2019/05/06 De la “Folie à Deux” a la locura cotidiana
En las épocas en que era
residente de psiquiatría, una lectura clínica me llamó particularmente la
atención, se trataba de un cuadro clínico, considerado como de rara incidencia;
se le denominaba la “locura de a dos” o la “Folie à Deux”, en su versión francesa.
Se trata de casos en los que
una persona mentalmente perturbada en su registro de la realidad, con
distorsiones clínicas del pensamiento o del afecto, logra influenciar a gente
de su entorno cercano: pareja, amigo, empleado, etc., de tal manera que, en
grados variables, esta persona cercana se “contagia” de su funcionamiento
perturbado, llegando, en algunos casos, a ser un complemento patológico
delirante, totalmente involucrado en sus fantasías desquiciadas y muchas veces
ejecutor convencido de las mismas.
Es decir que, a partir de la
relación con éste, empieza a mostrar indicios de la misma alteración, a nivel
del sentir, del pensar o del comportarse, compartiendo, sin dudarlo, las ideas
de la persona perturbada. Por ejemplo, puede tratarse de un pensamiento delirante
o persecutorio, de sentimientos de grandiosidad o convicciones premonitorias
sobre el futuro, entendimientos mágicos peculiares o bizarros sobre la
naturaleza de las cosas, delirios místicos, etc...
Un ejemplo de una situación
así, de carácter colectivo, es el caso de Charles Manson y el asesinato (por
parte de sus seguidores, contaminados por sus ideas) de Sharon Tate y otros.
El sujeto influido de tal
manera puede incluso “enriquecer” el delirio original, desbordando la
imaginación, a distancia de los lineamientos de la realidad y del sentido
común, llegando a formar parte, a plenitud, del estado creado al interior de
este peculiar apego, participando ya no solo de la ideación o afectos sino del
mismo contenido que adicionalmente se ha recreado en la interacción, en una
suerte de “otra dimensión”, otra realidad
-una realidad secreta, idealizada y omnipotente cuando no llena de
matices esotéricos o mágicos, de elevación o trascendencia- que involucra de manera absoluta sus convicciones y el sentido del ser.
Un sentimiento de unión
especial transita entre sus mundos fusionados, o, mejor dicho “confusionados”,
casi siempre con el agregado de sentirse indispensables el uno para el otro,
compartiendo sensaciones variables entre las que destaca una comunión
placentera, tan indescriptible como inédita, algo que por cierto “nadie puede
entender”, sólo ellos. Lo singular de
este fenómeno es que, al producirse la separación, el miembro esencialmente
“sano” recupera sus capacidades y funciones, es decir, vuelve a la normalidad
al salir del campo de influencia del sujeto perturbado, recupera el juicio,
reencontrando su identidad y el sentido común de la realidad.
No ocurre igual con el
perturbado de origen, quien suele empeorar en su sintomatología y descompensarse,
intensificando sus síntomas, agitarse e, incluso, llegar a atentar contra su
vida o la de quien hasta entonces lo complementaba en el delirio. Al referirnos
al empeoramiento, también puede ocurrir que nuestro personaje “perturbado”
apele a mecanismos maníacos de negación y repudio y hasta denigración del
objeto hasta el momento parasitado.
Esto último ocurre con mucha
facilidad cuando la patología de origen es maníaco-depresiva, a lo que se
adicionan características del entorno que lo facilitan, como tener poder,
éxito, belleza física, etc.
Por un lapso, a veces
prolongado, comparten una experiencia de aparente sintonía total. El vínculo
con el otro transita por los linderos de ser uno con el otro; “almas gemelas
que vuelven a juntarse” se les puede escuchar decir. La ilusión sostenida por
dos da paso al delirio, al complemento perfecto que anula la experiencia
dolorosa de una diferenciación capaz de cuestionarla. Se anula la necesidad y
el vacío no existe; la realidad está lejos y amenaza; pero ellos, unidos, son
absolutamente capaces de suprimirla y su mejor instrumento es negarla,
repudiarla por inútil e innecesaria. La única realidad posible es la que ellos
sostienen.
Suele ocurrir, sin embargo,
que cada tanto asoma la duda inquietante de que el otro pudiera no estar
totalmente entregado y, así, aparecen reiterados requerimientos de pruebas, a
veces con rostros de tortura y sometimiento a los que el compañero se entrega,
configurando, de a pocos, rituales de reafirmación, que mantienen la llama de la
omnipotencia y del poder que conjura la amenaza de cualquier mal con rostro de
engaño o de abandono. Por cierto, la mayor amenaza es que se rompa el frágil
constructo organizado para tapar las temidas carencias de los involucrados en
nuestra “folie a deux”.
