miércoles

2011/05/18 Los Hikikomoris ¿Un enquistamiento social?

VI Congreso de FLAPPSIP
Psicoanálisis, una experiencia de fronteras
Diversidad. Producción. Intercambio

Buenos Aires, 19, 20 y 21 de Mayo de 2011

Felipe:“He decidido enfrentar la realidad,
así es que cuando se ponga linda me avisan.”
(Quino)

Una mirada al clásico freudiano “El Malestar en la Cultura” nos permite tomar consciencia de que ya hace mucho que se ha instalado en nuestra organización social una suerte de divorcio entre lo que se supone constituye la realización personal o social y los parámetros que suponen la dicha realización.

De hecho, estamos sufriendo el desborde de una sociedad de consumo que ha llegado a convertirnos en irrefrenables depredadores, poniendo en jaque a la naturaleza, amenazando con su destrucción (con la consecuente extinción de nuestra propia especie).

Un fenómeno cada vez más agudo de negación colectiva nos impide acoger las señales que nos hablan de dicho deterioro. Estamos ensoberbecidos por la gloria de la ciencia y la tecnología y suponemos, con desgraciada facilidad, que “alguien va a arreglar el entuerto”, mientras ese “alguien” sigue explotando nuestra confianza, confundiéndonos cada vez más en relación a nuestra razón de existir.

Se nos vende la idea de estar en el mejor de los mundos y que podríamos llegar a ser muy exitosos. En realidad, estamos cómodamente (o incómodamente) instalados en una dualidad de ganadores y perdedores; todo ello a partir del logro material, del manejo del poder efímero, de la fuerza, la belleza y el talento, los que fácilmente se prostituyen y se venden.

Los supuestos ganadores adolecen de la peculiaridad de que el éxito los excita cada vez más, de manera que apenas tienen o desarrollan la capacidad de disfrutar. Por su parte, los “perdedores”, los que no alcanzan a representar el personaje exitoso, quedan enmarañados en una resignación frustrada, con una profunda sensación de impotencia y, a veces, amargura existencial.

Los modelos desmesurados, en base a los cuales desarrollamos nuestros ideales de realización, se tornan cada vez más inalcanzables, promoviendo, crecientes quiebras en la identificación saludable. Las más de las veces, encontramos remedos insustanciales y huecos, que medran en la ostentación, mientras que otros optan por el repliegue, por una suerte de enquistamiento, a la espera de mejores tiempos.

Dentro de este grupo, en una variable destructiva, se anotan aquéllos que recurren al consumo de drogas, hacen trastornos alimenticios, se automutilan, etc.

Otros hay que reaccionan con una marginalidad agresiva; se empoderan en una hermandad hostil a lo externo y diferente. Forman pandillas y generan normas y rituales de integración que les deparan una forma de sentirse protegidos.

Cada vez más, el quiebre de la autoestima, de quienes nos solicitan en consulta, requiere de una ayuda que los libere de la trama social en la que no encuentran asidero. No suelen ser conscientes de que son víctimas de un sistema opresivo que les exige un sometimiento al que no se resignan.

Suele ser que los padres, atrapados por dicho sistema, hayan perdido el sentido de sus necesidades de apego y comunicación, entregando tempranamente a sus hijos a nodrizas electrónicas que contribuyen a anestesiar sus humanas necesidades, refugio fácil para la frustración afectiva en la que se desarrollan.

Adicionalmente, en nombre de la ciencia y como una racionalización de las imposiciones de la sociedad de consumo, se ha ido distorsionando la expresión de la programación genética de la crianza, que requiere de una serie de hábitos de apego que no se cumplen y que son indispensables para el desarrollo empático, base esencial de la integración social y del sentido humano de vivir.

Los Hikikomori: un síntoma de la época
Hace más o menos unos cinco años, leí por primera vez, en una noticia periodística, que las autoridades japonesas mostraban preocupación por un fenómeno que comprometía nada menos que al 10% (un millón aproximadamente) de su población juvenil. Los llamaron “los Hikikomori”, término japonés que se traduce como “confinamiento o reclusión”; es decir, que son jóvenes que “se recluyen”.

Más precisamente, se aíslan en sus dormitorios por períodos largos, más de 6 meses o, incluso por años. Hay varios que llevan ya más de diez años sin salir de su cuarto. No trabajan, no estudian, no tienen vida social. Viven a expensas de los padres, personas por lo general exitosas y pudientes que se han sentido en la total impotencia de entender y, menos aún, de resolver la extraña conducta de sus hijos, por lo cual, en su mayor parte, deciden esperar a que las cosas cambien de manera natural.

