desde lo escindido, como en nuestros tiempos, con mayor fuerza, tratando de disimular su naturaleza espectral con disfraces grandiosos, en seres atrapados en el cuerpo o en ideologías que no logran dar cuenta de la necesidad de vínculo humano que les subyace amenazante.

Y, por el otro, el cotidiano conflicto de la convivencia y la problemática edípica. Ahí, lo vedado resurge en la búsqueda de una liberación reformuladora: ya no “hacer” desde el sometimiento atemorizado a la autoridad superyoica o ideal, sino “ser” y “hacer” a partir de una comprensión y renuncia voluntaria a favor de alternativas valoradas por el Yo, desde su propia experiencia en la vida.



“Per via de levare et per via de porre” 
Entre la patología de conflicto y la patología por carencia


También, he analizado a muchos pacientes... no demasiados. La experiencia me ha dejado ver que son pocos los que son abordables en un psicoanálisis clásico, con resultados satisfactorios. De hecho, en las patologías narcisistas que prevalecen en nuestra época, la respuesta terapéutica requiere de un delicado estudio, que deriva en el uso de diferentes técnicas de abordaje.

Por otro lado, mi inquietud y mayor confianza, derivadas de la experiencia, me han permitido rescatar otros instrumentos, otras modalidades, otras variables dinámicas de trabajo recogidas a lo largo de mi formación como psiquiatra dinámico primero y, posteriormente, como psicoanalista. El manejo de los grupos, del psicodrama, de la comunidad terapéutica, de recursos provenientes de la gestalt o del análisis transaccional, la farmacoterapia, etc. han ido encontrando lugar, allí donde el paciente lo requería.

He podido ir rescatando lo más valioso de las disciplinas con las que me ha tocado en suerte trabajar y aprender. Creo que la actual es una época en la que se empieza a emprender el camino de la integración de recursos. Cada vez se comprende mejor que un único abordaje es insuficiente, que no es sólo la neurociencia y sus correctores farmacológicos la que resolverá el problema del paciente; tampoco lo es el psicoanálisis y sólo el psicoanálisis el que producirá tal magia. Algo más, diferente en cada caso, habrá que poner en práctica para ayudar a nuestros pacientes a recobrar la salud.

Los tiempos que nos tocan muestran retos difíciles frente a la patología. Más allá de la problemática narcisista grosera, encontramos un rubro muy grande, al que podría denominarse “los normópatas” (término que escuché por primera vez a Maty Caplansky), personas aparentemente normales, pero a partir de ser una suerte de producto en serie de la época.

Dentro de la “normopatía” es alarmante su relación con lo concreto, la ausencia de posibilidades de manejo simbólico, la -a veces- nula capacidad de pensarse, menos aún, dentro de posibilidades de insight. Un velo límbico nos acompaña, en un concierto deslumbrante de luces que distraen permanentemente su atención hacia un mundo falaz en el que se pierden sin encontrarse porque, en general, además, suelen no buscarse.

En esta normopatía solemos caer. Creamos normas que se apoderan de los creadores. Solemos observar que la teoría o la aparente razón técnica terminan a distancia de su finalidad y de su origen. Con frecuencia nos encontramos tratando de encasillar al paciente en nuestras propuestas antes que nosotros adecuarnos a él. Nos hemos olvidado de relacionarnos con la persona del paciente, nos quedamos en la enfermedad.

Desde esta repetición de pautas, muchas veces he derivado en un sentimiento de estar arando en el mar. La paciencia de pescador nos da muchas veces la clave para esperar que aparezca el pez, la oportunidad de capturarlo. Pero, también, hay un momento en que podemos darnos cuenta de que no es que el pez no esté, es que no estamos pescando adecuadamente. Más aún si a nuestro costado hay alguien que los está pescando. Es entonces que miramos cómo lo hace, qué carnada usa, qué tamaño de anzuelo, a qué profundidad dirige el cordel, etc.