Podemos ver sin dificultad
que se ha instalado una relación que podríamos denominar de diferentes maneras,
pero que, en principio, conlleva una realización fusional omnipotente, una
simbiosis que dramatiza la absoluta necesidad del otro. El gran problema es que
los concurrentes al ritual, en diferente proporción, han vivido severas fallas
en relación a sus momentos simbióticos de origen, en el período inmediatamente
posterior al nacimiento, cuando la madre es absolutamente indispensable para
los fines de vivir y sentar las bases del ser en relación con un otro
confiable.
En tanto así, el que realicen
ahora, en esta relación tan peculiar, la fantasía restitutiva de aquella falla,
tiene como correlato una creciente ansiedad: que vuelva a aparecer aquel vacío
doloroso que hizo mella en las posibilidades de confiar e ilusionarse. Esto,
más allá de las torturantes necesidades de pruebas de autenticidad, poco a poco
se confunde con los traumas que se vivieron debido al abandono, maltrato o
falta de reconocimiento empático.
Se oscila, entonces, entre la
suspicacia desconfiada y el doloroso temor de perder al otro, lo que no deja de
movilizar sentimientos hostiles, ya que la sospecha linda con la convicción y,
paradójicamente se enciende más cuando el otro trata de aplacar los fuegos de
la herida reabierta con explicaciones o excusas, que esgrimen infructuosamente
y que usualmente brotan desde una culpa que no entienden en su origen, pero la
sienten.
Como los niños, cuando les
ocurre, piensan que algo hicieron mal y por eso su mamá no los quiere y los
maltrata por lo que merecen el castigo o, que justifican el abandono “por ser
tan malos”.
Momentos hay de creciente
confusión y ansiedades desestructurantes, que provocan la ruptura de la
relación. Y esto, cuando ocurre, suele ser porque la persona menos perturbada
comprende que está verdaderamente en riesgo su existencia como sujeto y que
hasta él mismo está en riesgo de perder la vida.
Es entonces cuando detona la
separación y la búsqueda de algún refugio salvador, más acorde con la necesidad
de resolver las propias carencias o mínimamente rescatar sus propios recursos
hábiles para hacerse cargo de sí mismo y sostener su realidad de manera
compatible y equilibrada con el entorno.
En el mejor de los casos, en
el a posteriori, esto da lugar a un mejor entendimiento del sentido de la
experiencia vivida, que le permitirá discriminar mejor la naturaleza de su
fragilidad y de su búsqueda, a veces tan terriblemente entrampada en el
desvarío traumático de su experiencia temprana.
El otro escenario, el peor,
es aquel en que vuelve a buscar cualquier excusa para reencontrarse con el
mágico ser con el que compartió el idealizado delirio o que de pronto la vida
le ofrezca la oportunidad en encontrarse con algún otro con el cual repetir la
historia. Ciertamente, en este último caso concluiremos que se trata de una muy
precaria estructura de personalidad, con fallas en el sostenimiento del sentido
de realidad, que oscila en encuentros y desencuentros con realidades
idealizadas.
Si bien las descripciones de
origen, aquellas del inicio de mi carrera, correspondían a complementos como
esquizofrenia, paranoia u otra psicosis, con histeria, personalidad infantil o
algún otro predisponente rasgo de personalidad, el largo trayecto recorrido
hasta el presente me ha mostrado una inmensidad de formas, gamas y matices en
las que habita la naturaleza de la locura compartida, desde las más “normales”
en apariencia, en las que se unen parejas con problemas carenciales poco
notorios o con problemas de personalidad de diferente calibre, que hacen
enamoramientos tormentosos, hasta aquellos más difusos y grupales, pero
igualmente importantes, en los que nos solemos quedar atrapados, sin la menor
conciencia, como ocurre en los fárragos
manipulados de la sociedad de consumo.
Ni qué decir del siempre
presente delirio fanático totalitario, que reaparece aquí o allá, con banderas
de religiosidad, de reivindicación territorial, de género, étnicos, etc. que,
al generarse, no discriminan niveles de diferenciación social, intelectual o
cultural; situaciones que tantas veces comprobamos que obedecen a perversas y
convincentes manipulaciones de la credibilidad humana.
