miércoles

2008/09/20 ¿Intimar o Intimidar en la Docencia? Algunas Anécdotas Personales


XIII Congreso CPPL y 25 Aniversario del CPPL  "Afectos y angustias del siglo XXI. En busca de un mundo interno" 
Lima, 20 setiembre 2008

Educar: ¿Una misión imposible?
(Freud)

El presente trabajo tiene la intención de mostrar la importancia de la revisión psicoanalítica de nuestra participación en la docencia en particular en lo que se refiere a la enseñanza en psicoanálisis.

Alguna vez, cuando aún no había terminado la primaria, una tía, maestra de escuela y amiga de emitir juicios “estimulantes” para destinatarios que, como yo, andábamos pedaleando con jadeo en las tareas propias del colegio, me dijo: “Hay dos clases de alumnos: los estudiantes y los estudiosos. A los estudiantes sólo les interesa pasar el examen. Los estudiosos son los que van al colegio para aprender…”.

La solemnidad con que lo dijo y, tal vez, algún “brillo en la mirada”, me convencieron de inmediato que la tía pertenecía a la categoría de las estudiosas… y que daba por sentado que su sobrino tenía que ser un estudioso… porque si no…

La verdad, no recuerdo haber discutido el punto con ella. Supongo que me las ingenié para evadir el tema. O tal vez me sentí paralizado. Me sentía un estudiante en riesgo de ser descubierto y, peor aún, descalificado. Felizmente, la tía vivía en Huancayo y no nos visitaba con frecuencia.

Tiempo atrás, estando en Kinder, había conocido el método de la palmeta, un instrumento de madera, una paleta gruesa con huecos, que se aplicaba en la palma de la mano, no precisamente como masaje, cuando uno no sabía la lección o se había portado mal.

Tal vez como consecuencia de esa “educación”, un día que me sentía con náuseas, me puse a llorar de emoción cuando una profesora se dio cuenta de que no me sentía bien y no lo estaba diciendo. Me pude soltar ante su expresión acogedora (supongo que dijo algo así como: “pobrecito…porque no me dijiste…”). Creo que me ayudó a resolver algo más que las implicancias de una náusea matinal.

Es terrible pretender hacer docencia en un clima de terror y de amenaza.

No me acuerdo más enseñanzas de mi tía, la hermana de papá. Supongo que debe haber soltado más de un juicio admonitorio en relación a cómo debe asumirse la educación… Seguro que usaba la palmeta para “incentivar” a sus alumnos.

Ahora que lo pienso, casi ni me acuerdo de ella, ni de la mayoría de las clases de esa época… tampoco de ningún profesor. Sólo recuerdo algunas anécdotas, como la de un paseo en tren a las alturas de San Bartolomé y de haber sido elogiado por la redacción del relato de nuestra aventura: “Serás periodista...” me dijo el profesor con alegría y entusiasmo.

De quien no dejo de acordarme en relación a mi educación, es de mi abuelita, la madre de mi madre. Ella vivía con nosotros y sólo había estudiado hasta tercero de primaria. La abuela se acordaba de todos los cumpleaños de sus nietos y mantenía una cercanía educativa reflexiva muy peculiar: apelaba a los dichos: “dime con quien andas…” “quien a hierro mata…” y muchos más, pero hubo uno, de particular significación, que me hizo valorar su sabiduría, años más tarde, cuando me acerqué al psicoanálisis. Una tarde le escuché decir: “el hombre propone y la mujer dispone….el hombre hasta a su madre le va a proponer…”

Como quiera que la seguía en sus reflexiones solía decirme “Ay, niñito, eres un viejo…”. Cuánto valoro ahora aquellos cálidos momentos de aprendizaje empático al lado de mi abuela. Cuánto me ayudó en la tarea de organizarme, desde aquel “niño viejo” sobreadaptado, hasta el que ahora soy: un viejo niño “a piacere”.

¡Cuánto se puede aprender al lado de un sabihondo sentencioso y cuánto de quien comparte su experiencia de vida con alguna frase reflexiva oportuna, que no debe ser aprendida!

