miércoles

2005/12/12 Deuda y Gratitud

Encuentro Winnicottiano “Donald W. Winnicott, trazos y espacios: del gesto espontáneo al espacio potencial”

Lima, diciembre de 2005


Hace muchos años, al definir sus expectativas en el tratamiento, una paciente me dijo:
- “Tengo que recuperar el tiempo perdido…”
- “Pero si ya lo perdió”, le contesté.
Y, así, comenzamos una aventura que nos tomó años, para descubrir las bondades de una vida personal en el presente. Prefería la engañosa trampa del pasado, que reiteraba la promesa seductora de ser “la elegida, la preferida, la indispensable, la más importante del mundo”.

Parecía que esta vez sí se iba a cobrar la deuda…no iba a ser explotada... ahora sí la respetarían… pero... ¡nada…! Hasta que nos dimos cuenta que la aterraba dejar ese juego, que no estaba preparada para vivir una vida personal, que vivía - o más bien sobrevivía - pegada a esa deuda por cobrar, mientras que sus padres (con quienes ella, a su vez, se sentía en deuda) la parasitaban desde sus respectivas carencias.

Sin embargo, algún saldo personal permitía vislumbrar un futuro menos catastrófico que el que ella preveía para esta niña obediente, próxima ya a la tercera edad.

En el contexto de las relaciones humanas, las deudas forman parte importante del patrimonio personal con el que nos hacemos a la vida. Desde muy temprano, tenemos que negociar con el entorno. Partimos de una posición, en la que tenemos una absoluta necesidad de nuestro benefactor, hasta otra en la que hallamos posibilidades de contar con una mayor opción personal para dicha negociación. Es el largo camino entre la dependencia absoluta y la salida de la dependencia relativa.

A veces, tenemos la sensación de que nos deben algo que nos pertenece, algo que nos quedó pendiente recibir, y nos encontramos agazapados a la expectativa de que aparezca, de que se nos devuelva lo propio.

Otras veces, el medio nos reclama activamente la deuda de sus vacíos y podemos pasarnos la vida tratando infructuosamente de pagarla. Las deudas del pasado perturban nuestra capacidad de negociar en el presente y distinguir con claridad entre lo que debemos y lo que nos deben, entre deudor y acreedor.

Atrapados en la búsqueda del ilusorio paraíso perdido, nos perdemos en un laberinto de emociones y sentimientos que hacen difícil precisar la naturaleza de nuestra búsqueda. Puede ser que un profundo resentimiento nos impida reconocer nuestro anhelo de ternura y protección. Del mismo modo, una idealización exagerada nos puede poner a distancia de la rabia y el dolor causados por el abandono, la que reaparece tan pronto se produce el desencuentro especular con el otro real, renovándose el reclamo por el despojo actualizado (y actuado).

Unos y otras ven perturbados, en grados diversos, su experiencia de intimidad y el adecuado “uso” del objeto. Sólo la experiencia de la gratuidad y la derivación de la deuda hacia la gratitud podrán revertir tal situación. Esto se da sólo en circunstancias en las que la relación no obliga y, menos aún, somete... aunque sí compromete. Compromete desde la disposición empática y la continencia negociadora, tal como puede darse en un adecuado proceso terapéutico. o en alguna oportunidad que la vida nos ofrece como opción.

Winnicott nos muestra la paradoja de las deudas de gratitud cuando escribe en la dedicatoria de su libro “Realidad y Juego”: “A mis pacientes, que pagaron por enseñarme”.[1]

Respecto a la deuda, Winnicott emparenta su esencia con el ingreso al mundo de los fenómenos transicionales y el reconocimiento del objeto. En su presentación del artículo “Objetos transicionales y fenómenos transicionales”, nos dice:

“Introduzco los términos “objetos transicionales” y “fenómenos transicionales” para designar la zona intermedia de experiencia, entre el pulgar y el osito, entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, entre la actividad creadora primaria y la proyección de lo que ya se ha introyectado, entre el desconocimiento primario de la deuda y el reconocimiento de ésta... ”[2]

En circunstancias normales, el primer movimiento de cobro no suele ser del supuesto acreedor, la madre. Es el bebé quien reclama, desde el sentimiento de haber sido despojado de su propiedad inalienable; y lo hace con la violencia de quien somete a embargo a un usurpador precario, a un desconocido frustrador que ocupa ahora el lugar de aquella parte de sí que antes resolvía sus demandas con solicitud y premura.