Incluso, en los últimos años, la pesca va quedando obsoleta. No hay que arar en el mar, hay que sembrar en él. Las piscigranjas permiten una productividad asegurada y controlable, con un mayor rendimiento proteico. Esto por supuesto, en el ensayo metafórico corresponderá a nuestra participación en la crianza, en la salud, en la prevención, en el sembrado en terrenos fértiles. En salir - aunque sea un poco- de nuestros reductos aislados. Esto, felizmente, es un fenómeno creciente en la colectividad psicoanalítica.

De la misma manera, se puede trabajar la “pesca” del inconsciente con variaciones en la modalidad. Tenemos alternativas en el uso de la transferencia y en el trabajo focal, dirigiéndonos al fortalecimiento de los niveles de conciencia no exclusivamente desde la interpretación. Podemos acompañar a los pacientes en el mejor conocimiento de sí mismos desde una posibilidad de ser reconocidos en el ejercicio de relacionarse con los demás, de mejorar sus formas de expresarse y mostrar sin temor sus sentimientos, mediante un aprendizaje vivencial en la relación terapéutica.

La “pesca”, entonces, tendrá que ver con el registro de potenciales que ayudamos a desarrollar; con experiencias que no tuvieron lugar en el allá y entonces, que no circulan en el espacio de lo reprimido, pero que establecen demandas de respuesta, en principio, de reconocimiento y aceptación. Entonces, más que “sacar” algo, estaríamos en la situación de “poner” algo, derivado de un importante compromiso con nuestro paciente, desde el interés y la empatía, lo que nos ubica en una “vía de porre” peculiar, ya que esto no debe ser invasivo.

Recientemente, se está prestando mayor atención a las patologías por déficit. Estas son producto de carencias tempranas, de fallas en el contexto primario de la relación con la madre. Estas carencias son extensibles, en la comprensión de la causalidad, a todo nuestro contexto actual, a la estructura social en la que nos desarrollamos. El malestar subjetivo se ve, más que nunca, desbordado por una patología social, por una inmensidad abrumadora de estímulos provenientes de una cada vez más rápida modificación de los contextos y los paradigmas. La tecnología hace de las suyas y convierte en obsoleto, de manera implacable, todo aquello que apenas empezamos a aprender o a lo que comenzamos a acostumbrarnos, subvirtiendo la idea de constancia objetal.

Cuando hablamos de las patologías actuales, nos referimos a un mar de organizaciones sintomáticas, nuevos síndromes que nos plantean retos cada vez más difíciles de integrar desde una sola perspectiva.

La ludopatía aparece en el lugar en que ha fracasado la capacidad de jugar recreativamente. Se convierte en un distractor omnívoro, que pretende la fantasía de revertir el azar y evadir la realidad dolorosa del vacío personal.

La anorexia y la bulimia y, entre ambas, la ingesta compulsiva de alimentos, a más de configurar una problemática derivada de la oralidad, supone un fracaso en la transicionalidad, en donde la relación con el cuerpo queda exaltado por las angustias de pérdida y, en tanto así, se establece una relación consoladora “inconsolable” con el cuerpo, al cual, además, no terminan de configurar. Hay déficit estructural. El espacio psíquico no se ha organizado suficientemente como para sostener la representación de sí.

Lo mismo pasa con esas maravillosas criaturas de gimnasio que sacan brillo a sus cuerpos para lucirlos, para atrapar miradas, todo puesto en el cuerpo sin poder disfrutarlo en una intimidad personal compartida.

En las distintas formas de adicción pasa algo similar. Hay un fracaso en la organización personal y la realización omnipotente en el consumo de drogas pretende, en forma ilusa, llenar el vacío de objeto. Alcanza apenas para dramatizar en sí mismos el terrible desamparo al que sobreviven. Divididos en fantasmas de sí mismos no alcanzan a configurar una unidad.

Todos tienen dificultades para sostener sus límites, para controlar impulsos, para evaluar los riesgos y aprender de la experiencia. Todos han organizado defensas esquizoides de distinto grado de profundidad en las que el punto visible es un falso self que se hace flagrante cuando se ven enfrentados al reto de una intimidad.