Por cierto que mis padres pusieron lo suyo, en especial mi padre. Creo que nunca se preocupó por las notas del colegio. Los problemas se afrontaban en la medida en que aparecían. Entonces, uno sabía que contaba con él. Su mayor enseñanza era el ejemplo. No lo recuerdo diciendo lo que había que hacer, pero sí aprendí, muy pronto, que no me iba a invitar dos veces a compartir la experiencia de hacer algo con él (pintar, arreglar o construir alguna cosa). Tenía que hacerlo por deseo, no por obligación. Aparte de su sentido de responsabilidad, su mayor ejemplo era verlo arreglar cualquier cosa, con dedicación e ingenio. Era un maestro del reciclaje creativo.

No tengo duda de que esas enseñanzas de papá habitan en mi “arsenal” de vida y en especial en mi quehacer como psicoterapeuta.

En la universidad conocí a grandes maestros, estudiosos y profundos, algunos más parecidos a la tía, luciendo su saber. Otros más cercanos a la abuela o a papá, pregonando desde la cercanía, desde el ejemplo, desde la experiencia compartida.

Me sentí orgulloso de estudiar medicina, al lado de tanto maestro que se entregaba con mística a su quehacer. No podía menos que tratar de estar “a la altura”, esforzándome al máximo para superar mis dificultades de concentración. Por cierto que, para mí, pesaba más el ejemplo que la dictadura de la letra y la condena a tener que memorizar y repetir. Ya, por entonces, me percataba de que mucho más aprendía desde la práctica y mejor si podía elegir con quien estudiar y, más aún, lo que quería estudiar.

Estando en primero de medicina, un triste acontecimiento vino a cambiar radicalmente mi orientación dentro de la formación médica. Mi padre enfermó bruscamente de cáncer y murió en muy poco tiempo. La impotencia y el dolor ante su sufrimiento, hicieron que en un primer momento me prometiera dedicarme a la oncología. Sin embargo, unos meses después desarrollé trastornos de pánico, fobias y cantidad de síntomas depresivos, de modo que mi prioridad cambió totalmente.

Había que rescatarme de ese torbellino horrible que me arrastraba, en medio de un sentimiento enloquecedor de total incapacidad. Es desde este lugar, el del derrumbe total, que inicié el camino de la psiquiatría, de la psicoterapia y posteriormente el del psicoanálisis…, es decir, el camino de los consultorios de los colegas que, por entonces, trataron de ayudarme a salir del hoyo. Fueron años… Empecé con psicofármacos y, poco a poco, recurrí a diversas formas de psicoterapia, hasta llegar al psicoanálisis. De todos ellos aprendí un poco, de sus aciertos y errores, “en vivo y en directo”. El duelo fue largo… Aprender a vivir tiene su costo.

En paralelo, mis estudios de medicina, que por un momento estuvieron a punto de colapsar, se convirtieron en una suerte de terapia “a la memoria de mi padre”, destinada a cumplir con su deseo de que fuera médico. Una suerte de “dos en uno” (por él y por mí). Fue por entonces que me encontré con cursos “interesantísimos” como “Psicología Médica”, “Psiquiatría Clínica” que me ayudaron muchísimo a encausar mi proceso personal, a la vez que me permitieron acercarme a profesionales “diferentes”. Se trataba del equipo docente de la llamada “Escuela del Obrero”, psiquiatras dinámicos de quienes aprendí lo que es ser un psicoterapeuta.

Fue maravilloso conocerlos, trabajando en medio de una mística grupal. El lugar estelar como líder y maestro le correspondía al Dr. Seguín, junto a quien refulgían generosos otros grandes maestros, como el Dr. Alva, el Dr. Valdivia y una larga lista que llevo en el mejor rincón de mis recuerdos más cálidos. Baste decir que en su escuela, a la que no tardé en visitar y enrolarme, uno encontraba maestros en todos los niveles: enfermeros, psicólogos, auxiliares, secretarias… Todos daban lo mejor de sí en un espacio de experiencia compartida. Todos eran respetuosos, respetables… con esa humildad orgullosa de quien conoce su oficio.