Sobre este último punto,
resulta increíble comprobar cómo mentes brillantes pudieron caer en la locura
colectiva que desencadenó Hitler. Que, dicho sea de paso, nos permite reparar
en que el influenciado no es solo una manifiesta mente frágil y predispuesta.
La fuerza de la influencia
delirante llega a ser totalizante cuando va creciendo en un grupo en el que la
convicción deja de lado la realidad y la prudencia más elemental, donde el
sentimiento de omnipotencia es demasiado
tentador, más aún, cuando adquiere visos de realidad, cuando todo pareciera
constatarlo, cuando el héroe se alza poderoso e idealizado, hasta que no hay
límites que detengan sus manejos desvariados, menos aún, si del otro lado hay
una humana búsqueda del rescate de una vulnerada autoestima, de una herida
narcisista, derivada de alguna humillación no resuelta, como ocurrió con el
pueblo alemán después de la primera guerra mundial.
En suma, la posibilidad de
influencia es universal y habita en las cualidades innatas que tiene el ser
humano para la interacción comunicativa y vincular con sus semejantes, en sus
reacciones como grupo, tanto ante situaciones de peligro como en su sentido
trascendente como especie.
La orientación del tema que
tratamos, busca acercarse a los niveles en que el complemento vincular entrampa
y confunde a los protagonistas, de manera que se movilizan en ellos dinámicas
que dificultan su diferenciación y los hacen prevalecer en un funcionamiento
difícil de resolver en un sentido trófico o sostenible por la razón y la
coherencia. Igualmente, nos proponemos abordar la importancia de la influencia
positiva como un regulador y facilitador del crecimiento personal, tanto en las
relaciones de pareja como en la integración grupal.
El enamoramiento como una
locura de a dos
En cierta medida, esta
“locura de a dos” se reproduce de manera natural en los estados de enamoramiento,
en donde la idealización de la pareja trasciende la relación de objeto. El otro
es lo que cada quien quiere encontrar en él; en el mejor de los casos, al
amparo de alguna cualidad real que es idealizada. No dejan de mezclarse, sin
embargo, diferentes grados de expresiones de cualidades emotivas y expectativas
que provienen de la experiencia de vida, en especial de las experiencias
infantiles, no siempre vinculadas a circunstancias felices.
En otras palabras, alguien
puede entrar en un enamoramiento, encontrando en su pareja los reflejos de una
experiencia amorosa feliz con sus padres, asimilada ahora a su condición de
adulto, como una continuidad identificatoria saludable y bien integrada. Pero, por otro lado, en el
enamoramiento se puede buscar encontrar en el otro a quien llenará los vacíos
de lo doloroso y no resuelto de su situación infantil. En ambos casos se idealiza,
pero en el primero hay cercanía con una realidad que está encontrando
posibilidades de continuidad en una nueva situación exogámica.
En el segundo caso, muy por
el contrario, la idealización es movilizada para tomar distancia de aquellas
experiencias dolorosas que han quedado emparentadas a la experiencia de
apertura afectiva y dependencia emocional de otro. Los sentimientos de cercanía
y unión movilizan los anhelos de fusión, que, en los casos de un desarrollo con
apego seguro, dan lugar a experiencias de intimidad, con mayor tolerancia a la
separación, a la defusión, a la reconstitución de cada quien como individuo.
El enamoramiento es una de
las grandes pruebas frente a la integración del sí mismo. No son huecas las
expresiones “estoy loco por ti” o “me muero por ti” o “no puedo vivir sin ti”,
etc.
Una persona bien integrada en
su desarrollo personal y afectivo, es capaz de “perder la cabeza”, es decir,
entregarse al mundo de la fantasía compartida y a los íntimos anhelos de
fusión, pero sin perder del todo la objetividad y el sentido común. Y, si
eventualmente cae en los encantos de la locura confusional, reproduce las
circunstancias de fusión primaria, con mayor o menor dificultad de
reestructurar su sí mismo, pero lo logra.
La mutua entrega en el
enamoramiento, abre las puertas a la posibilidad de fusión y a un mundo de
convicciones idealizadas, propio de los cuentos de hadas. La necesidad del otro
moviliza una búsqueda que linda en la obsesión y el anhelo compulsivo. Por
cierto, en tales circunstancias, hay una conocida ceguera a todo lo que
cuestione el embeleso de la relación.