La queja corriente, cuando nos visitan estos pacientes, es el vacío. Muchos de ellos han tenido logros importantes en la vida: “tengo una esposa maravillosa, hijos a los que adoro, una posición que a mis 40 muchos quisieran tener, profesionalmente me va muy bien... pero mi mujer se queja de que no me acerco a ella, no soy expresivo con mis hijos, dos de ellos están yendo a terapia... mis compañeros de trabajo dicen que soy un tirano. Y, estoy acá, simplemente porque la empresa esta al borde de la quiebra y no puedo dormir... Si las cosas se arreglan, lo más probable es que no venga, yo me conozco doctor...”, me dice un paciente recientemente.

Podríamos considerarlo un “normópata”: primero de la clase, destacado profesional, frío a la hora de tomar decisiones, no le interesa a quien se lleva por delante con tal de sacar adelante sus objetivos. Ahora, en crisis, se pregunta cuáles son verdaderamente sus objetivos.

Pareciera tener un buen pronóstico dado que es capaz de darse cuenta de todo lo que le pasa, pero el manejo racional está muy distante del niño asustado que vislumbro. El mundo de los afectos ha quedado fuera de su campo de experiencia, sustituido por un mundo marcado por las responsabilidades y obligaciones y un paradigma llamado éxito: profesional, material, familiar, etc.

Pero se da cuenta que algo falta. Algo que ve en otros que disfrutan de sus logros, que son capaces de generar lealtades y que son leales a su vez, cosa que él no puede; con las justas se comunica más allá de lo imprescindible y no registra expresiones de gratitud. Se da cuenta, pero no sufre por ello. Es entonces que empieza a temer perderlo todo. Como que ya se empieza a producir la pérdida (pérdida que ya se produjo, alguna vez, como dice Winnicott), justamente como producto del manejo impersonal de sus relaciones de trabajo.


El común denominador de las patologías actuales es el déficit

Las circunstancias propias de la economía global y el terrible empobrecimiento de nuestros pueblos hace que el movimiento migratorio sea cada vez mayor y la construcción de los ideales de organización familiar sean totalmente distintos a los de hace 30 años. El 70% de la población joven (y no tan joven) se iría del país si pudiera, con lo cual el apego resulta peligroso.

La familia nuclear que conocimos quienes tenemos unos años más, ha sido destruida por las urgencias y renuncias temporales y espaciales a las que nos obliga la economía de consumo.

Se hacen realidad, de forma cada vez más patética, las predicciones de A. Toffler respecto a la conformación de una sociedad del “descartable”. En este contexto, es tremendamente notoria la organización individualista, egocéntrica y narcisista, en cualquiera de sus envases de oferta. Todo funciona en relación a lo inmediato.

En este estado de cosas hay una urgencia adaptativa permanente, con pérdidas y separaciones que apenas tenemos tiempo de procesar. Nos decimos: “no hay que mirar atrás...” Hasta que terminamos con la sensación de que justamente atrás hay un grande y horroroso abismo; entonces, no nos queda más que seguir subiendo...

Apelamos, en nuestra fuga hacia arriba, al principio del placer, al punto de lograr una resultante hedonista generalizada, como ya dijimos, muy “normal”; pero es éste un hedonismo reactivo e insípido en donde el sentido de continuidad existencial individual queda entrampado, con una resultante bastante escuchada en los motivos de consulta: la sensación de vacío.

La realidad virtual sustituye, cada vez de manera más amplia, las relaciones con semejantes y diferentes. Los afectos se suelen desarrollar encontrando formas también virtuales, es decir, idealizadas, no siendo toleradas con facilidad en el contexto de la realidad.