Había un culto a la investigación, a explorar en la práctica y a discutir la teoría, con una apertura a ultranza y sin retaceos. Se trataba de integrar recursos más que generar tendencias o sesgos dogmáticos. Uno podía ser y hacer lo que se propusiera, siempre y cuando asumiera con rigurosidad el compromiso con su propia propuesta.

La escuela del obrero era docente por excelencia y uno entraba sí o sí a participar de la cátedra de psiquiatría de San Fernando. Allí empezaron mis problemas con la docencia… Me generaba mucha tensión tener que dictar clases. Prepararlas, dictarlas, recordar, repetir ¡uf! (faltaba “elaborar”).

Distinta era mi sensación como jefe de prácticas y con alumnos de medicina. Ahí no tenía problemas, había aprendido mucho haciendo guardias en una clínica psiquiátrica desde que estaba en cuarto de medicina, sabía cómo acercarme al paciente y compartirlo con los alumnos.

Por esa misma época se produjo un crecimiento exponencial de facultades de psicología y había gran demanda de profesores para dictar en otras universidades. Y, si ahora aún me cuesta decir que no, por entonces era totalmente incapaz de hacerlo, así es que me vi envuelto en el dictado de cursos para universidades, en las que se aceptaba alumnos de manera indiscriminada, con aulas en las que se los hacinaba llegando a sentarse de a tres en carpetas que eran para dos.

Me resultaba terriblemente difícil tolerar a los “estudiantes” que no mostraban interés en sacar adelante su carrera profesional. Me convertí en un profesor muy exigente, con mucha frustración ante los pobres resultados de los alumnos en sus exámenes. En algún momento, llegué a jalar al 80% de una clase (después me enteré que en otro curso habían desaprobado al mismo porcentaje). Cada vez me convencía más de que la docencia no era para mí.

En esos primeros años, más que profesor o maestro, era un instructor, untado de un refinado sadismo, traducido en elaborados exámenes, pruebas objetivas en las que en cada hoja cambiaba el orden de las respuestas a la misma pregunta. El alumno que se copiaba, fijándose sólo en el orden de las respuestas de sus compañeros, estaba condenado. Les advertía que el examen tenía sorpresas destinadas a los que se copiaran o adivinaran. Dadas las circunstancias, no podía impedir que se copien, pero, quienes tuvieran respuestas erróneas, debían “pagar la apuesta” con un 0.25 en contra (hubo quienes terminaban con puntajes por debajo de cero).

Por entonces, ya hacía unos años que había iniciado mi proceso personal de psicoterapia psicoanalítica y participaba de grupos de estudio de psicoanálisis, en los que invertía cada centavo que recibía por mis actividades académicas; y, si sobraba algo, compraba cuanto libro pudiera tener que ver con psicoanálisis. (Ahora tengo un poco más de noción de ahorro que entonces, cosa que se consolidó en los años de mi costosa formación como psicoanalista en Buenos Aires).

Creo que, por entonces, no era muy consciente de las ambivalencias que me generaba la alta exigencia económica y de estudios de la formación analítica. No había esfuerzo que no estuviera dispuesto a comprometer. Quizás mis alumnos de aquel entonces recibieron algún trasvase “sádico”, o alguna transferida depositación de la censurable condición de “estudiantes”, ahora que aparecía yo como un “estudioso” (que es lo que parecía).

La clasificación de “malos” y “buenos” alumnos, parece haber rondado mi disposición para con unos y con otros, a lo que se sumaba, como vemos, las consecuencias de una creciente idealización del psicoanálisis y de mí mismo como psicoanalista. Paradójicamente, prevalecían (felizmente sólo por un tiempo) las identificaciones con aquella tía de la infancia.