Desde la forma disfuncional
del enamoramiento, se configuran una serie de variables de locura de a dos. No
es infrecuente encontrar personas en las que el enamoramiento, suficientemente
aderezado por apegos, afecto y sexualidad intensos, convierte al sujeto en un
ser totalmente dependiente del otro, capaz de hacer por él (o por ella)
absolutamente todo lo que el otro le pida (o le obligue a hacer), con tal de
que no lo dejen, con tal de que “lo quieran”.
Es ese literal “me muero por
él (ella)”, en donde uno de los dos, o los dos, tienen profundas carencias
afectivas y, por tanto, configuran un lazo de intensa necesidad emocional que,
como veremos, deriva en una búsqueda de fusión, de dominio absorbente o alguna
forma de parasitismo o explotación, con mayor o menor presencia de castigos y
maltratos por el pecado de no satisfacer a su pareja, quien, por cierto,
demanda una entrega total imposible de saciar.
Son pues los casos en los que
se parte de una atracción, en la que uno de los dos supone un poder que le es
atractivo al otro, o, al revés, una debilidad que atrae a un “protector” o
protectora”. Y la dupla encuentra pronto el cielo al compartir una
complementación omnipotente, lamentablemente marcada por una ambivalencia que
tiñe de violencia la tonalidad de la relación, en tanto reeditan el trauma de
origen más que la vía de su solución.
Lo vemos a diario en las
noticias, casi siempre bajo la forma de mujeres masacradas que se aferran a su
maltratador. En el extremo de sus consecuencias, está la muerte misma, cuando
de aferrarse se trata, en esa paradójica forma de poseer al otro a costa de la
vida misma.
El chulo y su prostituta
En algunos casos, cuando se
tornan indispensables el uno para el otro, uno de los dos empieza a explotar al
otro. La figura que suele prevalecer en este sentido es la del varón que
prostituye a su mujer.
En lo cotidiano, lo usual es
ver que un hombre “toma posesión de una mujer” y ejerce un dominio total sobre
ella; y, siempre detrás de esta relación está “el premio” del afecto, de la
presencia y de la protección frente al desamparo, del no abandono, por lo cual
la mujer lo entrega todo y siente que es un pacto en el que ella no puede
fallar, entendiendo que fallar es no satisfacer los desmanes y abusos de su
pareja, quien la deja cuando quiere y la toma cuando se le antoja, ocupando el
lugar de quien hay que satisfacer en todas sus demandas. La pareja se convierte
en una suerte de bebé voraz.
Si ella no acepta o protesta,
la golpea para recordarle el pacto y que éste es el precio que tiene que pagar
para mantener la relación. La ruptura le resulta impensable, intolerable, por
lo que cede y se somete a cuanta ofensa, humillación o maltrato físico le
imponga su “amado”.
Ella simplemente no tiene
valor y todo se lo entrega a su explotador, quien, por supuesto, “se muere por
ella”, pero no deja de amenazarla con matarla si no satisface sus insaciables
necesidades, ya no solo de cosas materiales sino, también, de colocar en ella
las emociones más abyectas de su propia naturaleza, despreciándola, rebajándola
y torturándola física y psicológicamente, como probablemente él alguna vez fue
tratado, implicando una suerte de venganza por abandonos vividos tempranamente.
Él tiene que tener el dominio
total. El riesgo es el dolor de verse a merced de esa mala mujer que puede
abandonarlo, como ya ocurrió tempranamente en su vida. Peor aún, si vio la
misma dinámica en la relación entre sus padres.
La manipulación de la pareja
Una variable de la situación
anterior la constituye la inversión de los roles que hemos mostrado. Ella siente
la vulnerabilidad de su amante varón y lo acosa con sus demandas de afecto en
la forma de riqueza, viajes, regalos, demostraciones de su poder sobre él ante
otras mujeres, humillación, chantaje, explotación rapaz, insaciable, muchas
veces destructiva, torturas frecuentes por la vía de la infidelidad y el juego
del abandono por “otro mejor” (cosa que a veces concretan). El trasfondo
angustiante de perderla hace que ceda una y otra vez, sostenido, aunque no
siempre, por estratégicas concesiones amatorias que renuevan la fantasía del
idílico Edén.
