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2005/07 La Construcción de la Diferencia Sexual desde el Espacio Analítico. La importancia del “Holding” y del “Handling”

IX Congreso de Psicoanálisis: “Psicoanálisis: proceso y transformación”
Sociedad Peruana de Psicoanálisis, Lima, Julio de 2005



La diferenciación sexual es un proceso que, como la identidad misma de la persona, se va desarrollando a lo largo de la vida. El tejido particular que logra cada quien con su condición de “macho – hembra” y el registro de lo “masculino – femenino”, involucra ingredientes genéticos, instintivos, educativos, adaptativos, culturales, identificatorios, etc., propios del desarrollo de la identidad y de las posibilidades de un adecuado sostén por parte de un yo suficientemente integrado y plástico.

El propósito del presente trabajo es analizar la evolución de esta diferenciación, retomada desde el proceso analítico. Me voy a apoyar para ello en una viñeta clínica y en los conceptos de Winnicott referentes al “holding” y al “handling” que, como se podrá observar, aparecen como propicios para entender lo actuado desde el analista.

Cuando Winnicott habla del “holding”, vale la pena recordar, se refiere a la importancia del vínculo con la madre en los primeros momentos de la vida del niño, al sostenimiento que ésta hace de su pequeño bebé, a partir de relacionarse con él como una persona, con sus sentimientos y necesidades particulares. Junto con ello, Winnicott nos habla del “handling” y de la necesidad del contacto físico, de la caricia, del abrazo, todo lo cual facilitará la integración psicosomática personal, la relación con el cuerpo y la percepción de los límites en el vínculo con el otro.

Esta integración contribuirá a que, a futuro, el Yo adquiera la capacidad de manejarse con la realidad, con suficiente conciencia de su singularidad, no sólo en cuanto a la diferencia sexual anatómica sino a las particulares formas de vivirla, sentirla, expresarla y disfrutarla.

Cada quien, en su plenitud como persona, necesita saber acerca del lugar que su sexualidad ocupa en su mundo de relaciones, tanto en lo que respecta a la intensidad del impulso instintivo, como al tipo de placer preferido y al complemento objetal elegido. Tal vez la idea de salud sexual en el logro de esta diferenciación tenga que ver con el grado de coherencia que este registro de sí guarde con su expresión en la vida.

Desde los momentos más tempranos va enhebrándose esta diferenciación. La madre ocupa un lugar preeminente en la puesta en marcha de la integración del sí mismo como una entidad sexuada. Para ello, juega un rol fundamental el sostén y el contacto físico que aporta a su bebé. Vínculo personal y caricia corporal van estableciendo los límites del cuerpo y el espacio de las sensaciones instintivas.

En el proceso analítico, en medida variable, se requiere del analista un aporte sostenedor del proceso desde el “holding” y el “handling”, con miras a facilitar el tránsito de despegue de una relación primitiva entrampada hacia las posibilidades de una plena experiencia de vida.

Al respecto, hace unos años, escribí un artículo en el que proponía la posibilidad de entendimiento del cuerpo como un objeto transicional. En él propongo la importancia del uso del cuerpo para sostener significados y para significar en el encuentro con el otro. Esto supone la expresión de una integración psicosomática mínima, que incluirá progresivamente el dibujo de las formas y emociones propias del erotismo y de la identidad humanas.

El bebé requiere ser sostenido en una condición transicional por la madre en los momentos en que la fusión conforma el universo de ambas (el género se borra en la lectura de la fusión primitiva, a predominio de la naturaleza del ser femenino; esto supone una impronta que se relativiza con el desarrollo de la experiencia personal). Para que sea saludable y estructurante, es necesario que, pese a las significaciones identificatorias que pueda darle su madre al bebé, ésta conserve la posibilidad de diferenciarse de él y de sostener su propia diferencia.

Esta es la esencia del sostén primitivo, fundante del alma misma de la intimidad, de la intimidad del alma. A esta experiencia se le suma la de ser tocado, acariciado, cargado físicamente, lo que permite ir sintiendo los trazos sensacionales del placer y del dolor, que luego adquirirán las formas y los límites del cuerpo, en el dibujo simultáneo del sí mismo y del semejante. Junto con ello, observa Winnicott, es necesario que los objetos le sean presentados al bebé en el momento oportuno, lo que, con un toque de “magia” constituye la experiencia de “haberlos creado”.

Las fallas en el logro de la cualidad transicional en la relación con el propio cuerpo (y con el ajeno) derivan en trastornos, tanto en el sostén de la diferenciación de nuestro propio cuerpo como en el encuentro con el cuerpo del otro. En estos casos, el encuentro con el cuerpo del otro moviliza confusión o tan sólo cumple una función aplacadora de ansiedades diversas, con ausencia de posibilidades para una diferenciación o para una experiencia de intimidad a través del sexo. El otro ocupa apenas el lugar de un consolador o una suerte de ansiolítico. No hay encuentro “personal”.