De Príncipe a Sapo

Los rostros de la patología cambian, adquieren nuevas formas o modalidades. Pero, más que ello, hemos aprendido a mirar un poco más allá, sabemos cada vez mejor que tenemos que buscar a Narciso, también, en casa de Edipo. Y que Narciso, más que un arrogante antipático (no siempre aparece así) que le complica la vida al pobre Edipo, es un mendigo atormentado que no tuvo mucha suerte en la vida. Es el príncipe que trata de negar su condición de sapo; un ser atrapado en la omnipotencia como producto del encantamiento aterrador de alguna ausencia que no registró. Dicha omnipotencia le permite sobrevivir, mas no ser en la vida.

No tiene mayor alternativa que aferrarse a una imagen idealizada de sí mismo, -allí donde no se puede ver- y sin tener acceso a las bondades de la intimidad, porque no existe otro o, más bien, porque el otro sigue siendo aterrador en su encanto, ya que lo haría caer otra vez en la trampa original, de la que hay que tomar la máxima distancia posible.

El camino a recorrer pasa por ser un poco más sapo y lograr algún beso cariñoso, desencantador, venga de quien venga, pero que sea auténtico, que aprecie al sapo como tal. El gran obstáculo suele ser la renuencia del sapo a mostrarse y, más aún, a estar en disposición de que surja la oferta del beso. La investidura real del príncipe resiste a ultranza, convencida; resulta un ultraje dejar al sapo en libertad. “Es humillante”, nos dirá, resintiendo el que hagamos alguna aproximación de ayuda que casi siempre le sabe a lástima...”no lo quiero...”, “no es verdad”, “tienes que demostrarme que es cierto...” y, así, se abre la odisea de la cura.

Por supuesto que la solución terapéutica pasa también por ser sapo. Pero sapo sin conflicto es “sapo sabio”. En tanto así, no hay que intentar forzar al príncipe a ningún cambio. A lo más, se le irá reconociendo y respetando su función protectora, más bien sobreprotectora y ambivalente, en los cuidados del sapo. La ambivalencia se sobreentiende si tenemos en cuenta que su realeza no ha encontrado plenitud por tener que estar cuidando a este horrible bicho sin poder tener libertad.

Llegamos a conocer todo tipo de príncipes (y todo tipo de sapos). Como en la historia del principito, cada uno está aferrado a sus galas deslumbrantes y no tolera que se le mire de otra manera que no sea como súbditos obligados a servirle. Buscan atrapar la mirada, no vaya a ser que veamos al sapo... o al reyezuelo desnudo. Con un poco de humor y mucha empatía podemos, por un rato, jugar su juego, hasta que se sorprendan con nuestra posibilidad de disfrutar.

Por supuesto que ninguno cree realmente que disfrutemos del juego. Todos piensan que vamos a tratar de atrapar su mirada desde nuestra propia pretensión principesca. Así, el juego terapéutico puede comenzar con un cumplimiento de nuestros “reales mandatos”, habida cuenta que son hábiles para funcionar en base al deseo del otro. Es una pauta de sometimiento sostenible tan sólo por su adjudicación especular.

Si todo marcha bien, es posible que en algún momento puedan llegar a registrar que no nos es problema el variar las modalidades del juego mientras mantenemos algunas constantes, en especial nuestra sólida disposición e interés.

Esto, al principio, los asusta, pero llegan a reconocer que es parte de un juego del que también son capaces, del que de todas maneras forman parte. Es, entonces, cuando algo de confianza va dando lugar a mostrar al pequeño monstruo, al sapo, al ser sensible escondido y asustado que duda de la posibilidad de ser aceptado y querido.

La sociedad actual no tolera sapos. Busca el escape, la evitación. Recuerdo una vez que andaba tristón y fui a una reunión familiar. Me senté a un lado pensando mis cosas, mirando como se entretenían jugando cartas… Pronto empezó un bombardeo de:
- “¿Qué te pasa...?”
- “Estoy un poco tristón...”, respondí.
- ”Deja tus problemas en el consultorio...”
- ”Bueno, pero estoy así... qué problema hay... no se preocupen, sigan con lo que están haciendo, yo los miro esta vez”.
Pero, no contentos, siguieron:
- “Todo un psiquiatra... ¿no puede resolver sus cosas...?”
Entonces, dije:
- “Bueno… si insisten… Si quieren les cuento de qué se trata...”
Entonces, siguieron timbeando.