El aislamiento del que hablamos incluye un distanciamiento con la familia. La comunicación es mínima. No comen con los padres, no salen a la calle. Duermen de día y se pasan la noche despiertos, casi siempre entretenidos viendo videos, escuchando música o sumergidos en juegos electrónicos o en diálogos múltiples, por la vía del “Chat”, con amigos cibernéticos.

Su vida transcurre en el espacio virtual, a tal punto que se les hace difícil sostener los patrones sociales convencionales, lo que, eventualmente, dificulta su reinserción al mundo de la realidad. El ciberespacio es su oportunidad de fuga al riesgo del compromiso afectivo; en el mundo virtual se sienten como peces en el agua. Es notorio cómo llegan a desgastar el teclado de la computadora, el que manejan con la soltura que no tienen para otras circunstancias.

En general, descuidan la higiene y el cuidado por su entorno inmediato. Su cuarto generalmente se nos muestra como desordenado y caótico. Muchos viven rodeados de basura.

Este síndrome se desarrolla a partir de los 13 o 14 años, pudiendo observarse especialmente en personas menores de 17 hasta 34… y seguramente más años. Se les describe como muy sensibles a la frustración o a la presión escolar o social. Muchos de ellos muestran una clara inteligencia o talentos que han suscitado expectativas en su entorno, a lo que ellos responden con reacciones de oposición o retracción, lo que, a la larga, confluye en su aislamiento.

Observemos el contexto: la sociedad japonesa se ha ido caracterizando, cada vez más, por una sobre exigencia en la formación escolar. Desde muy temprano, nadie se conforma con que sus hijos hagan sólo los cursos regulares de la escuela. Tienen que llevar por lo menos dos cursos extras que los preparen para el futuro competitivo en el que tienen que insertarse. Muchos se saturan, pero siguen adelante, a costa de enfermedades psicosomáticas o estrés crónico. Otros colapsan y abandonan, como es el caso de estos jóvenes que se aíslan.

La crianza suele estar en manos de la madre. Suele ser que la comunicación y los méritos circulen más por el área del “deber cumplido” que del disfrute de la comunicación o del intercambio afectivo. Los japoneses hablan poco, cumplen mucho, son obedientes. Así se han formado en el colectivo social.

El padre suele estar absorbido por sus “responsabilidades y deberes”, casi siempre agotado y tenso, tal vez ambivalente ante las dificultades del hijo “para dar la talla”. Además, no tienen alternativa, no cuentan con otro modelo que ése, tan exigente y hasta sacrificial. No saben qué hacer, se sienten avergonzados y tratan de ocultar lo que les está pasando.

Como la disciplina japonesa tiende a la inhibición de la agresión, los padres expresan su frustración y vergüenza más a través de gestos que de expresiones directas, lo cual aumenta los sentimientos del hijo de estar siendo exigido en algo en lo que ha fallado, no teniendo, tampoco, otra opción que expresar su rabia y frustración de la manera pasiva que ha adoptado con su autoexclusión.

Los Hikikomoris se perpetúan como temerosos del fracaso y, más aún, de la vergüenza de su precariedad, de sentir sus necesidades de apoyo y afecto.

Originalmente, se emparentó este fenómeno con la depresión e incluso con la esquizofrenia. Hay, también, quienes lo relacionan, conductualmente, con las fobias sociales, con trastornos de la personalidad, con adicciones, etc.

Es posible que haya un parentesco sintomático, pero, en general, se coincide en considerar que, más que un trastorno clasificable desde la clínica tradicional, éstas son expresiones sintomáticas de una estructura social en crisis.

Se trataría de un fracaso en la integración del modelo económico de consumo, eje de la globalización mundial (una suerte de fagocitación de las individualidades) y una estructura de valores que ha dejado de tener el sustento previo del honor y el sacrificio por el colectivo social, que se encuentran en la tradición japonesa. Ésta ha sido rebasada por las exigencias de “performance” que impone el modelo global.

El Hikikomori decidió su opción por una existencia virtual. Se trata de un nuevo falso “self” en el que se zambulle hasta profundidades uterinas, precariamente umbilicadas por el entorno familiar. A la manera de un enquistamiento del verdadero “self”, espera condiciones mejores para re-emerger. Cuando esto se produce, es posible, con ayuda, rescatar en parte los potenciales que se dejaron de ejercitar y, por lo tanto, que no han desarrollado suficientemente, lo cual hace que el rescate de su autoestima y la relación con el mundo conlleve tiempos largos.

Se ha observado que, en algunos casos, grupos de aliados en estos infortunios se unen para programar su eliminación (para suicidarse), protegiéndose de esta manera de la humillación de sentirse excluidos por una sociedad opresora que no los entiende.