En ese lugar, el de “consolador”, me ubicaba Graciela, al principio de su tratamiento hace unos 8 años. Casi desde el comienzo sentía la necesidad de abrazarse a mí al inicio de sus sesiones, expresando con dramatismo y ansiedad una suerte de “¡Ay!... ¡al fin...!”, gesto que repetía al final de la sesión, pero con un matiz diferente, como una especie de llenarse de bendiciones para el camino, mientras murmuraba “besos, abrazos...”, mientras palmeaba mi espalda (y yo la suya).

Un poco sorprendido y a la vez divertido por la naturaleza de sus efusivas expresiones, me hice de la paciencia suficiente como para explorar qué es lo que me estaba comunicando y, también, qué me estaba requiriendo. En principio me vi ante alguien con mucha necesidad de “holding”; los espacios entre sesiones pronto se convirtieron en penosas agonías, mezcla de desamparo y confusiones en las que aparecían multitud de fantasías y sueños, cantidad de recuerdos y asociaciones que no podía contener sola.

En la vida familiar o en el trabajo con frecuencia perdía el contralor de su ubicación en el espacio o la situación. Perdía, también, la noción de las proporciones en sus reacciones de furia, odio, envidia, tanto como en sus amores. Eran extremos y era notorio el esfuerzo que le insumía mantenerse en contacto con la realidad debido a intensas y frecuentes proyecciones. Todo esto, sin embargo, se apaciguaba en el consultorio. Era el oasis en sus angustias cotidianas; allí lograba calmarse, armarse para enfrentar el mundo que, lamentablemente, la empezaba a desmantelar tan pronto se iba.

Era toda una labor de contención: palabras, silencios, tonos serenos, escucha atenta, estar allí “vivo y despierto”, siempre bien dispuesto. Sabía que una leve distracción era cosa de vida o muerte. Al principio no podía ni dejar de mirarla; acomodar mis zapatos motivaba inmediatamente la protesta de que no estaba con ella. Así, transcurrieron unos tres años, luego de lo cual se hizo tolerable que cerrara los ojos mientras la escuchaba, que la viera sin mirarla. Me amó y me odió con todas sus fuerzas y pudimos seguir vivos gracias a que podía seguir siendo yo mismo y podía demostrárselo.

Respecto al “handling”, vale la pena aclarar que fue una tarea muy delicada, tal vez la más delicada del trabajo que hicimos. Ella mantenía una intensísima fantasía sexual, a la par que no podía obtener placer en la cama con su marido a quien sistemáticamente rechazaba. No dejaba, sin embargo, de traer sueños en los que se acostaba con distintas personas, a veces incluso con varios a la vez, con mujeres con pene, sin pene, con hombres que se auto penetraban analmente, etc. Se angustiaba al ver el genital de su única hija y, más aún, de percibir en sí misma impulsos de masturbarla.

Había sido manoseada en los senos en la adolescencia por un hermano mayor y sospechaba (o fantaseaba) que eso le había pasado también con otros hermanos cuando chica en otras partes de su cuerpo. A su madre, recientemente fallecida, bien podríamos haberla diagnosticado de “borderline”. Ella (la madre), solía invertir roles con los hijos; especialmente si éstos necesitaban ayuda. Hacía escenas dramáticas, de manera que terminaban atendiéndola a ella. Era evidente que, más que sostener a su hija, competía con ella o la invadía. Hasta que murió no le reconoció nada de lo que le regalaba Graciela. Nunca pudo acariciarla, ni tampoco dejó que lo haga con ella.

Todo esto y mucho más se jugaba en el “handling” de esos comienzos y finales de sesión. El acogimiento y la puesta de límites en simultáneo resultaba una difícil tarea. Sin embargo, las cosas se fueron acomodando solas. Mi labor interpretativa circulaba más por el lado de mi actitud y disposición a escucharla, a estar allí con ella.

A la vuelta de su segundo año de trabajo analítico, empiezo a registrar expresiones que cito textualmente: “Anoche tuve relaciones con mi marido. Es diferente. Estoy explorando mi cuerpo, pero es raro porque dejo que él me toque y yo siento que soy yo misma que me toco. Es bien loco pero lo siento así. Antes no había sentido eso. Cuando era chica me miraba en el espejo y me salía de mí y me miraba... veía cómo cambiaba mi cara... Yo nunca exploré mi cuerpo...”. Días después, me dice: “Yo soy torpe para dibujar los límites y los contornos, no sé cómo hacen los artistas que sólo con los colores logran la delimitación”. En mis notas de entonces, escribí: “Esto denota que se está permitiendo más confundirse con el otro en la confianza que los límites y las formas se pueden conservar...”.