Entendamos al “sapo” como la persona que humanamente se angustia, que sufre, que tiene dolor. También la que ama y siente necesidades de depender, a veces de manera exagerada porque siente desamparo. Sentirlo nos llega a avergonzar. Lo que se espera son seres independientes, siempre sonrientes, que no creen problemas, que no molesten.

Así, se organiza la sociedad calmante y evasiva del dolor, del sujeto humano, al punto de la indiferencia o el desprecio del diferente doliente, que es repudiado en su condición (como ocurre respecto a las mujeres o a los “cholos”). Nos criamos en medio de esas premisas. Nuestras madres son las empleadas, muchas veces “cholas o serranas”, que maltratamos “principescamente”, con demandas caprichosas, sin consecuencias de gratitud. Nos desquitamos en ellas de la deuda parental.

La idealización de recursos terapéuticos, como la farmacoterapia o el psicoanálisis, necesita dejar sus reductos excluyentes para entrar en la vertiente de un realismo integrador. El ser humano necesita ser reconocido, despatologizado; y, también, los médicos y terapeutas que tienen que ver con la cura, tendrán que abandonar su lectura idealizada de sí mismos o de sus particulares técnicas y teorías.


El vínculo terapéutico y la búsqueda de intimidad

Este es un viejo tema que nos ha llevado a tomar distancia muchas veces de la amplísima gama de acontecimientos que tienen que ver con la cura, en particular en lo que atañe a la relación médico-paciente como eje sostenedor y, a la vez, como vehículo de cambio, como campo de experiencias, en donde la creatividad da lugar a nuevas inscripciones desde el aquí y ahora.

Aún así, muchas veces nos hemos sentido abrumados por el reto de la cura, hemos hecho heroicos sostenimientos del proceso “a todo pulmón”, con pobres resultados. Cuántas veces no hemos sentido que “aramos en el mar”, reiterando fórmulas constreñidas por un entendimiento agotado que se resiste a renovarse, a mirarse a la luz de los nuevos tiempos... de las nuevas patologías y de nuevas maneras de enfrentarlas.

Algo de un intento de sacudirse del entrampamiento teórico–técnico me parece haber observado en los congresos de Psicoanálisis y Psicoterapia, en donde se convoca, cada vez más, desde la clínica. También, hemos podido observar una creciente preocupación por comprender los instrumentos de la cura, de lo cual deriva una mayor integración y reconocimiento de los recursos de la psicoterapia psicoanalítica, en particular del lugar que tienen las aproximaciones denominadas “de apoyo” en la resolución de la problemática del paciente, como bien nos lo señala Wallerstein (1).

Se nos impone una consideración cada vez mayor al problema de fondo, al común denominador que reiteradamente encontramos en la patología. Me refiero a los problemas derivados de la carencia. No es que nuestro clásico enfoque de la problemática del conflicto no tenga lugar… Por supuesto que lo tiene, pero entiendo que el ritmo de la vida moderna ha socavado la relación humana en todos sus momentos indispensables, tanto en la infancia como en los distintos momentos de la vida, de manera que hay cada vez una mayor ausencia de experiencia de intimidad.

El entendimiento reducido a la problemática de la angustia de castración, tema central en la propuesta freudiana, se queda corto para explicar el vacío de organización proveniente de la ausencia de experiencia de intimidad, de reconocimiento y respeto en tanto individuos singulares. Esto anula la posibilidad de crearse, ante lo cual lo único que queda es “creerse”.


La exaltación narcisista y el “creerse”

En eso, en nuestro país hemos caído hasta el fondo del abismo. “Nos creemos”. Se produce una exaltación narcisista de cualquier atributo, vínculo o propiedad a partir de la cual sentimos una suerte de completud que podemos exhibir, casi siempre ante la mirada envidiosa de los demás; mirada que se da en concreto o que nos la imaginamos, con la cual redondeamos un sentimiento de placer.