En los últimos cinco años, de los doce de experiencia personal en análisis, el tema de hacer docencia parecía un capítulo cerrado. Me propuse dedicarme sólo a la actividad clínica, que era en lo que me sentía más cómodo y motivado.

Pero, ya de vuelta en Lima, era imposible no participar de la docencia. La Sociedad Peruana de Psicoanálisis recién se iniciaba y éramos apenas 7 los que debíamos asumir el compromiso formativo de los candidatos.

Ungido en la posición de supuesto saber, sentí resurgir mis fantasmas: un estudiante disfrazado de estudioso, frente a “selectos” candidatos a psicoanalista, ante los que sentía que no podía tener errores. Hice lo que pude, con el esfuerzo de siempre, con esa sensación ambivalente de hermano mayor que tiene que ayudar con los hermanos menores.

Algo distinto ocurrió, en simultáneo, en la naciente escuela del Centro de Psicoterapia Psicoanalítica de Lima. Con mis colegas, los fundadores, pude expresar mis reservas y hacerme cargo sólo de la tarea de supervisar, lo que me resultaba totalmente afín.

Pero, poco tiempo después, el encargado del curso de técnica dejó la cátedra y me tuve que hacer cargo de la misma. No había alternativa. Si en la Sociedad de Psicoanálisis éramos pocos, en la escuela éramos sólo tres.

El clima que se instaló, desde un principio, era de distensión y confianza, con un apoyo incondicional ante cualquier dificultad. Era más apoyarnos que exigirnos. Aún así, había una entrega total a la tarea, sin retaceos de ninguna clase. Habíamos compartido espacios de formación previa en la APA y ese halo de “escuela de origen” nos dio, creo, facilidades para un ensamble enriquecedor. Nos propusimos “hacer camino al andar”.

El curso de técnica arrancó sin ninguna diferenciación de las bases de una formación psicoanalítica. Era el mismo programa teórico. Poco a poco, se fueron incluyendo temas propios de la psicoterapia psicoanalítica, disciplina con la que, también, de a pocos, me fui reencontrando. Aflojando amarras del psicoanálisis ortodoxo (sin abandonarlo), fui ingresando cada vez con más entusiasmo en esta línea de trabajo, en la que ya no sólo se trataba de enseñar un quehacer, sino que estaba, también, el difícil reto de construir una identidad como escuela, como institución.

Pese a todo el respeto y la libertad que encontré para crecer en esta línea, creo que fue bastante difícil coincidir con muchos de mis colegas, directivos y profesores, en el sentido de la especificidad de la psicoterapia versus el ideal del procedimiento psicoanalítico. Mucho aportó en la consolidación de esta línea de trabajo el que se creara nuestro departamento de proyección social, donde la demanda de los pacientes era clara y predominantemente de procedimientos breves.

Con la actividad de proyección social se ampliaron las posibilidades de aprender de la experiencia. La supervisión de casos y la rotación por distintos supervisores permitieron que los alumnos no sólo aprendieran de la experiencia, sino que se abrió una oportunidad de ir observando su perfil e idoneidad como terapeutas.

La preocupación por mejorar la calidad de nuestra formación, nos llevó a constantes cambios curriculares; y, hace pocos años, logramos hacer una suerte de “tejido curricular”, de manera que las cátedras tuvieran una mayor sincronía temática, acorde a los diferentes momentos de la formación de los alumnos.

Nos percatamos, también, de que los alumnos de primer año necesitaban un acogimiento diferente al que estaban teniendo. Nos pareció especialmente importante que no empezaran con un exceso de teorización idealizada del psicoanálisis; que era oportuno un dictado de clases con mayor apertura hacia una mejor visión de lo que es propiamente nuestra línea de formación como escuela. Acordamos que los jefes de cátedra dictaran en el primer año, que transmitieran el espíritu de sus cursos.

Yo me había parapetado en el dictado de los cursos de tercero. Hasta entonces, rechazaba la idea de dictar en primero, porque, supuestamente, “estaban muy crudos”.