Por entonces, mantenía un constante movimiento “regresivo–prospectivo”, sobre el cual podría citar miles de viñetas similares. La exploración del cuerpo era permanente, en medio de confusiones y esclarecimientos que, obviamente, se traducían en la transferencia. Una imagen onírica la muestra teniendo sexo oral con una hermana menor. Son momentos en que descubre con sorpresa que tiene un huequito chiquito; no tiene claro quién es quién, pero tiene la sensación de que falta algo... Me dice que falta “un palo, ser atravesada por un palo...” (sic).

Días después reproduce en la realidad una escena con el marido, también, con gran confusión. En medio de una conversación, siente que él tenía ganas de lactar. El asunto es que era ella quien tenía las ganas y, así, se enfrascan en “una furiosa tiradera”... “No me bastaba con chupar, sentía rabia, quería morder, sentía que yo era él y que él era mi mamá, hasta que me pongo a llorar, como que me hubiera descargado, como un éxtasis...” (mutuo sexo oral). Es una escena primitiva que se reproduce en un juego confuso de ecuaciones simbólicas, en donde el anhelo del pecho ocupa el lugar del pene, allí donde había que tapar su oralidad frustrada en el anhelo por una madre ausente.

En otra oportunidad, interrumpió las circunstancias íntimas con su marido porque se angustió mucho y tuvo que tocarse el cuerpo como recuperando sus formas y límites.

Con el tiempo, el trabajo analítico fue mostrando una peculiar evolución hacia una integración genital. El sexo no sólo se hace más frecuente sino que empieza por primera vez a tener orgasmos y deseos propios. De esto nos da cuenta en un pasaje de sesión en el que, al pagarme con un cheque del marido (siempre renuente a la terapia), me dice: “mi marido dice que si las cosas son como anoche, paga con gusto...”. (Habían tenido una noche “de película”).

En sus sesiones aparecen expresiones singulares de encuentro con el contexto, más allá de mi persona. Me dice: “Me estoy dando cuenta del consultorio... esa pared... el diván... Es muy loco, pero siento que es tu diván el que me da forma, es mi cuerpo el que es delimitado por el diván...”. Pasamos así al sustituto objetal propuesto en mis objetos... ya no era sólo el cuerpo en el abrazo. Junto con ello empezaba a encontrar espacio la palabra. Aún así, aposté mucho más a que fuera ella misma quien llevara el eje elaborativo, confiando en sus propios recursos que, además, saltaban a la vista.

En sus sesiones, especialmente al comienzo, venía llena de contenidos y asociaciones. Yo tan sólo intervenía si era muy necesario. El objetivo estaba en función, más que nada, de compartir con ella mi calma y la disposición de escucharla con interés, lo que no era difícil, ya que me resultaba sumamente interesante. Era un libro abierto, muy estimulante. Me motivó a llevar notas puntuales, sesión por sesión, por un buen tiempo; lo que, además, me permitía una extensiva y enriquecedora reflexión teórica que encontró expresión en aquel trabajo sobre el cuerpo como objeto transicional.

Encontré en ella un objeto transicional, creo que representó muchas cosas para mí, me recordaba mi propio análisis, por la manera de hablar, asociar y elaborar, “haciéndosela fácil” a mi analista de entonces. Creo que en más de un momento me ubiqué como padre o madre de ella y a ella como a una hija con necesidad de cobijo. Podía intuirla. Muchas veces, mientras venía en el auto, pensaba cosas que luego ella traía a sesión. Supongo que ella también visitó muchas veces mi interior. Recuerdo alguna vez que mi mente se fue de la sesión por una fracción de segundo y ella reclamó inmediatamente mi presencia allí.

Pudimos, logramos, construir juntos un espacio transicional en donde las formas y los límites se fueron dando, como una creación mágica, como en el ejemplo de “las pinturas que se delimitan solas” o como en las expresiones respecto “al diván que configura su cuerpo”. Su sexualidad desperdigada y confusa fue poco a poco encontrando el espacio propicio (conté con un buen coterapeuta: el marido, quien tuvo, también, la paciencia y ocupó el lugar en el momento oportuno).

Fue bueno que percibiera, desde el comienzo, que no me confundían las abrumadoras fantasías sexuales que la habitaban y que buscaban desesperadamente un “consolador”. La detección temprana de la ausencia omnipresente de la madre me permitió actuar en consecuencia, administrando con prudencia la dosis de “cercanía–distancia” que fuera pertinente en cada caso. Sensible y aguda, me interpretaba con frecuencia en aquellos momentos: “Eres una madre, Pedro...”

La ansiedad de los inicios fue cediendo. Los abrazos variaron su naturaleza hacia una calidez y gratitud sin dramatismos, al comienzo y al final de la sesión. En una sesión reciente, me dice: “¿Te acuerdas cómo estaba?... ¿qué hiciste?...” Se queda pensando y se responde: “Creo que lo más importante fue tu paciencia y comprensión al momento de contenerme. Eso fue: me contuviste...”. Me movió ternura el sentir su reconocimiento y, también, le expresé el mío: “tú hiciste el trabajo... Yo sólo te acompañé”.

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