El placer consiste en que el otro esté por debajo, cargado de una envidia de la que necesitamos desprendernos, que sentimos necesidad de endosar, viviendo una idealización del sí mismo, exaltación narcisista, proyección o identificación narcisista, triunfo sobre el otro, rebajamiento del otro, control omnipotente del objeto...

Todo esto tiene sabor a perverso por lo placentero, por un lado; y, por el otro, nos muestra una clara presencia de mecanismos primitivos que nos recuerdan el control maníaco y la negación del duelo, de la pérdida, de la carencia.

Los modelos parentales están corroídos por modalidades y esquemas que se reiteran por doquier. En casa se da el uso de recursos que niegan la necesidad humana de sostén o, en su defecto, que niega la necesidad de establecer los límites a la omnipotencia primitiva, moción perversa en la que existe una gratificación a las necesidades omnipotentes de la madre.

En esto se colude el padre, quien es permanentemente un personaje ausente, “abandonador”, que casi siempre se muestra agrediendo o humillando a la madre. Muchas veces se alcoholiza irresponsablemente, mostrándose entonces brutalmente omnipotente.

Se “cree”. Cualquier cosa sirve: ser hincha de algún club, ser peruano, buen amigo, el que paga los tragos (aún a costa de la familia)... Llegamos a creernos que somos lo máximo, cariñosos como nadie; y, admiramos en especial a los extranjeros, (teniendo que pagar una prima monstruosa por querer ser como ellos), a quienes vemos como modelos, siempre inalcanzables. Por otro lado, siempre alimentamos en lo oculto algún desprecio por aquello que nos cuesta reconocer en nosotros mismos.

Siendo así, nuestras identificaciones primitivas con el objeto idealizado terminan en una resultante melancólica. Atacando al objeto en nosotros mismos, con una rabia y envidia que no facilita otro tipo de elaboración identificatoria, porque no reivindica nuestra verdadera identidad. La impronta fratricida, parricida, matricida, la rabia narcisista por lo que no somos, ni siquiera nos permiten rescatarnos desde lo que alguna vez fuimos.

La historia de los incas se truncó justamente durante una lucha fratricida. No se pudo enfrentar al extranjero.  Lo idealizó.  Quisimos ser como ellos, pero desde el remedo...  Aún en las fiestas folklóricas se percibe el intento desde el uso de máscaras; máscaras de nostalgia melancólica utilizadas por seres omnipotentes que nunca terminaron de saciar su voracidad en nosotros (ni siquiera con nosotros), exacerbando esa misma voracidad, pero rabiosa, pero adormecida, pero temerosa, envilecida por el engaño y la costumbre del sometimiento, envilecida por una inocultable envidia que hace que, como hemos dicho, sea posible cualquier identificación.

Es ésa la voracidad envidiosa la que hace que personajes como nuestros políticos festinen obnubilados, a costa del hambre de aquellos que pretenden representar.  Se escinden.  La voracidad envidiosa los atrapa  y como único recurso encuentran la proyección en los hambrientos de su propia voracidad.  Como en el origen de este entrampamiento, en el fondo, los hambrientos esperan su turno, se identifican en el fondo y, también, se sacian, destrozándolos en las encuestas o a través de las parodias de los imitadores.

El problema es que se pierde con ello la perspectiva discriminadora elemental entre lo bueno y lo malo. Una consecuencia natural de esta dinámica es la expectativa de un régimen autoritario.  Alguien que organice la ley, alguien que pueda representar sin robar... la identidad de los representados.  Hasta ahora todos han caído en la tentación; el autoritarismo omnipotente ha sido la consecuencia y el mantenimiento del estancamiento en el que estamos.  Pareciera imposible salir del hoyo... Éste es nuestro mayor reto.

Los constructos reactivos, que vemos desfilar, no están al servicio de sostener experiencias humanas integrativas y terminan en organizaciones de falso self que, como dijimos anteriormente, se adornan con distintos ropajes.