La experiencia de estos seis (o siete) últimos años, se ha encargado de demostrarme cuan equivocado estaba. El alumno de primero llega, en principio, lleno de motivación y, en la mayoría de los casos, su no saber de psicoanálisis es largamente compensado con su saber de la vida o su disposición a saber, si la situación no se torna machacona o persecutoria. Digamos que una buena dosis de transferencia positiva facilita el desarrollo de una sólida alianza de trabajo.

Mis reacciones contratransferenciales previas, a las que se sumaban mis aún no superadas ambivalencias en la tarea como profesor (léase también “la subsistencia de mis ansiedades fóbicas”) se ha atenuado hasta casi desaparecer. Las clases se desarrollan en un clima lúdico en el que borbotean los aportes, en todas sus formas: como vivencias personales, como preguntas, como temores, como aportes clínicos, como conceptos ya aprendidos… Tanto en alumnos como en profesores hay una satisfacción palpable en el proceso de aprendizaje.

Creo que la noción de psicoanálisis brota desde la naturaleza misma de la apertura. La mente está abierta a la ocurrencia sintónica, a la vivencia, a la fantasía; mientras que la psicoterapia se va haciendo un sitio en el entendimiento de las distintas formas en que juntos encontramos posibles soluciones creativas para cada caso clínico, que se nos presenta como reto a resolver.

Creo que cada clase se ha convertido en una pequeña fiesta del saber; un encuentro grato en el que me divierto mientras aprendemos juntos. Creo que he logrado desprenderme de las investiduras de la tía…de la necesidad de corresponder al lugar de supuesto saber. Nunca sé cómo voy a desarrollar la clase, se trata simplemente de ingresar en la temática de manera vivencial. Más que exponer, me expongo. Muestro lo que parece apropiado y, desde allí, con la ayuda de los alumnos y la insustituible participación de mis asistentes, las formas se van perfilando… Por cierto, a veces citamos algún autor. De hecho, los alumnos tienen lecturas recomendadas para cada oportunidad.

Desde lo dicho, resulta crucial el trabajo en equipo. La organización de las clases, el orden, tanto como la apelación al gesto espontáneo, requieren de una gran sintonía entre los que conducimos la clase. Sobre el final, con frecuencia hacemos labor de “mourning”, lo que permite compartir observaciones, en especial sobre posibles movilizaciones dinámicas en los alumnos… o en los profesores.

Una experiencia muy diferente es la que se está dando con el actual grupo de cuarto año, con quienes hago, por primera vez, supervisión de “caso continuo”. Yo les había dictado clases en tercer año y tenía una mala predisposición hacia ellos. Las más de las veces me sentía fastidiado o de mal humor en sus clases (en tercero). Faltaban mucho, sentía que no daban la talla, etc. El sentimiento era mutuo y ellos también lo sabían. No hubo manera de resolverlo desde lo académico. Me quedé, al final, con la sensación de que estaban jaqueados por el sentimiento de no saber, dado que de origen nadie era “psi” y ya estaban enfrentados con el reto del “supuesto saber”, además de tener que empezar a atender pacientes.

El sistema de trabajo en “caso continuo” se apoya en un registro de bitácora, que recoge en un sentido amplio las ocurrencias de cada presentación. Iniciamos el trabajo con una explicación sucinta de la metodología, que es muy simple: alguien presenta un caso durante cuatro clases seguidas; por otro lado, en cada clase, los alumnos se van alternando en la elaboración personal de la bitácora correspondiente, la que se lee al inicio de la siguiente clase.

Sin proponérnoslo así, con mi asistente (valioso apoyo en la tarea), nos encontramos pronto en una compleja trama dinámica alrededor de las bitácoras, muy a la manera de un grupo de análisis; aunque tratábamos, por cierto, de conducir la dinámica lo más cercano posible a la idea de un grupo operativo. En medio de un clima de angustiosa incertidumbre, fueron emergiendo contenidos que nos permitían hacer aproximaciones al material del paciente, a los movimientos transferenciales y contratransferenciales del paciente y del terapeuta… y su “resonancia” en quienes escuchábamos los casos.