Todos sabemos de la gradiente de frustración necesaria para que se instale el otro como sujeto de crédito, digno de confianza. Me refiero a las circunstancias en las que, pese a todo, la madre, el “otro”, sigue allí, disponible, pero de una manera distinta. Es la etapa de dependencia relativa, con su correlato de nuevas experiencias en el naciente espacio de los fenómenos transicionales.

Es a la comprensión de la naturaleza de esta deuda a lo que intento aproximarme en este trabajo. Sin embargo, es indudable que en la configuración del título “Deuda y Gratitud” tuvo también que ver, aunque desde un nivel más inconsciente (recién me di cuenta después), el título pergeñado por Melanie Klein para su libro “Envidia y Gratitud”. Por tanto, trataré, también, de precisar si hay alguna relación entre la deuda Winnicottiana y la envidia Kleiniana.

Es claro que en Winnicott la deuda se configura a partir de la ausencia sostenedora de la madre y como consecuencia de ésta. En Klein, la envidia es primaria y con una intención predominantemente tanática: el objetivo es destruir lo envidiado. En el enfoque Winnicottiano, la carga irreductible del reclamo de la deuda busca proteger al verdadero Self de los riesgos de una nueva frustración o, en su defecto, constituye una organización omnipotente que integra la identificación con el objeto primario. Casi siempre encarna una exaltación oral sin un sustento objetal suficiente.

Desde el momento mismo de la concepción, madre e hijo configuran una dupla en la que ambos dan y reciben afectos y mensajes en una sincronía trascendente, que involucra condicionantes filogenéticos, sociales y personales. Del registro de esta particular experiencia de encuentro derivan una serie de sentimientos, entre los cuales Winnicott resalta el de la confianza. No se refiere de manera enfática al sentimiento de deuda pero, en diferentes pasajes de su obra, encontraremos alusiones a ella, en particular como consecuencia de las fallas de la madre para proveer el entorno necesario para su bebé. En uno de estos textos, Winnicott dice: “Si la madre le defrauda al principio, ella sabe que (su bebé) se lo hará pagar siempre”.[3]

En la clínica solemos encontrarnos con manifestaciones diversas en las que la deuda tiene un protagonismo central. Esto es particularmente cierto en las patologías que denominamos “de carencia”, en las que, además del registro del déficit original, casi siempre vivido como vacío amenazante, nos encontramos con utópicas manifestaciones de reclamo por aquello que se siente como una deuda por cobrar. Es frecuente observar que, en simultáneo, coexiste un terrorífico sentimiento de deuda, por sentir que uno fue la causa de la falla en el objeto primario, la madre.

Me cuenta Solícita que llamó a su madre para cobrarle un dinero que le debía. Se siente contenta de su logro porque, por mucho tiempo, “mamá se hacía la loca y no me pagaba”. Reflexiona sobre el tema y agrega “Siento que mi madre me debe muchísimo, pero no quería que lo sepa y que me dé, porque entonces yo estaría en deuda con ella...”

Más adelante, dice: “A mis hijas las traje al mundo, pero no por eso siento que me deban la vida, me basta con que sean buenas...”. Días después, retrocede y comenta “Yo no puedo terminar de reconocerme a mí misma porque siento que eso sería destruirla a ella” (a mamá).

Renunciar a la deuda moviliza en Solícita intensos sentimientos de pérdida. El juego del reclamo de la deuda le permite integrarse, pero debido a la rabia del no pago y a la proyección de la deuda. Le cuesta romper con la identificación, sin destrozar el espejo...

Aún así, va cultivando espacios de gratuidad con sus propias hijas, con quienes va elaborando identificaciones que sugieren una suerte de devolución (de las hijas a Solícita), desde su experiencia de saludable crecimiento e individuación, con lo cual, sin proponérselo, ellas van ayudando a mamá a encontrar una alternativa al apego patológico que Solícita tiene con su madre.

En las patologías de conflicto, el tema de la deuda tiene una mayor definición en relación con la problemática edípica. El entrampamiento mayor de la deuda tiene que ver con el deber y la libertad, con la rivalidad y el erotismo, por lo cual, la persona encuentra dificultades en el disfrute en tanto siga sin resolverse la trama infantil. Hay “deudas” y “deudas”; de distinto calibre y profundidad. La negociación de la agresión y el erotismo, a la par que la desidentificación con los objetos parentales, aparecen en el camino, haciéndole lugar a otras formas de relacionarse.

Esteban se pasó la vida trabajando “con papá”, “para papá”, sacrificando lo que sentía que era su verdadera vocación. Más tarde, trasladó la sumisión al padre a la relación con su esposa, en un entrampe anal masoquista torturador, que acompañaba con intensas fantasías agresivas, en las que indefectiblemente él era la víctima.