La peor consecuencia para el terapeuta sería no tener vocación de servicio.  Sin haberse aproximado con amplitud a la relación consigo mismo, motivado por la sociedad de consumo o con la finalidad de obtener prestigio personal. Otro riesgo, no poco frecuente, es que el terapeuta se convierta en un esclavo de su técnica, de sus basamentos teóricos o simplemente de las dinámicas grupales que lo llevan a inhibir el procesamiento de su propia experiencia y creatividad.

En el congreso de FLAPPSIP,  el año pasado, alguien (no recuerdo quién) señaló las tremendas modificaciones que se estaban dando en la configuración del contexto de trabajo.  La crisis económica había logrado invertir el eje de la propuesta y era más bien el terapeuta quien tenía que adecuarse a las posibilidades del paciente.  La frecuencia de sesiones de una vez por semana se fue aceptando y para muchos no dejaba de ser psicoanálisis, cosa que antes resultaba impensable con menos de tres sesiones semanales.  Los honorarios, las ausencias por vacaciones, etc., fueron dando espacio a una significativa modificación de los parámetros tradicionales en una plaza tan representativa como es la de Argentina.

Fue hasta gracioso escuchar que esto que ellos viven como crisis es endémico en nuestro medio y que es justamente el motivo por el cual nuestro grupo suele llevar a estos encuentros los trabajos más definidos dentro del terreno de la psicoterapia analítica.

Nuestra labor en proyección social, tanto desde el sentido de una organización que se autosostiene a la par que tiene mayor cercanía a formas variadas de resolución de la patología, integrando en su oferta los servicios de psiquiatría, los abordajes tipo taller, el cine fórum, la familiaridad con el uso de medios y la participación a través de ellos, haciendo una labor de prevención, son los trazos de una serie de variables que fortalecen las posibilidades de trabajar  creativamente en este campo, sin tomar distancia de las concepciones metapsicológicas psicoanalíticas.

Otro elemento importante tiene que ver con la labor de formación de nuestros psicoterapeutas, con un eje cada vez más centrado en la clínica, así como con supervisiones intensivas en el programa de proyección social.  Esto abre una mirada mucho más cercana a la realidad de la demanda de la comunidad y su patología, tanto como del contacto con sus recursos, no siempre accesibles a tratamientos de largo aliento.

Nuestra propuesta curricular ha ido variando a lo largo de los años, acercándonos, cada vez más, entre las cátedras y el objetivo final de nuestra formación: un terapeuta clínico, con amplia capacidad de diálogo con las disciplinas afines y complementarias.

Como es obvio, las nuevas patologías están determinadas por variaciones en el contexto social, por los cambios en los hábitos y las costumbres (culturales, sociales, sexuales, etc.). El avance en la liberación de la mujer ha sido fuente de una serie de cambios en lo que respecta a la relación de pareja y a la constitución de la familia.  

Por otro lado, se dan variaciones en las estructuras de valores, en donde la hipertrofia de la sociedad de consumo prevalece desde el valor de "tener".  En la economía, en la competitividad, en la organización de las empresas (los monstruos monopólicos que antes estaban prohibidos), las novedades tecnológicas fulgurantes, el alucinante cambio en la cibernética y la explotación del juego como fuente de evasión y realización fantástica.  En muchos casos, la televisión se presenta como sustituto  de la relación parental, a manera de una nodriza que distrae.      

A ello, añadiremos la sobrepoblación mundial, las pugnas por el poder, la terrible escalada de la droga y de la corrupción, el culto a la figura, al cuerpo, a las dietas y, finalmente pero de inmensa importancia, el descuido de nuestro planeta y el paulatino efecto de recalentamiento que, año a año, va tocando las puertas de la razón sin ser atendido.

Nota

1. (Wallerstein, Robert… ¿ Un psicoanálisis o muchos? Revista Internacional de Psicoanálisis, 1988, Vol. 69).

1 comentario:

Peter @ Enviroman dijo...

Hi Pedro Morales,

Thanks for leaving a comment in my post how you can help blogger tips and tricks. I have responded to your comment.

Peter Blog*Star
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