Los otros Hikikomoris


Si bien ha sido una observación fenoménica de algo que inquieta a la sociedad japonesa, hemos podido encontrar que, en otros contextos sociales de nuestro mundo occidental, casos similares aparecen catalogados como “los nini”, “los bunker”, “los invisibles”, “los niños caracol”, “los freeters”, los que sufren de “trastorno de auto encierro”, “síndrome de frustración crónica”, “adicción al Internet”, etc. Tienen grados distintos de aislamiento pero sensaciones y actitudes comunes frente al entorno social.


No es novedad que, en cada época, un sector de la juventud se confronte de manera peculiar con la estructura social vigente. Recordemos a los “hippies” y su apartamiento de las convenciones de entonces, en particular respecto a la libertad sexual y al “amor libre”. En aquellos grupos (y, también, en algunos de hoy en día) se planteaba una opción vincular o el rescate de tal o cual valor humano o de la naturaleza.

Actualmente, lo que parece predominar es una respuesta pasiva, una búsqueda de apartarse de una sociedad con la que no logran identificarse , descreídos de los valores inciertos de propuestas contradictorias que se reflejan en su estructura familiar y que invocan más el modelo del “parecer” antes que el del “ser”. Ven a sus padres trabajar 16 horas diarias para sostener a la familia y “para ser alguien” y sienten que esperan lo mismo, si no más, de ellos, en medio de lo cual la cercanía es precaria, la comunicación escasea y el afecto apenas alcanza para reconocer los méritos del esfuerzo, pero no alcanza para llenar el vacío con el que crecen. No creen en este modelo y se resisten a repetirlo.

Reemplazan esta insustancial invocación adaptativa por otra en la que asumen una insustancialidad personal, sostenida por la realidad virtual, identificados con seres de ficción, optando por la alternativa de un control del riesgo de fracaso como ocurre en los juegos e historias de ficción.

Su repliegue pretende anular el pasaje del tiempo, el enfrentamiento con las exigencias propias de la edad y la necesidad de encontrar respuestas desde sí mismos, en las que encuentren su propio sentido de vivir. Pareciera ser, sin embargo, que el temor a fracasar los lleva a no arriesgar ensayos creativos, menos aún en el mundo de los afectos. No han aprendido a pelear por lo que quieren; lo único que pareciera estar claro es lo que no quieren. Cualquier frustración moviliza el repliegue masivo al que ya están predispuestos.

Es una suerte de nihilismo: nada tiene valor, nada merece la pena de ser amado o defendido, ni ellos mismos. Es un colapso del sistema de creencias, que favorece la anulación de la emoción; es una suerte de disociación, que alcanza ribetes de escisión, en la que una racionalidad cada vez más precaria sostiene una “razón de ser”, basada en que eso es lo que les gusta hacer. Encuentran una cuota de placer que mantiene a raya la amenaza de un derrumbe cada vez que reaparece el sentimiento de frustración o fracaso.

Más allá de las recorridas vertientes internas e inconscientes desde donde solemos trabajar, sobre las que podríamos decir mucho más, quisiera centrar nuestra mirada en el deterioro de la organización social en que estamos viviendo, cosa que anticipaba en el comienzo de la presentación.

Estamos creciendo en un contexto en el que el principal valor es el material y la mayor libertad está adherida a la idea de consumir o tener riqueza material. El modelo global de la economía libre no tiene otra bandera que el enriquecimiento irrestricto.

A lo largo del siglo pasado, se ha ido resquebrajando la organización de las necesidades gregarias, propias de la especie, en favor de un modelo individualista y egocéntrico; “la era del narcisismo”, la llaman algunos.

Pero es, también, la era del vacío, de la caída libre -que es esa “libertad” de la que “gozamos”-, en medio del vértigo de un desencuentro que clama por reencontrar el asidero de nuestro afectos y el camino hacia una intimidad posible, hacia el sentido común, que pareciera hoy más perdido que nunca.

2 comentarios:

Галина dijo...

Pero el Nihilismo no se trata de ser un idiota que se anula hasta convertirse en una especie de feto dentro de su cascarón de inutilidad. El Nihilismo es una corriente filosófica que propone una gran verdad que a la mayoría de gente le aterra reconocer: que la vida no tiene un propósito o sentido más allá de la existencia misma como único propósito. No creer en nada, no tiene nada que ver con patologías histéricas o esquizofrénicas, sino mas bien con el convencimiento del valor y qcompromiso que implica aceptar la solitud del hombre; es éste,un concepto oriental, pero totalmente alejado del síndrome Hikikomori, que tiene sus raíces en el Budismo y el Taoísmo.

Elsa Lorena Vélez Guerrero. dijo...

Hce un tiempo lei del sindrome que se habla en este post, sin embargo solo he escuchado que se da en Japon, la tecnologia y el consume absorben y marcan nuestros dias, en un mundo materialista, muy buen post, muy interesante.