La muerte del padre movilizó en él dificultades para hacerse de la herencia y, sin proponérselo, en algún momento, se encontró envuelto en un lío callejero, levantando en vilo a una persona que se había mostrado prepotente con él. Mientras lo aferraba de las solapas y le decía: “¡Ahora me las vas a pagar! ¿Es esto lo que querías... ?”, siente que el otro se va encogiendo hasta convertirse en un niño asustado; entonces, lo toma de la nuca y el fondillo y lo arroja para que siga su camino. Mientras se aleja de la escena en su auto, piensa que todo se hubiera resuelto si le hubieran pedido disculpas. El mismo tiene el impulso de regresar y pedir disculpas, pero no lo hace.

Convinimos en el entendimiento de que papá se fue sin pedir disculpas y él se quedó con su rabia, confundido entre el hacerle pagar lo que le hizo y encontrar alguna manera de salir de la “ley del Talión” que regía en su mundo desde niño, aterrado por la posible venganza del padre. El lamentable incidente se presta, en el presente, para echar una mirada a lo actuado, para, por sí mismo, emprender el camino de una saludable desidentificación, liberarse de la deuda con el padre y disfrutar de la herencia con su mujer.

El destino natural de la deuda es resolverse en la paradoja de: “como nos dimos todo... no nos debemos nada, sólo la gratitud”. Nos resarcimos de la pérdida de esta transacción ideal, con la sensación acompañante de la experiencia vivida, que palpita ahora en nuestros corazones. Para que esto sea posible, es indispensable que la entrega, que “los depósitos a plazo”, de los primeros momentos de la vida, se hagan de manera absolutamente gratuita, sin condiciones, obteniendo los beneficios propios del interés directo, es decir, del interés irrestricto por el otro y su expresión en la alegría de participar en la fiesta de la creación compartida.

La de la gratitud es la más noble de las deudas. Por cierto, no es aquello que se pretende desde la educación, cuando se nos impone decir “gracias”. No es necesaria una instrucción así. La gratitud fluye natural en el gesto espontáneo. Quizás una sonrisa nos sea suficiente para percibirla. La de la gratitud es una deuda grata; no nos obliga en lo inmediato, pero nos compromete para siempre. No depende de grandes demostraciones o de valiosos regalos. Es más que nada ese encuentro desde el alma que renueva la confianza en que la verdadera intimidad es posible.

La gratitud es el resultado natural de un acompañamiento materno suficientemente bueno, que permite la constitución de un espacio interno acogedor. La entrega con devoción, encuentro e intercambio, no deja la sensación de vaciamiento en ninguno de los participantes, en particular si se ha logrado integrar adecuadamente la agresión.

Un sutil reclamo de la deuda me lo aporta Marieta, quien me cuenta, en sesión, que la tercera de sus hijas ha empezado a trabajar y le ha pedido que le guarde su dinero. Marieta le dice: “Ah! pero te recuerdo que de chicas ustedes me prometieron hacer una ‘chancha’ para quitarme las arrugas cuando esté viejita...”.

Acá encontramos un reclamo de la deuda: “Tienen que pagar por las arrugas que me han sacado...” ¡Y tendrían que hacerlo, justamente, mediante el pago de una “arruga”!. Cierto que también golpea el que crezcan y ganen su platita y se independicen y tengan sus novios, pero... bueno... ¡tienen que pagar por eso!

Habrían dos tipos de deuda: una proveniente de la relación más temprana y otra derivada de la falta, pero en el sentido de infracción a la norma. La primera está en relación con la falta en tanto ausencia: falta de resonancia empática, falta de reconocimiento y, por tanto, de discriminación; mientras que la segunda se relaciona con: “estoy en falta y debo pagar”.

La naturaleza de la deuda tiene que ver con la persistencia de la culpa por sentir que aquello que se nos ha dado ha sido motivo de sacrificio para el otro. Como si le hubiéramos quitado algo que tiene que ser devuelto o que dificulta que lo recibido sea asumido con libertad y disfrute pleno. La deuda hereda de la individuación el reclamo propio del desgarramiento de la fantasía primigenia de fusión y las angustias de muerte.

El deudor y el acreedor forman una dupla. “Creo que mi hija me está haciendo pagar por todas las veces que le he fallado”, me dice, llena de “culpa”, una paciente. Le explico, entonces, que la manera en que vive la culpa es una forma de confirmarle a su hija la vigencia de una deuda, con lo cual lo que logra es sólo mantenerla, no resolverla. Revisamos, sin embargo, que ella misma no tiene suficiente registro de las deudas vividas con su propia madre, a quien jamás se atrevió a reclamar.