Esta situación es bastante
frecuente en personas mayores que, habiendo gozado de los favores de la vida,
se encuentran de pronto en la necesidad de negar el paso de los años y, al
reaparecer los vacíos que habían podido ocultar hasta entonces, incluso con
alguna maestría en el evitamiento de caer en la dependencia en la relación con
sus eventuales parejas, disfrutan más bien de la abundancia de la oferta de la
naturaleza sensual por la vía del poder, generalmente del dinero o de sus
atributos físicos.
Por otro lado, tenemos la
historia del Don Juan de la novela “¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?”,
de Enrique Jardiel Poncela[1]. En ésta,
al final de sus días, el protagonista, un seductor compulsivo, un Don Juan, se
encuentra con su versión femenina, que lo derrota en la pugna por prevalecer
sobre el otro, sometiéndolo e hiriéndolo de muerte en lo más hondo de su
orgullo masculino.
Son esos casos en los que el
otro representa el objeto, no tanto del deseo como “el de la deuda”. Es el otro quien tiene que pagar por las
afrentas vividas, haciéndolo padecerlas. El placer deriva de hacerlo sentir inferior,
de humillarlo. Esto deriva, por cierto, de una necesidad omnipotente que hace
que sea el otro el que sufra, más aún, si él mismo ha funcionado de esa manera,
cuando la humillación implicaba el derrumbe de su omnipotencia.
Este es un ejemplo que
recogemos cotidianamente en nuestra cultura, prevalentemente machista, cuyo
ideal de mujer no solo es alguien sometida, sino que tiene que ser, además,
alguien que esté dispuesta a ser rebajada y denigrada, al punto de su total convencimiento
de que no tiene ningún valor, nada de lo que haga lo tiene, cayendo en la
absoluta dependencia de su pareja, a quien de ninguna manera puede cuestionar.
No hay lugar para una
autoestima que se base en otro asidero que el de la relación con su excelso
marido. Tanto él como ella han sido influidos por la sociedad para llegar a
desarrollar este tipo de emparejamiento. Sin embargo, son las características
de la relación con sus respectivos padres, en especial con la madre, lo que
marca la pauta de dicho resultado.
También, se da el caso de
personas aparentemente normales que desarrollan entre ambos una resultante
enloquecedora, que solo se interrumpe con su separación o, en su defecto, con
la consolidación de una característica vincular disfuncional, que sostiene el
emparejamiento. Justamente por eso,
comparten la relación a la manera de una diada transferencia –
contratransferencia, en la que el escenario está sostenido por un juego de
roles infantiles que se complementan, la mayoría de las veces derivados de
situaciones traumáticas que toman la forma de evocaciones actuadas
inconscientemente, de escenas vistas o sufridas, de maltratos vividos en algún
momento de la infancia o la niñez.
En otros casos, ya no tan
“locos”, vemos cómo se manipulan las creencias y sentimientos de la gente a
través de la educación o la publicidad, para crear un convencimiento de cosas
que soslayan criterios de realidad o el juicio mismo, como sucede en la
sociedad de consumo, que lleva a que el sentimiento de sí, la representación de
sí, que conforma un colectivo de subjetividades, termine siendo producto de
intereses ajenos a la persona, alienándola de su encuentro con lo esencial de
sí misma.
También, podemos encontrar
estados de “fusión” entre dos, cuando se desarrolla la maravilla del vínculo
entre la madre y el bebé. Esto no es posible, efectivamente, si no hay
capacidad para la apertura empática, por parte de la madre, a la conexión más
primitiva. El sostenimiento de la relación es predominantemente subcortical,
sintónica y, por cierto, a predominio del acercamiento de los hemisferios
cerebrales derechos de los participantes.
Con el transcurso de los
años, he ido considerando el ejercicio de la psicoterapia, cada vez más, como
una interacción de mutua influencia, en la que la trama “loca” (desfasada de la
realidad o del presente, que habita en el paciente y es accesible en la medida
en que el terapeuta sea capaz de compartir esos niveles de cercanía) se
revierte a través de la relación con un terapeuta con posibilidades de influir
positivamente en su paciente, al punto de generar con él una mayor posibilidad
de cordura, traducida como “destrabar la subjetividad defensiva”, permitiendo
un encuentro sintónico con el otro, es decir, con mejores fundamentos empáticos
como para sostener posibilidades para la intimidad y un equilibrio afectivo
basado en la confianza en poder ser uno mismo, diferenciado de aquel otro con
quien mantiene dicha intimidad, con quien puede fundirse sin confundirse,
donde, en el decir de Winnicott, es posible la ilusión sin perderse en el
delirio.