En el grupo fue creciendo la intensidad de la expresión afectiva, al principio de frustración, rabiosa o enojada, de protesta… Uno a uno, fueron encontrando su turno para expresarse, para expulsar sus emociones, virulenta o elegantemente. Mientras los conductores –para su sorpresa- los acogíamos sin la retaliación temida, fueron apareciendo emergentes grupales de integración y de síntesis. Creo que compartirlo es digno de un trabajo aparte, que espero lo hagan los mismos alumnos que vivieron esta experiencia.

El asunto es que, de pronto, en algún momento, empecé a sentirme contento en esa clase, recobré la posibilidad de estar de buen humor con ellos. Nos dimos cuenta del cambio y que, más allá del calibre de los afectos -o gracias a ello- habíamos logrado tomar conciencia de que eran capaces de funcionar analíticamente, de abrirse y mostrarse, en vez de replegarse o mostrar lo buenos que pueden ser, en pos de una buena calificación.

He sentido que su motivación ha crecido con la confianza de que “pueden”. También, está en su toma de conciencia el que necesitan aprender mucho más, pero el reto les resulta ahora verdaderamente estimulante.

Por supuesto que también yo he incrementado mi confianza en el recurso psicoanalítico aplicado al aprendizaje en grupos, recordando que no hay que perder de vista la movilización personal y contratransferencial del profesor, así como el tener permanentemente en cuenta las necesidades del grupo de resolver las tensiones propias de cada momento de su formación.

Estas consideraciones son también una oportunidad para el profesor (para el equipo docente) de rescatarse del designio persecutor, pesado y frustrante, en favor de un encuentro grato, integrador y verdaderamente formativo.

¡Hasta he llegado a pensar que sirvo para la docencia!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

ESTE ARTICULO NOS RELATA LA MOTIVACION DE SUS ESTUDIOS Y DE SU FORMA DE APRENDER.

POR EXPERIENCIA PERSONAL PUEDO DECIRLE QUE EL CONOCIMIENTO SICOANALITICO, A UNO COMO PROFESIONAL LE ABRE MULTIPLES POSIBILIDADES DE AYUDA Y DE EJERCER LA TUTORIA DE UNA MANERA PRODUCTIVA PARA AMBOS DOCENTE Y ALUMNO.
DESDE QUE ESTUDIO SICOANALISIS, CREO SER UN MEJOR DOCENTE, Y LOS RESULTADOS HAN SIDO MAGNIFICOS, SOBRE TODO POR LOS CAMBIOS EN LOS ALUMNOS.
MAS ALLA DEL CURSO QUE DICTEMOS O DONDE TRABAJEMOS, ESTAMOS EN CONTACTO CON SERES HUMANOS Y SIEMPRE PODEMOS MEJORAR UNA SITUACION, POR MAS DESFAVIORABLE QUE PARESCA

CREO QUE TIENE ALGO DE ESCRITOR, GRACIAS POR COMPARTIR SUS EXPERIENCIAS


CARLA YENGLE

Anónimo dijo...

Estimada Carla,
Gracias por su atención a mis escritos.
Tiene razón, el análisis personal enriquece nuestra labor docente, hablamos menos desde la teoría y mucho más desde la experiencia. Creo que en los últimos tiempos fluyo más en lo que hago y siento que los demás, pacientes o alumnos, lo registran así, se animan más a mostrarse también y ubicarse con más consistencia en el terreno de lo positivo.
Aprecio como estimulante su opinión sobre ser escritor..."escribidor" diría Vargas Llosa.
Que tenga un feliz 2009.
Pedro Morales.

Camilo dijo...

Hola, recién me he topado con su blog y por el momento me ha parecido muy interesante seguir las reflexiones de un veterano del psicoanálisis, para mi es una fuente de inspiración e interés. Por lo pronto sepa que seguiré visitando su blog y posteando comentarios. Muchos Saludos