Del ejemplo anterior, vemos que la naturaleza de la deuda esconde una sensación de vacío, de insondable ausencia, que se pretende cubrir con el pago de altos intereses, pero que no alcanzan a contactar con el núcleo de la persona, a la manera de un verdadero interés. Apenas alcanza para calmar la angustia (la de ambas) porque a una le justifica la preocupación, mientras que a la otra le permite el sentimiento de control y omnipotencia. Ninguna de las dos se percata del nivel profundo del reclamo: la necesidad de cubrir un vacío innombrable, de dar cuenta de una ausencia inasible... con sentimientos brumosos de necesidad y temor de encontrar lo necesitado tanto como de tolerar la necesidad.

Lo indispensable de la presencia del otro, ha quedado atrapado por la necesidad de negar el terror de su ausencia... Una doble deuda se va gestando: la que proviene de las fantasías de sustraerle espacios personales al otro, sobre la base de provocar su reacción y/o preocupación; y, esa otra deuda consigo mismo, la deuda de intimidad, de poder arriesgarse a ser detectado por el otro sin pretender cobrarle la deuda, es decir, pudiendo reconocerlo tal como es.

Detrás de la organización superyoica, que mueve el castigo como pago de una deuda, está el reclamo de un tribunal distinto, esencial. El reclamo es por el reconocimiento, el sostenimiento, la presencia sin endeudamiento... por lo menos por un tiempo, hasta que la posibilidad de acompañamiento sea posible y, entonces, la única deuda que llegue a perdurar sea la de la gratitud, o sea, la de la gratuidad; en otras palabras, esa deuda sin reclamo perentorio de pago.

En nuestro desarrollo temprano, en nuestro primerísimo momento de relación con la mamá, recibimos el regalo gratuito del influjo para la vida. La vivencia de entrega total, de presencia total, de correspondencia absoluta, en un encuentro fundante, de mutuas disposiciones vitales, momento de naturaleza irrepetible, la oportunidad más grande de ser con el otro, de ser en el otro... todo depende de que el otro, la madre, esté allí, dispuesta a darlo todo, a recibirlo todo.

Es justamente a partir de este reconocimiento inicial del bebé que, cuando algo pone a prueba extrema nuestra condición de sujetos de crédito, uno puede encontrar en su interior los fondos necesarios como para recuperar dicho crédito. Resulta que los depósitos hechos en algún momento, a lo largo de su existencia previa, han dejado al bebé intereses suficientes como para resolver la supuesta falta de solvencia del medio. Es entonces que se produce una inyección de capital, un crédito increíble que otorga el bebé desde sus fondos intangibles.

Una deuda terrible y desastrosa es la que las madres - y detrás de ellas la sociedad - adquieren con aquellos bebés a quienes se mezquina la compañía indispensable por la paradoja de tener que trabajar para mantenerlos.

Muchas veces lo adeudado proviene de una fantasía de recibir un obsequio, una ayuda, aquello que alguna vez se esperó y no se nos dio. Rompe el fantasma de la carencia y moviliza sentimientos de completud... hasta que viene el reclamo del pago.

Por un lado, el acreedor ha obtenido una posición de poder; se produce, entonces, la renovación incrementada de la sensación de carencia y la apelación al mecanismo una y otra vez. El acreedor se nutre de la necesidad de completud del otro, satisfaciendo sus propias fantasías de completud, llenándose del otro, pero sin poder superar sus respectivos vacíos, porque nunca es suficiente. Necesita del otro, que se hace cargo de la incompletud, de la carencia; entonces, se genera un falso entendimiento de rescate, que resulta una buena justificación para mantener el sistema.

De esta manera, en vez de gratitud, se generan oscuros sentimientos de frustración y odio por el prestatario que viene a quitarnos lo otorgado (en la imaginación, lo regalado). El sustento es que el regalo proviene de la fantasía infantil que requiere que yo sea el pobre niño frustrado que al fin recibe el regalo y no tanto el adulto que necesita de un apoyo para crecer o salir. En el caso maduro, el prestatario sabe que puede pagar y que quien prestó dará las posibilidades de hacerlo. No hay sentimiento de persecución ante el prestamista, más bien habrá gratitud.

El complemento de la idea de regalo lo encontramos en la fantasía omnipotente que otorga la tarjeta de crédito que puede exacerbarse hasta la megalomanía. Todo lo puede... menos las experiencias humanas. Así lo pone Master Card: “Hay cosas que no se pueden pagar”. Esto es usado por los operadores de estos instrumentos, quienes incentivan la sensación de “no límite”, casi la negación de la deuda... ¡la cual aparecerá ominosa en el recibo de fin de mes! Es el gasto, en general no productivo, compensador, que endeuda la vida y hace que trabajemos para pagar deudas.

La resultante la conocemos: el vacío, la ausencia de encuentro humano, que crece de manera exponencial, arrojándonos al siempre dispuesto sistema de consumo, que se nutre ávidamente de nuestros despojos.

Lamentablemente, en los tiempos que nos ha tocado vivir, está cada vez más ausente la entrega en gratuidad, la verdadera vocación de servicio. La integración con el semejante desamparado casi ha desaparecido. Se ha pervertido el endeudamiento; éste es promovido con el fin de establecer relaciones de poder y sometimiento. Miremos, si no, los vínculos de poder que se establecen mediante “la ayuda” de los países desarrollados a los del tercer mundo.

La paradoja trágica es que siempre parece que “esta vez sí nos vamos a resarcir de lo que se nos debe...” Esa fue la fantasía que acompañó la compra de las empresas telefónicas: “Van a devolvernos el tesoro de Atahualpa...”, decían los titulares de los diarios. Y luego nos levantan en peso... y nos siguen ofreciendo beneficios engañosos...

El desastre de la deuda externa, la explosiva germinación psicopatizada de representantes “salvadores”, “padres de la patria” - como se les conoce - quienes, supuestamente viniendo a dar, a entregar lo mejor de sí, terminan mostrando una avidez de acreedores prestos al embargo, repitiendo el modelo de “los grandes” del sistema, de las grandes potencias, en quienes no aparece siquiera el sentimiento de gratitud hacia la madre tierra. Se apoyan en el repudio del otro, de aquel a quien pretenden representar, quien aparece ahora como un famélico pariente que perturba su festín.

El encuentro en el nivel humano ha sido sustituido por el acaparamiento de propiedades, “bienes”, los llamamos. Surgen ejemplos mil, de una dimensión escalofriante, de cómo hemos ido perdiendo el registro de la necesidad de la experiencia de intimidad, en donde es necesario integrar al otro, al semejante, gozoso o sufriente, pero de una manera que no sea la estereotipia de convertirlo en un deudor nuestro o alguien con quien nos sentimos vinculados en función a una deuda o una “conveniencia”.

Mirado desde el otro lado, el vacío personal que prima en nuestra sociedad actual facilita la fuga hacia el endeudamiento, el cual no sirve tanto de apoyo para crecer, como de artefacto negador de la carencia. Así, a la manera de una adicción, caemos en la necesidad de cubrirnos con más y más deudas. Las tarjetas de crédito nos ofrecen tentadoras compensaciones, que medran de nuestra patológica necesidad de empeñarnos al otro, quien nos sustrae más de lo que nos da, atrapando nuestra vulnerabilidad de bebés desamparados y desatendidos, hambrientos de “no sé qué”. La perversa “mamá tarjeta” o, más allá, los agentes de crédito a quienes hemos empeñado el futuro, nos van a reclamar la deuda... la impagable deuda.

La deuda tiene que ver con el reconocimiento de quien nos ha prestado su atención. Casi toda la obra de Winnicott está dedicada a presentarnos la naturaleza de este endeudamiento. Es interesante notar que en el uso corriente de las expresiones haya una sinonimia entre “agradecido” y “reconocido”. Por ejemplo, en este instante, podría decir: “Estoy muy reconocido por la oportunidad que me ofrecen de compartir este trabajo con ustedes”. Uno guarda gratamente la sensación de ser reconocido, atendido con interés por el otro. Gracias por eso.


Bibliografía

Winnicott, Donald… Escritos de pediatría y psicoanálisis.  Barcelona, Editorial Laia, 1979.

Winnicott, Donald… Realidad y juego.  Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.





[1] Winnicott, Donald… Realidad y juego.  Barcelona, Editorial Gedisa, 1982.
[2] Winnicott, Donald… Realidad y juego.  Pg. 18.
[3] Winnicott, Donald… El odio en la contratransferencia.  En: Escritos de Pediatría y Psicoanálisis.  Barcelona, Editorial Laia, 1979.  Pg. 277.

2 comentarios:

Daniela dijo...

Gracias por su artículo, me parece muy enriquecedor.
Saludos

Diana dijo...

Una reflexión integradora y desafiante. Soy madre y tengo la sensación de deber mucho y aumentar, día tras día, mi deuda. Además, mis prestatarios son austeros, por no decir ciegos y sordos.